Sobre la ciudad de Eleutheria y temas afines


A veces doy más de mí, digo más cuando comento en otros blogs que en mi blog mismo. El blog me gusta, lo moldeo, esculpo, pongo aquí lo que quiero mostrar de mí; no es sólo ese lugar –no para mí- de frivolidad, de parlar sobre la novela de mi vida, mi drama actual, hacer la crónica de mis desventuras y mis proezas. Supongo que por eso –un poco- cancelé mi cuenta en Facebook; aunque prometí a mis amigos de allí, tentativamente volver. Aquí en mi blog me he sentido tan cómoda de expresarme. Me lee quien quiere, debate conmigo quien quiere –cosa que me encanta. Puede comentar quien quiera, pueda arribar quien guste y quien no guste no lo hace y listo. Es más, por eso ni siquiera he puesto contador ni lugar de procedencia; me gusta pensar que quien viene aquí lo hace en cómodo anonimato. En mi bitácora, por supuesto -cosa que hace poco aprendí a administrar, hará mes y medio- puedo ver de qué blogs me visitan, países y eso. Y, así, mi curiosidad por el conocimiento de las estadísticas de este sitio, queda bien saciada.


Ahora que he visto eso, ya he comprobado que esta ciudad no tiene tan pocos visitantes; hay algunos, incluso, bastante regulares (yo no sé cómo me aguantan). Lo del tuiteo, cosa que ya he abordado aquí no sin cierto tonillo virulento, tampoco me late –no me ha latido hasta ahora- y no sé si algún día lo haga. Ya he dicho que, bueno, me parece el culmen del narcisismo y cierta megalomanía, hacer el reporte -segundo a segundo-, de lo que a mí –a mí- me ocurre: me corté una uña, miren, tiene forma de luna o qué sé yo. No sé, no le veo el caso a eso ni, mucho –un par de excepciones y ya- a andar leyendo las minucias de las vidas de otros (y hay cosas buenas que luego personas allí escriben). En general, soy afecta a la discreción. Y prefiero, preferiría –mucho más- conocer a esas personas, poder entablar conversa con ellos frente a frente. Además, lo confieso, Facebook y Twitter me inhiben un poco el pensamiento. Bueno, de Twitter no sé porque no lo he usado, pero contaré de Facebook.

En Facebook sucede que es inevitable leer lo que otros escriben y que otros te lean. Otra cosa es, claro, aceptar amistades o -como yo- que me gustaba pucharle siempre al sí y aceptaba a medio mundo; ocurre que eso de que me lean gentes desconocidas no me paniquea; satisfacer la necesidad voyeur de otros no me hace gran ruido porque, la verdad, no creo que un voyeur se fije mucho en mí pues, si bien tengo mis claros ataques de lirismo –y gotitas de mi temperamento melancólico que derramo-, ocurre que mucho, muchísimo de mi vida ni siquiera lo comento acá. Yo digo, un sesenta por ciento fácilmente no. Entonces, ni hay mucho qué deducir, ni mucha curiosidad a saciar y, perfecto. Las cosas importantes se quedan dentro de mí. Sin embargo, casi siempre que me tocaba ponerme frente al monitor y postear mensaje allí en el Facebook –casi siempre de contenido político- me entraba un sentimiento de vergüenza, la tontería de pensar que varios lo estarían mirando. Y, entonces, perdía naturalidad. Yo, justamente lo que admiro de muchas gentes que frecuentan esas redes sociales es su inmensa capacidad para improvisar, su espontaneidad. A mí un poco la cabeza se me secaba: ¿y qué digo ahora?, ¿de qué hablo?, ¿de qué cosa de mi día? No, por favor, no me alcanzan tan pocas líneas para hacer el reporte y ponerle, luego, mis escolios. Mis más grandes indiscreciones son los poemas de la Pizarnik o de Pessoa, pero –como quiera- hay tantas lecturas a un poema que un poema dice todo y dice nada.

Un blog es, hay que aceptarlo, un lugar para mostrarse uno mismo; tus aficiones, aquello que rechazas, tus pequeños dogmas, un poco tu forma de ser, la libertad que transpiras o las cárceles en que te recluyes –exilios. Y yo, no teniendo Twitter y habiendo prescindido de mis cuentas en FB y H5 no he podido, ni puedo, ni querré dejar de escribir aquí. Donde cómodamente he dejado fluir algo de mis opiniones sobre las cosas que acontecen, donde sin reparos he expuesto mi rechazo tajante a muchas de las formas de vida actuales, mi compromiso político, mis posiciones sobre asuntos morales. Un lugar donde he podido charlar con personas que –bien lejanas a la mera necesidad humana de llenar un vacío por soledad- han expuesto aquí sus ideas, lo que hay en sus cabezas, lo que piensan, hilvanado argumentos, demostrándome que torrentes de sangre, pasión y compromiso fluye por sus cuerpos. Ni apáticos, ni indolentes. Comprometidos, enterados, instruidos, didactas, humanos.

Claro que hay una componente social en esto de abrir un blog o una cuenta de las otras. Por eso en blogs -muy parecido a como ocurre en las relaciones sociales de la vida- uno encuentra afinidades y se sigue y es seguido por entes que tienen cosas en común con uno y uno con ellos.   

También me gusta pensar que personas de otros países lo leen a uno y uno a ellos. Y me gusta pensar que, si un día migro de país, ese hecho poco afectará la frecuencia de mis posts.

Hay muchas cosas que escribo aquí para mí. Desde niña escribía cosas. Imaginerías, vaya. Me gusta también entreverar ideas más bien orgánicas –lo que se ve, seguro no se juzga- que emanan de mí. Pero a mí lo que me ha gustado más es exponer mis ideas, lo que pienso del mundo, cómo lo veo y hacer esto atendiendo –intentándolo- a un mínimo de pensamiento, de coherencia, de racionalidad. Yo espero –me gustaría- tener más tiempo los próximos meses y escribir más cosas. Y, bueno, seguro será mucho de los temas que me apasionan: política, ciencias puras, temas de moral, gnoseología, asuntos sociológicos o antropológicos y alguna que otra cosa que capte mi atención. Tampoco faltará la música.

Convergiendo sin límites (de la belleza de una idea)

Una idea deslumbra, no por la idea en sí misma, sino por la belleza con que ha sido expresada. Así que, lo mismo en forma de palabras que como fotografía o en forma de música o en un poema o a través de mutismo, una idea puede albergarse en el corazón o en la mente o en algo de dentro y generar un pequeño éxtasis, amalgama, aluvión, sube-y-baja recorriendo el cuerpo. Y todo esto, por su sola belleza, por su sencillez. Algunas veces me he hecho la pregunta tonta, ¿cuántas ideas distintas podrá ser capaz de generar la mente humana? Cuando pienso en la respuesta pienso, por ejemplo, en el cuentito de Borges de la Biblioteca de Babel y en todos los posibles k-enunciados que se pueden generar con todos los símbolos del alfabeto (el símbolo en blanco también es un símbolo) y, entonces, en la miríada de tomos de los anaqueles de esta biblioteca fantástica. Luego me digo, bueno, si cuando pensamos, hablamos, seguramente entonces, la mente podría generar –en forma de ideas- todos los enunciados –con o sin sentido- contenidos en los tomos de esta biblioteca. Yo cuando  pienso en ideas –ya este pensamiento, en sí, es digno de recelo-, pienso, claro, en ideas con sentido. Bueno, aquí hay un problemita más; ya se ha visto que los humanos somos capaces de articular muchas ideas –sintácticamente correctas- que, sin embargo, carecen de sentido. Entonces, preciso. Las ideas que son de mi interés son aquellas expresadas con corrección sintáctica (pedir sentido, exigir semántica, no, bueno, ya es pensar desproporcionadamente). Entonces, sí, seguramente el número de combinaciones es vasto. Pero ninguna de dichas ideas, por original que sea, por brillante, llegará a mí si no posee, además, la belleza de su comunicación. Hay, por otra parte, ideas que en sí mismas –e iguales a sí mismas cuando son comunicadas- son bellas. Es por eso –quizá- que soporto este mundo de ideas y que soporto que varias de ellas sean una misma en variación eterna por una sencilla cosa: la belleza, la profusión, la intensidad, los pequeños aportes, la forma única que cada quien tiene para expresarla. Al final, no me voy a meter en el vericueto de contar dicho número posible de ideas ¿Por qué? Porque tendría que hacer varias asunciones, simplificar excesivamente el modelo, abstraerlo y, en este caso, no me interesa la abstracción. Es decir, de mi total de ideas sintácticamente correctas (sea que hayan sido expresadas como música, imagen, poema, etc.), ¿cuántas de ellas, además, tendrían sentido? Pocas, poquísimas, ¿por qué? Porque la realidad a nosotros asequible, por nosotros observable, aquella en donde sucede nuestro cotidiano es tan mínima, tan exigua, tan nada –y tan todo- que, con poquitas ideas o refritos de otras nos alcanza bien para pasar la vida. Ahora diré por qué pienso esto y por qué, en todo caso, mi pensamiento lejos está de minimizar todas las -no sólo bellas sino originales- ideas que se han producido a lo largo de la historia humana. Lo que digo es que a pesar de lo curvo de nuestro espacio-tiempo; a pesar de vivir en la superficie de una esfera en donde son las curvas geodésicas las paralelas, ¿no acaso nuestro mundo es, al final, un mundo euclídeo?, ¿no acaso nos ha alcanzado con el Teoremita de Pit para resolver asuntitos tan cotidianos como la construcción de una casa y tener, ergo, a donde tranquilamente vivir? Por eso, la idea de infinito me deslumbra y ha deslumbrado a tantos humanos: los inimaginables, los intangibles, aquello que nuestra cabeza ya no alcanza a atisbar, pero que algo, una intuición, algo, nos hace saber que está allí. Es como mirar al hipercubo, imaginar un mundo de cuatro dimensiones y, de allí, partir e imaginar espacios geométricos propios de mayores dimensiones. Por cierto, yo de niña llegué a tener sueños en cuatro dimensiones que, al despertar, por incomprenderlos, me habían parecido pesadillas. Es ir en ascenso; construir cada peldaño y, así, intentar, arribar al siguiente.

Lo que existe, como existe, lo amo. Pero aquello que existe y no lo conozco y no logro imaginarlo, me arranca pasiones que van minando a mi corazón hasta dejarlo extenuado, pequeño, a pesar de que el bribón crezca y con el flagelo de sus dolores me provoque de absoluto vértigo: presencia de muerte.  

¿Y entonces? Siguen siendo un alimento porque, aunque siguen siendo las mismas, su expresión cambia. Y si bien el conjunto de cosas que, en su generalidad, son de interés a los humanos es reducido, esto no ha sido un impedimento para que los humanos –obstinados- sigamos imaginando aquello que aún no logramos aprehender del todo. Es ello, posiblemente, lo que nos ha llevado a tener nuestros tratados y cartapacios consignados a temas de ciencia, historia, artes, literatura. Esos atisbos de inmensidad, ese mirar al horizonte haciéndonos la pregunta, ¿qué hay más allá?, esa actitud, nos ha llevado al conocimiento de que ahora gozamos de las cosas –y, prácticamente, lo que sabemos es poquísimo- y nos seguirá llevando. Y también detrás, posiblemente, están el tedio y el vacío que nos eyectan incesantemente a la creación y a la duda y todo porque, a fin de cuentas, la vida tiene sentido cuando decidimos otorgárselo y, así, nos hemos inventado teorías, historias, cielos, avernos, fantasías. 


Mediu Xhiga (amo esta música)




Canción: Mediu Xhiga*
Intérprete: Sonaranda
Álbum: Son que ara y anda



En una búsqueda, así la encontré.



* Son proveniente de la región del Istmo de Tehuantepec en Oaxaca.

De lo de PISA

Mientras empresarios –y no filósofos*- dirijan a la SEP, poco habrá que nos pueda hacer repuntar frente a PISA. La mentalidad de administrador, de gerente –arrear a personas como si fuesen ganado a fin de extraer la mayor de las ganancias- no es el tipo de mentalidad que dé a la Educación su valor exacto. Mientras esta sociedad –llena de licenciados, curioso- le dé a la educación un valor monetario (tienes un título, tienes lana), la educación seguirá siendo la bazofia que hoy es. En México –no en su generalidad, lo aclaro- se acostumbra a estudiar para aspirar a un mejor salario o a un estúpido estatus social. La gente todavía es pasante y ya se presenta como licenciado. Dislate, si uno no se llama “licenciado”, uno es quién es y, esto, para toda la vida. Ni un máster, ni un doctorado, ni diplomados patito ni ninguna de esas cosas –a menos que se deposite en ellas un valor algo más que instrumental- te darán algo que sólo te puede dar una aspiración menos superficial de la vida, menos frívola y que poco tiene qué ver con títulos o diplomas, me refiero a una visión humanista de la vida; una en donde uno no estudia –no nada más, ni como fin inmediato- para al rato traer un auto o para escuchar a una horda de licenciados llamarte “licenciado”, sino una en donde uno estudia para: 1) A través de tu conocimiento darle algo a tu comunidad, 2) Ser una persona más o menos diestra o especializada en una cierta parcela del conocimiento y así: a) haber satisfecho un genuino anhelo personal de conocimiento, b) poder vivir con decoro de tus conocimientos (y esto incluye el auto) c) Etcétera. 3) Sublimar el espíritu, habiendo –se supone- estudiado con ojos críticos e inquisitivos aquello que te tocó estudiar, habiéndote aventurado a cuestionar aquello transmitido por tus maestros o aquello asentado en los libros, 4) Motivos variables, dependiendo de la persona.

La escuela, la academia tiene un valor social, comunitario, pero éste se ha perdido en el transcurso de las últimas décadas: décadas en las que –ya sé que sonará a perogrullada- comienzan a permear ciertos “valores” o, más bien, arquetipos culturales que -desde los mass-mierda (parafraseo a un bloguero que leo)- y acicateados por el neoliberalismo, son impuestos al grueso de las sociedades.

Entiendo que durante el siglo XX el cúmulo de conocimientos, nuestra enciclopedia, creció en formas desmesuradas (enhorabuena) debido, en parte a los avances tecno-científicos que arribaron con la revolución industrial y al cambio de paradigma productivo; avances que, desde entonces, no han parado. Así entendido, no voy a aspirar al retorno a una sociedad renacentista. Es decir, los hombres instruidos de nuestra época difícilmente llegarán a ser como los hombres instruidos de aquélla. No es humanamente posible abarcar todo el conocimiento hasta ahora producido por la especie, nos haría falta vivir varias vidas. Sin embargo, a pesar de esta imposibilidad, sí que creo –soy de la idea- que podríamos ser humanos un poco más conscientes de esta situación e intentar hacernos de una cultura general –como lo dicho por Bieri en “¿Qué tal sería ser culto?”-, de una cultura mínima que nos permita saber, aquí y ahora, en dónde estamos parados como humanos, qué hemos hecho, cuáles son nuestros logros y ver qué sigue, hacer, en suma, un balance, un inventario. Si hacemos esto, si exigimos que nuestro saber no tenga un carácter meramente utilitarista, sino un carácter humanizante o un carácter civilizante, entonces, el conocimiento nos dará algo más, mucho más de lo que nos ha dado hasta ahora (coches, títulos, grados, estatus, etc.) y esto pueda ser –quizá- conciencia de nuestro ser, de nuestra humanidad.

Hay algo más que quiero decir. Educación no es nada más instrucción o no puede serlo. Uno puede estar muy instruido, saber mucho y ser un perfecto pelele sin criterio, incapaz de tomar decisiones adecuadas o –peor- ser una persona completamente ajena, insensible a lo que le sucede al otro. Yo he visto que personas -en apariencia zafias- son, sin embargo, más sabias que una instruida. Pero yo creo que allí falta honestidad, uno debe hacerse a un lado cuando uno no sepa cosas. Uno debe reconocer sus limitaciones (también, claro, intentar disminuirlas, aprendiendo, pero ése es otro tema). Hay cosas que yo podré hacer mejor que tú; pero otras las podrás hacer mejor que yo. Por ejemplo, yo siempre fui de mucha torpeza motriz y no voy a pretender que voy a desempeñarme mejor en una coreografía de baile que una bailarina. No, zapatero a tus zapatos.

Pensándolo, me doy cuenta de una cosa, no sólo falta honestidad, falta también conciencia y, más concretamente, autoconciencia (la palabreja no me gusta mucho porque suena a literatura light, en fin, la tomo).

Quizá convendría hacer como hacían los griegos, que distinguían entre educación e instrucción y que, para cada fin, contaban con diferente personal. Voy más allá. Cuenta mucho en la formación de una persona el amor que haya recibido de pequeña; por muchas cuentas y planas y conjugaciones de los verbos que haya aprendido de chica, si no recibió amor pleno, amor sano, va a tener muchos descalabros después y, peor, los va a andar reproduciendo por doquier y haciendo daño a terceros. Cuando pienso en secuestradores y asesinos y esas cosas, pienso en personas que recibieron poco amor de niños –además de poca guía ética- y pienso que era bien natural que desembocaran en lo que desembocaron. Yo creo que, así como se enseña a hablar, a contar, etcétera, es menester que se nos enseñe a amar, a querer y este conocimiento –me temo- no sé si se enseñe tan bien en los libros como con acciones. Aunque, bueno, creo que PISA no cataloga “el amor a otros” como competencia para la vida (no estoy siendo justa, recordemos que la “actitudinal” es una de las tres componentes que debe poseer toda competencia).

Ya tuve mi digresión kitsch, regreso al punto.

La educación, antes de formar a los ciudadanos que estas sociedades “democráticas” requieren (domesticados, serviles, competentes dentro de un mundo globalizado), debe –primero- formar humanos. Cuando tienes humanos, tienes frente a ti gente que decide sola, gente autónoma en su ser, en su hacer y en su pensar, gente independiente, gente crítica, gente autodidacta, gente que puede sentir empatía por lo que le pasa al otro, gente que se hace la metacognición tanto en lo individual como en lo colectivo, gente sentipensante, en una palabra. Cuando el conjunto de personas que habita al mundo sea así, es porque o el sistema actual ya no funcionará o porque habrá dejado de funcionar desde antes; en cualquier caso, no es esto lo que la OCDE y organismos internacionales comparsa quieren.


Termino mi post diciendo algo que he dicho muchas veces por aquí: la necedad de varios de los gobiernos mexicanos de querer siempre importar ideologías o políticas provenientes de otros lados, en lugar de gestar unas ad hoc a nuestras circunstancias. 


* Filósofo en su sentido etimológico, persona que ama el conocimiento.

Hago allí un alto, en mi cielo* -de eso hablo.





Ningún indulto requiero para ser quien soy porque he sido yo -y nadie más- quien eligió ser esto, quien tomó la senda para llegar hasta aquí. Libre elegí, decidiendo. Cuando se decide, se topa uno con bifurcaciones. Algunas veces -al decidir- puedes tomar más de una elección; otras, las elecciones son mutuamente exclusivas y entonces sólo se toma una. Yo recuerdo varias de las bifurcaciones frente a las que me he parado. Varias de ellas han definido en forma única mi derrotero y, mientras elegía, no sólo era a plenitud consciente de ello, sino que asumía todas las posibles pérdidas que con ello devendrían, creyendo siempre –eso sí- que habría algún modo de recuperar -sigo creyéndolo: se entiende que no sólo veo las pérdidas, también las ganancias. Cada persona posee una única y peculiar riqueza; no existe una sola veta de sabiduría para todas, ni nadie es mejor por haber hecho esto o aquello otro. Uno puede aprender de quien menos se lo espera y el recíproco también es cierto. Ignara no soy –en lo absoluto- de todos los rasgos de mi ser susceptibles de mejora, mas me hallo esencialmente “feliz” –aunque las comillas no son pequeñas- siendo esto que soy. Y sí me siento proclive –en todo momento- a las correcciones. Si con mi ser puedo yo iluminar la vida de otros, dar algo de mí a los demás, gustosa lo haré; lo mismo que recibir la luz de aquellos a quienes amo. Nunca me he tenido que esforzar demasiado para encontrar la poesía en otros, la belleza en los demás y, por ello, me congratulo. Disfruto plenamente de la soledad y, al mismo tiempo, puedo pasar largas y alegres horas en compañía de mis amigos de quienes, sus sonrisas, constituyen de ellos la cosa que más atesoro (es muy claro para mí cuando logro establecer con alguien alguna afinidad y eso es algo que pondero sobremanera porque no todo el tiempo se le presentan a uno tales serendipias). Elijo una palabra para definirme y ésta es simpleza. Simple (y también simplona), sencilla y un poco transparente –como el agua. Por otra parte, entiendo el ser de otros viviendo en la inmediatez, mas yo he prescindido de ello y creo hallarme en las antípodas de tal conducta. Y no me arrogo -no- el derecho a criticar las personalísimas elecciones de los demás. Si alguna injusticia sobre mí o sobre otros es cometida, no tengo miramientos en hacer salir toda la rebeldía de mi espíritu, toda su insumisión. Sublevarme se convierte, entonces, en un acto de contestación. Por otra parte, por lo regular mi espíritu es apacible, juguetón y muy risueño. Hay, también, una parte de mí que se inclina de forma manifiesta hacia la melancolía y hacia todo aquello que toma visos de oscuridad. En estos casos he tenido que ser muy cuidadosa, tomándome sólo las dosis que, infligiéndome placer no -sin embargo-, vulneren a mi espíritu que es, de suyo, frágil.

Hay días que una ingravidez enmudecida se apoltrona en mí o que pareciera vivo a la servidumbre de algún imperio de soledad. Hay días que todo parece absolutamente lejano y la vacuidad toma el trono. No sé cómo exactamente lo logro, pero siempre logro retornar. Quizá sea la estrella que me obsequió mi madre siendo niña; quizá haya ocurrido ese día, aquella noche en que mirando yo embobada al cielo nocturno me dijera ella, tiernamente: “elige un astro, porque ese astro estará para iluminarte siempre y resolver alguno que otro problemita tuyo” quizá esa ráfaga de luz, que a veces es mortecina, todavía ilumina en mí. Tal vez.

Amo el cielo nocturno –la bóveda estrellada-, toda la poesía, el misterio, los símbolos, amo la música, a los planetas, lo que nos ha dado esta tierra, la idea de un infinito. Amo, también, a cada uno de los seres que han tenido influencia en mi vida. Y existe esta melodía que me gusta mucho porque pienso que es mi canto.

Llevo ya tu luz dentro y en mí persiste –aún- este espíritu niño.

Pacificándome

A veces, para pacificarte y volver a observar todo con una nueva mirada, es necesario sustraerte del trajín cotidiano de las cosas. Hasta del pensamiento, incluso. Es pues, menester, pacificarse. Yo así le voy a poner a esta nueva tendencia a salir de este espacio para tomar un aire distinto que te permita volver y, luego, continuar. Le llamaré pacificarme. Y hete aquí que estos días he estado haciendo justamente eso, pacificándome. Y pacificarme no es evadirme de la realidad, salvo que a causa de alguna enfermedad del cerebro perdiera yo lucidez y habilidad para observar lo que ocurre en la esfera que me contiene.

Me he pacificado, pues, estos días. Muy felizmente he estado pacificándome. Leyendo un poco de aquello, observando un poco de esto, aspirando un tanto más de esto otro, escuchando aquella musiquilla tenue y confortante.

Pero a mí eso de la pacificada me ha de durar, como más, una semana. Cuando te internas en la actividad de mirar lo que sucede en tu esfera ya es bien difícil que después abandones. No es que te vuelvas adicto. No. Es que tú quieres mirar y comprender y prospectar e, incluso, idear directrices de acción que permitan dar un viro. Yo no entiendo por qué eso de los planes y proyectos para la mejora de la comunidad ha de quedar consignado en unas pocas manos, en unas pocas personas a cargo de los destinos de todos. Bárbara incongruencia. De allí deviene, en buena parte, la imposibilidad –después- de ejecución de los planes. Y ya ni qué decir del actuar moral de aquellos en quienes recae la consecución de dichos planes. Tal vez por eso convendría más que de cada país salieran varios otros; es una forma sencilla de decir que no siempre conviene hacer adaptar las necesidades de pequeñas comunidades a lo trazado para una comunidad de comunidades. Claro que por las ansias de poder de los hombres, resulta más conveniente pensar en naciones fortificadas a partir de vastos territorios que las constituyan (estados, provincias, municipalidades o como se quiera) que en naciones pequeñitas –aunque bien organizadas- que, por su pequeñez, posean pocos recursos y, en consecuencia, poca fuerza. Claro que se supone que los estados y municipios poseen sus propias legislaciones, pero –al final- debido al centralismo federalista –a menos aquí en México así se estila- lo que termina por importar no es lo que suceda a nivel local a las comunidades, sino la suma de lo ocurrido a todas éstas (lo malo que sin las correspondientes sinergias).

Pero véase cómo, a pesar de mi querer pacificarme, yo no encuentro manera de reconcentrarme del todo en mí misma y olvidarme de lo demás. Sonará a chistosada, pero hasta he pensado en irme de retiro espiritual a ver si así logro la completa pacificación. Un día, por ejemplo, me metí a hacer yoga. Bueno, mala decisión, yo salía de esas clases, teluriquísima, hirviendo de angustias y mucho peor de lo que iniciaba. Deserté. No sé si era la voz de la maestra o qué. La única maestra de yoga eficaz conmigo ha sido mi amiga Azuc y párale de contar. No hay  más.

La cuestión es que necesito de veras pacificarme y tan lo necesito que los últimos meses he estado bastante desconectada de mi realidad política. Es decir, sí me entero, leo las cabeceras de algunos periódicos, vía mis amigos blogueros me mantengo más o menos informada, etc. Pero, en realidad, no me he estado informando como a mí me gusta hacerlo, a cabalidad, bien. Yo creo que estoy pasando por un período de intoxique/desintoxique y yo creo que es normal y no me voy a espantar porque así ocurra. Además, este domingo, por ejemplo, terminando de la pedaleada, seguro me voy al mitin que habrá afuera de la embajada de EUA; no en sí porque piense de veras que se vaya a dar la intervención yanqui (como si no lo estuviéramos ya. Además de que, hasta ahora, no ha pasado de ser algo no confirmado), como por ver a la prole resistente y salir renutrida (de sus ideas, de sus bríos); a mí con ver a y hablar con, por ejemplo, la activista Julia Klug -como me ocurrió la vez pasada-, me basta para recargar pila. Podré engañar al mundo, pero no a mí. Ni qué pacificada, ni qué nada. Mis tambores están repique que repique.
A mí me gusta usar mis propias palabras, construir mis enunciados, para decir lo que pienso (soy pretenciosa, en realidad, todo es de reuso). Pero hay veces también que ya alguien –antes, después o simultáneamente a mí, es lo de menos- expresó mejor –o a mí me gustó más- lo que a veces yo misma cavilo. Cuando eso pasa es porque de veras me gustó la forma de ese alguien de decir lo que yo también quería decir (otra cosa es, aunque a veces pasan ambas, cuando alguien dice cosas que a uno no se le habrían ocurrido antes, cuando nos aluzan con pensamiento preclaro). El punto es –ya para no darle más vuelta al asunto- que hace ya tiempo me encontré en el blog de “El Éxodo” con un texto de Silvia Delgado Fuentes -poeta- que, desde que lo leí, planeé -como habitualmente uso hacer con algunos textos- postearlo aquí.

Cuando leí el texto, un gran sentimiento de admiración emanó de mí hacia esa mujer valiente, consecuente con su pensamiento, no ordinaria ni borreguil ni servil en sus ideas, un ser humano libre en toda la acepción del término (y qué decir de su poesía). ¡Cómo no recordé su lectura ahora que fue el Nóbel a Vargas! Digo, como para hacer contraste. Leerle me hizo reafirmar propias convicciones, pero leerle me enseñó también cosas.

A veces te sientes navegar solo en medio de tan disímbolas y absurdas corrientes de pensamiento; otras, te vas dando cuenta de que llevas varios acompañantes –y tú con ellos- difuminados a lo largo de este gran océano de ideologías, de creencias. Yo sigo firme en una visión humanista –ni ortodoxa, ni mercantilista, ni postmoderna- de la vida. Sigo sosteniendo la necesidad de reconocer ciertos valores del espíritu que nos permitan ir en avanzada. Hay días que siento brotar una gran esperanza de dentro de mí, pero sobre todo, de algunas hermosas personas que viven, que navegan en mi derredor –más de ellas, incluso. Otros días, profundas corrientes de pesimismo embargan a mi espíritu, sintiéndose éste terriblemente huérfano. Un cierto ostracismo mío, se explica a veces por eso. Mi sempiterno restituir mi confianza en lo humano, sin duda, no.

El texto AQUÍ.

Sonrío.

Eleutheria.


"Love"

No es 14 de febrero, no me estoy promocionando, pero esta canción de John Lennon –que me ha gustado siempre-, creo que expresa bien lo que yo entiendo por amor y lo que yo quiero por amor. Nuestras intenciones tienen sentido, cuando van dirigidas hacia los demás. Y eso no excluye –no- que también actuemos por nosotros mismos.

Y es cierto, hoy se cumplen años de la muerte de Lennon, aunque no es por ello –no en realidad- por lo que quise colocar esta entrada.

  
Love is real, real is love,
Love is feeling, feeling love,
Love is wanting to be loved.
Love is touch, touch is love,
Love is reaching, reaching love,
Love is asking to be loved.

Love is you,
You and me,
Love is knowing, we can be.

Love is free, free is love,
Love is living, living love,
Love is needing to be loved.


And the beautiful sea, which is inside of this bizarre video, it seems to be inside of it, indeed...

Algunos comentarios sobre ciencia y matemáticas

1. 1. De la innecesaria pugna entre logicistas e intuicionistas (razón e intuición detrás de la creación matemática)

El formalismo es el método, pero, de ninguna manera, el formalismo es la matemática. El formalismo es el método que usan los matemáticos para conferir a sus resultados de validez y, así, llamarlos teoremas; pero la matemática es mucho más que su método –y tampoco el formalismo es exclusivo. En la matemática trabajan intuiciones, imaginación y algo a lo que yo le llamo magia. No siempre, para llegar a alguna aseveración matemática, se trabaja por un camino puramente deductivo. Algunas veces sí, pero otras ocurre de otra forma. A  veces se parte de una intuición que se intenta probar a través de casos particulares –inducción- y al final, los hallazgos han de ser probados de forma deductiva a modo de que se consideren como afirmaciones matemáticas propiamente dichas. Un ejemplo que ilustra bien esto se encuentra en la demostración al último teorema de Fermat y en el enunciado mismo del teorema. Pierre de Fermat, a partir de algunas intuiciones y casos particulares llegó a su enunciado (una generalización sobre las ternas pitagóricas), pero las deducciones para probar el teorema se construyeron por alrededor de cuatrocientos años hasta que, finalmente, el enunciado pudo ser probado. En geometría esto es mucho más manifiesto –en particular, la parte de los descubrimientos-, supongo que por ello los intuicionistas consideran a la geometría como independiente de la matemática. Por otra parte, como nos avisa el teorema de Gödel, se sabe ya que el pensamiento deductivo, la lógica de primer orden, tiene sus limitaciones. Es posible encontrar proposiciones verdaderas, pero indemostrables dentro de un sistema formal. En este punto particular, viene a mi mente lo siguiente: Reuben Hersh describe a la matemática como la ciencia que estudia objetos ideales con propiedades reproducibles. La belleza es: muchos de estos objetos –sus propiedades y comportamientos- se ajustan a la realidad, parecen describirla. Pero esto no tiene por qué ser extraño; dichos objetos los conocemos a través de actividades mentales hechas por personas. Las personas forman parte de la realidad y yo postulo que en nuestro código genético, en nuestros cerebros, en nuestras nervosidades cerebrales parece haber improntas, marcas, huellas –como sellos- de la realidad. Como si las mentes de algunos –o quizá las de todos- fueran esos escáneres que pueden decodificar el código de barras de la naturaleza. Y cuando se decodifica el código de barras, el lenguaje en que sale escrito forma ese cuerpo de conocimientos llamado matemática. Pero, ¿es realmente un lenguaje? Es algo más que un lenguaje: es la expresión simbólica, la expresión mental –racional o humana, si se quiere- del comportamiento de la naturaleza, comportamiento que –por ser nosotros parte de ésta- puede llegar a ser por nosotros descifrado. Es más, diré lo siguiente sin tener -por ahora- cómo probarlo así que –yo sé- parecerá que brota de mí un cierto platonismo (aunque yo creo que no es así): me parece que en nuestros cerebros hay una memoria de la naturaleza, desde su origen y evolución; me parece también que si le aplicamos a dicha memoria –casi como un mapeo- nuestra razón, y unimos a ello los datos que nos brinda la experiencia, entonces podremos tener más pistas sobre cómo funciona la naturaleza al grado, incluso, de poder hacer predicciones –conjeturas- sobre su comportamiento (ahora entiendo por qué, de entrada, cuando tomaba mis clases de filosofía, no me parecía tan dañado Platón cuando decía cosas como que el conocimiento yace durmiendo en nuestras mentes). De modo que, cuando Galileo Galilei afirmaba: “La Filosofía está escrita en ese grandísimo libro que tenemos abierto ante los ojos, quiero decir, el Universo, pero no se puede entender si antes no se aprende su lengua, a conocer los caracteres en que está escrito. Está escrito en lengua matemática y sus símbolos son triángulos, círculos y otras figuras geométricas sin las cuales es imposible entender ni una palabra”, me parece que se hallaba cerca de una comprensión amplia de lo que es la Matemática. Ahora que, si bien sé que hay otras formas de interpretar a la realidad (las emociones, por ejemplo), tampoco puedo negar que ligadas a todas nuestras facultades, está siempre la razón. Le cedo preeminencia a la razón, pero no unicidad. Porque, además –por contradictorio que se escuche- la razón también se equivoca (a pesar de ello, va a estar muy difícil que un día me declare misóloga). De esto anterior, se deduce que lo que yo entiendo por “razón” va más allá de la “razón lógica”. Y quiero decir una cosa más, la razón se expresa a través del lenguaje –uno, el que sea- y no deja de ser bien asombroso para mí –cartesiana- cómo para lograr comunicar mis ideas he tenido que elaborar, primero, algunos razonamientos, algunas construcciones mentales (por eso lo a priori es la razón, esa facultad que nos es intrínseca). Pregunta, ¿cuando pensamos, hablamos? Y, si no hablamos, ¿lo hacemos con imágenes?, ¿sonidos?

Ahora bien, para terminar de exponer cómo entiendo yo el papel de la razón y de las intuiciones detrás del quehacer matemático –que vendrían a ser también instrumentos- voy a traer como ejemplo la creación musical porque creo que lo más parecido a la matemática es la música. Claro que como yo -hasta ahora- no he estudiado música, incurriré en algunos errores resultado de sólo suponer.

Abundando más sobre la razón, pero ahora detrás del arte (como si la matemática también no lo fuera)

El músico, inspirado por un numen -en algún momento de iluminación- crea una melodía, pero ¿en dónde se crea?, ¿cómo la crea?, ¿dónde la escucha? Yo me imagino, por ejemplo, que muchas personas -como a mí me pasa- escuchan cancioncitas en su cabeza. No pocas veces en mi vida he, digamos, inventado una canción. Pues bueno, yo primero la escucho en mi cabeza y, como no sé notación musical, por lo regular, la melodía se me olvida –salvo que me haya gustado mucho y la grabe en mi celular. El músico la escucha en su cabeza y, luego, la transcribe en la notación musical apropiada. Pues, bueno, a mí me parece que detrás de esto hay un acto intelectivo, allí se halla operando la razón y la razón –como parece que nos hemos dado cuenta- utiliza símbolos –un lenguaje- como vehículo; la razón nos permite plasmar nuestro hallazgo, hacer comunicable nuestra invención. Si bien yo también comparto el rechazo tajante a ese pensamiento univocista según el cual la razón científica es el non plus ultra del conocimiento, también estoy segura de que la razón científica sabe eso –ésa es su ventaja- y que, salvo que sea uno algún empirista lógico a ultranza o cosa por el estilo, raramente podrías desechar a priori el conocimiento proveniente de otros medios –aunque tampoco, como quedamos ya, vamos a aceptarlo si no hay “algún modo de validación” sobre el mismo. Sea como sea, al final, el artista no prescinde de la razón –y de algún lenguaje- a fin de comunicar su hallazgo. Pero, si bien es verdad que el simbolismo adoptado es el medio para comunicarlo, también lo es que el creador experimentará –de entrada- alguna emoción previa al hallazgo -la contemplación de una obra pictórica, la lectura a un poema épico, el roce de unos labios- que pueda ser motivo suficiente para detonar en él su melodía.  Entonces, hay algo allí no razonado –tal vez opere a nivel inconsciente- que nos lleva a la creación de nuestro objeto; y esto no razonado son –me parece- intuiciones y/o experiencias que en algunos casos vienen acompañadas de alguna carga emotiva. La carga emotiva, después, apela a la razón y, transformada en lenguaje, logra ser una melodía capaz de producir en sus escuchas los más profundos vértigos. Cada quien experimentará su propio vértigo, pero pocas veces alguien será ajeno al vértigo.

Las intuiciones

Considero que las personas que decidimos dedicarnos en la vida a estudiar matemáticas, o alguna ciencia de las llamadas puras, sabemos que detrás de esa elección hay una fuerte componente de disfrute. Y si bien es disfrute resolver una integral –a veces-, como gozar de una buena cátedra en la que un buen maestro te enseña enunciados, teoremas y demostraciones sobre alguna parcela del conocimiento matemático, lo más gozoso es, a mí parecer, la creación matemática. Está bien resolver integrales y esas cosas –y qué triste que se tenga la idea de matemáticos como de contadores, como si todo lo que hiciera uno son cuentas y despejes de ecuaciones-, pero lo sustantivo de la matemática –y lo mejor, desde mi punto de vista- es la parte creativa. Yo, personalmente –por mi inevitable querer arribar a otros puertos del conocimiento- no he estado tan inmersa en esa parte creativa como, en verdad, me gustaría estarlo (además, por otras cuestiones más bien personales que ni al caso señalar); pero sí que lo he hecho y puedo decir que es de las cosas más placenteras y más mágicas que he vivido en mi vida. Y cuando uno hace la metacognición de esas cosas –que, muchas veces, se hace en paralelo- es muy clara la forma en cómo, de pronto, se te aparecen especie de intuiciones sobre aquello que estás trabajando. Y, es así, de pronto (aunque, no tan de pronto). Por lo regular, previamente ya habías estado en contacto con algo de lo trabajado. Por eso no es raro oír decir a matemáticos cosas como que pudieron encontrar la solución a un problema durante un sueño o cuando lavaban los trastes o estando bajo la regadera; y lo mismo se ocurren conjeturas, enunciados, entes ideales propios de la matemática. Y esto sucede como por un proceso inconsciente, como por un trabajo de la mente del que uno no es del todo consciente que hace que dichos descubrimientos lleguen como por intuiciones; cuando eso sucede, te das cuenta de que, aunque en apariencia tu mente estuvo entretenida en otras cosas, lo cierto es que una parte no consciente de ésta, continuaba resolviendo el problema (yo por eso he llegado a pensar que la parte más inteligente de mi cerebro es mi inconsciente, ese resuelve lo que mi pobre y enclenque consciente, apenas si logra atisbar). En realidad, todo este proceso de parir conocimiento en matemáticas es muy parecido –yo creo- al momento de iluminación previo a la creación de alguna obra musical o de alguna obra artística. Por eso me llega tanto la frase de Karl Weierstrass –que alguna vez referí por aquí en algún post- que recita: “Es verdad que un matemático que no tenga algo de poeta nunca será un matemático perfecto”, porque un poeta es, esencialmente, un creador -como lo afirma su etimología-, un artista. La matemática es, en sí misma, un arte y, por su método de validación, una ciencia. Aunque, más bien, yo diría que su método de validación -y lo que por éste se prueba- ha devenido en el entendimiento de las ciencias puras, como un método deductivo de elaboración de conocimiento.

Concluyendo

El proceso de descubrimiento de aseveraciones matemáticas empieza, muy a menudo, con una intuición; luego, se puede apelar a métodos inductivos o heurísticos para ahondar más en ella, en su naturaleza y viabilidad. Luego, se recurre a la razón lógica –su aparato- para validar el descubrimiento o rechazarlo. Así, se llega, por ejemplo, al enunciado de un teorema. La parte de formalización del descubrimiento es, en mi opinión, más fácil de desmenuzar y comprender porque se apela a un simbolismo –un lenguaje- para lograrlo. Aquí intervienen axiomas, postulados, un cálculo deductivo y, en suma, un sistema formal (un alfabeto, reglas de inferencia, etc.). De esta parte -la parte de la formalización del conocimiento matemático- hay una que sirve de juntura, de ligazón, con el proceso menos formal y más intuitivo de la Matemática; y esta parte son los axiomas, conocidos también como enunciados analíticos.

2. 2. Ciencia, ¿qué es?

Ciencia es el conjunto de certidumbres que el hombre, a lo largo de los siglos, ha logrado alcanzar y también los instrumentos con que las ha alcanzado; pero estas certidumbres están todo el tiempo –por lo que se ve- sujetas a nuevas interpretaciones ante nuevos paradigmas. Y estas certidumbres lo son para los humanos, porque han sido humanos quienes, a través de sus instrumentos, las han alcanzado. Los instrumentos, por otra parte, que ha utilizado la ciencia son, grosso modo, el método científico y el pensamiento formal. Cabe preguntarse, si serán estos los únicos métodos de generación de conocimiento válido. Resultaría muy aventurado decir que no; lo mismo que decir que sí. En todo caso, sea cual sea la respuesta, estoy segura que, de existir esos métodos, la ciencia, también terminaría por subsumirlos. La ciencia no existe en sí misma y por sí misma y por eso –al menos para mí- es muy odioso quien pretende ver en su alusión un argumento de autoridad; quien así piensa es porque, posiblemente, está muy lejos de sus métodos y del conocimiento de su historia. Pero también por eso mismo, pretender apelar a ella para explicar o justificar cosas, exige de uno de total honestidad y no una fatua simulación. Una comprensión cabal y honesta del quehacer científico no da cabida a dogmas y, cuando los ha habido se debe -a mí parecer- a un déficit en su comprensión. Claro que los yerros del juicio nos son harto inherentes, y por eso,  los dogmas dentro del quehacer científico no es que sean un imposible. También los hay.

Ahora bien, en cuanto a la posible existencia de métodos de adquisición de conocimiento válido distintos a los que ya se tienen por admitidos, cabe preguntarse, ¿qué clase de conocimientos será posible aprehender con dichos métodos, si es que los hay? Todo lo que pueda uno contestar aquí no serán sino especulaciones y, por eso, internarse en esta clase de preguntas requiere, en mi opinión, de un mínimo de escepticismo porque, si no se tiene, puede llegar a caerse en el error de asumir como verdadera la existencia de objetos de los que uno podría hipotéticamente suponer la exigencia de métodos aún no existentes para su detección y, por ende, aceptar dicha existencia; cuando que, en realidad, lo más sano que uno puede proferir sobre la posible existencia de tales objetos es eso, que uno no puede ni decir que sí existen, pero tampoco que no. En resumidas cuentas, a falta de método, de instrumento para comunicar la cosa, ¿podemos por ello negar a la cosa? No podemos, pero no podemos tampoco aceptarla, mientras no sepamos, mientras no contemos con el medio para asirla. Este poder –o no poder- no lo veo como prohibición o imposibilidad; lo veo como deber, es decir, como resultado de una elección racional; aunque bien sé que hay quienes prefieren apelar a su voluntad para aceptar o rechazar la existencia de tales entidades –como si la voluntad las creara o las desapareciera. Aunque creo que estas últimas personas –y supongo que lo hacen- muestran mucha más apertura para aceptar como válidas todas las posibles elecciones, todas las suposiciones que, sobre un particular, puedan establecerse. Yo creo que yo todavía ando muy atrasada porque no puedo aceptar que sea con la pura voluntad con la que debiera elegirse cosas –pero, tontita de mí, en la praxis es así como funciona. Claro que aquí ya es meterse en el debate de ¿qué opera, si es que algo más opera, detrás de la voluntad? y, en consecuencia, ¿qué cosa es la voluntad?

Pero yo quiero volver a la ciencia y no al debate –no por ahora- de la voluntad. Vuelvo para señalar una importante ventaja que le encuentro a la ciencia*. La posibilidad de, conociendo su historia, su método, sus límites y sus alcances, apelar a ésta como bastión fundamental para el arribo hacia una civilización más humana, más consciente de sus yerros, más dispuesta a admitirlos para mejorarlos, menos ignorante de la propia ignorancia.

Aquí termina el post.

* No tiendo a ser indulgente; la ciencia no es mi excepción. No tengo tampoco problemas en aceptar todas las estupideces que se han cometido en aras del progreso científico; finalmente, la ciencia es un quehacer humano y no se halla, por tanto, exenta de los dislates típicos de la especie.

Il Prato Dei Sogni Finiti

Por el festival de los sentidos y la lasitud; por el canto de Sonia Visentin -soprano. Y que esta versión -lo sé- la puse en tiempos en que inicié a escribir en este lugar (y la podría poner otras mil veces más):


CANCIÓN: Slow Rain
ARTISTA: Ataraxia & Autunna et sa Rose (Sonia Visentin)
ÁLBUM: "Odos Eis Ouranon - La Vía Verso il Cielo"
AÑO: 2005



Por permitirme internar en esta tristeza que es dulce, lejos de mi pensar mundanal:


CANCIÓN: Slow Rain (Il Prato Dei Sogni Finiti)
ARTISTA: Autunna et sa Rose
ÁLBUM: “Sous La Robe Bleue”
AÑO: 1996


De Dios y las religiones

Yo, por supuesto, no puedo postular la existencia de una entidad metafísica y/o trascendente a partir de la cual se originó este Universo. La exuberante belleza que el Universo exhibe y su aparente perfección no me dan derecho a afirmar que, ergo, tiene que haber detrás de esto un creador, un hacedor. Ése es un argumento que rechazo con toda virulencia, me parece pueril, deshonesto. Ahora que, en honor a esa misma honestidad, tampoco puedo hacer lo contrario, esto es, refutar la existencia de tal hipotético hacedor. La verdad, verdad es que yo no puedo hacer nada al respecto y tampoco es que me interese. Personalmente, me inclino por el no: no sé si haya una lógica universal que lo demuestre; la mía dice que no. Además, ocurre que yo he encontrado muchísimas cosas de gran belleza en mi universo local, en mi microcosmos que demandan de toda mi atención como para meterme en el vericueto –inútil para mí- de demostrar o refutar la existencia de tal entidad. Cierro mi argumento –y ello no quiere decir que sea no rebatible- con las siguientes palabras de Bertrand Russell: “Me parece, fundamentalmente, deshonesto y dañino para la integridad intelectual creer en algo sólo porque te beneficia y porque pienses que es verdad.”

Ahora bien, el que el problema de Dios y las religiones haya dejado de serlo hace mucho tiempo para mí, no significa que sea un tema al que uso eludir. No puedo, ni querría. No puedo por mi inherente tendencia a pensar; no quiero porque con toda claridad –y eso no me exime de tener fallos- he establecido un compromiso ético para con mis semejantes, para con el mundo en el que me desenvuelvo y, sí, consciente de todas las broncas que el tema le ha acarreado al hombre y le sigue acarreando –muchas veces como subterfugio-, tengo, entonces, una opinión, asumo una postura.

El tema es extensísimo y nos reclama de profundo conocimiento. Pero la parte del asunto que voy a abordar aquí no te exige ser un erudito, sólo exige un poco de sentido común y una pizca de inteligencia. Por otra parte, tratados sobre religiones –los de Mircea Eliade, por ejemplo- pululan por doquier en estanterías de bibliotecas y librerías como para, con toda confianza, podamos coger uno de esos y empaparnos mejor del tema (ya un día escribiré mi propio tratado, yo que oso incursionar en todos los temas).

Decía entonces que yo me quiero centrar en un aspecto del asunto que, más o menos todos -sin mayor problema- podemos fácilmente analizar. Quiero hablar de los separatismos que genera entre humanos el que unos crean y otros no; el que unos se hagan llamar creyentes y otros se reconozcan ateos. Quiero hablar, en suma, de la necesidad del hombre de fijar una postura frente al asunto, pero –sobre todo- de la necesidad de hacerle saber al otro dicha postura y –con ello- destilar –a veces, no siempre- una cierta e innecesaria dosis de desprecio.

Como ya dije, las escisiones que se han generado entre naciones, pueblos o sociedades a causa de la religión son, más bien, de tipo político y la religión –como lo puede ser cualquier otro asunto que azuce fanatismos- ha sido un buen pretexto para hacer cuajar dichas rupturas. Pero de lo que yo quiero hablar ahora opera más a nivel, digamos, humano y –seguro- variadas corrientes psicológicas tienen su modo de explicarlo. A mí me vino la necesidad de hablar de esto aquí, tras haber sido testigo de algunas grescas entre humanos a causa del asunto; de cómo es lamentable ver a humanos suspirar constreñidos al sentirse despreciados por o creer o no creer o, más precisamente, por asumir creer o por asumir lo contrario. En realidad, se trata de un problema particular de un caso más general. El caso en que los humanos elegimos algo y creemos que nuestra elección es la correcta o la verdadera y, después, pensamos o creemos que la elección del otro –opuesta a la nuestra- debe no serlo o no lo es y, entonces, no contentos con haber hecho nuestra elección –y apreciar esa libertad- poder llegar a minusvalorar al otro a causa de la suya. Claro que aquí el asunto es delicado porque la elección de creer en un ser al que se le ha llamado Dios es un asunto de fe y, en lo personal, no me parece que la fe sea una vía efectiva o fiable para establecer la factibilidad de algo, la existencia de algo, vaya. Esto, a su vez, me lleva a otro tema complejo, sobre el que he cavilado mucho sin llegar a conclusión alguna, pero sí a comentarios. El tema de cuándo algo es verdad y cuándo no. Y de esto deviene un tema aún más complicado: el de con qué medios podemos establecer la verdad y cuándo y por qué y cómo vamos a decir que algo es verdad o cuándo no.

Bueno, como yo no me siento en posesión de la verdad –porque, además, la verdad no me parece que sea una cosa, sino, a lo sumo, resultado de una convención o un algo sujeto a caducidad- abordaré este último asunto algo tangencialmente y, así, con más tranquilidad, volver después al otro, al tema sustantivo de este post.

Algunos comentarios sobre el tema de “la verdad”

Comenzaré por decir que es bien comprensible que los humanos de hoy día sintamos cierta antipatía ante la mentada “verdad”. Y es que –como se sabe- la historicidad del término –sobre todo, su implicación- está ligada a muchísimos horrores que se han cometido en su nombre. Además, hay muchas confusiones con el concepto. Lo usamos para referirnos a la realidad, a la razón y a la razón moral y muchas veces despotricamos o hablamos a favor, moviéndonos entre estos tres orbitales sin hacer la menor distinción. Antes de aclarar esto hay algo que sí sé y que lamento: lamento que a expensas de las atrocidades que se hayan hecho en su nombre –un intangible, además- se haya optado por los más radicales –y no menos nocivos- relativismos moral y epistemológico. Siento que en este punto hemos perdido el equilibrio y que, en muchos sentidos, este desequilibrio explica mucho de los malestares que hoy padecemos –aunque también de los malestares pasados. Pero, bueno, como bien decía, cuando escucho hablar de “la verdad” o pretendo conocerla, muy lejos de mí se halla la noción de un absoluto o de un inmutable (en posts anteriores he hablado, incluso, de aquello a lo que he llamado “verdades locales”). Cuando yo pienso en “la verdad” pienso en, al menos, dos caminos o formas de establecerla –todavía no conozco otros-, el camino de la razón y el camino de la experiencia y esto para mí no entraña una dicotomía porque creo que “razón” y “experiencia” más bien se complementan, son formas típicas de allegarnos de conocimiento. Pero, también, cuando pienso en “la verdad” pienso en hechos objetivos y verificables y, así, puedo decir cosas como: es verdad que Salvador Allende se quitó la vida o no lo es; es verdad que en el ‘69 llegó un cohete a la Luna o no lo es; es verdad que cualquier persona puede enfermar de cáncer o no lo es; es verdad que en la Segunda Guerra Mundial murieron millones de humanos o no lo es. Luego viene un tema más serio, el de las verdades morales y lo deplorable que es oír decir a alguien, por ejemplo, que una persona es mala porque es gay. Aquí yo quiero decir nada más una cosa. Respeto que haya personas que creyéndose en posesión de un cánon moral trascendente –cuya razón me parece oscurísima, por cierto- o no trascendente, se atrevan a clasificar de buena o mala una cosa; lo que no entiendo es que a causa de dicha clasificación se atrevan a vilipendiar al de al lado. Las opiniones que uno tenga de algo –por muy sustentadas que estén sobre razonamientos lógicos- no tienen por qué derivar en agresión hacia el otro. En lo que a mí concierne, asumo por verdaderos ciertos hechos; también cualifico, hago valoraciones y tomo por ciertos o verdaderos –si a mí me parece que, después de haberlos razonado, lo son y no como sumisión a eso que Fromm llama “Ética autoritaria”- ciertos razonamientos de índole moral a los que se les suele designar con el nombre de preceptos. Dado, entonces, que asumo tener preferencias morales y dado que dichas preferencias son resultado de un ejercicio intelectivo, para mí resulta relativamente natural decir cosas como “asesinar es malo” (salvo que ese asesinar sea en defensa propia o esté razonablemente justificado –habría que discutirlo); también para mí es natural decir cosas como “está mal que personas echen a pelear a perros o gallos para divertirse y/o ganar dinero”  y, en fin, puedo con cierta certidumbre y autoconfianza establecer este tipo de juicios, asumiendo –eso sí- el aluvión de críticas que mis coetáneos, los postmodernos, me hagan y me han hecho ya. ¿Y sobre lo que es bueno? No, allí sí fallo. Yo últimamente ya no sé qué es bueno o qué está bien. Sé qué no debo hacer porque no lo quiero hacer porque mi razón me dice que no lo haga; lamento no saber siempre –en esa misma proporción- que sí quiero hacer, que sí creo que está bien. Este extravío, no sé cuánto me dure, pero así es por ahora. Aunque tengo confianza en una cosa, este pequeño extravío es temporal porque, por encima de muchas cosas, acepto la existencia de una razón humana.

Hay, otra fuente, además de la razón, a través de la cual puede uno aceptar o rechazar como verdaderas ciertas cosas. Se trata de la vía de la experiencia; vía que –no más que la razón- es causa de sospechas. Justo uno de los argumentos clásicos que esgrimen los relativistas para establecer como igualmente válidas las diferentes verdades, apreciaciones y/o valoraciones que hacemos o establecemos las personas, tiene que ver con el grado de distorsión, con el ruido –diría un físico o algún aficionado a las series de Fourier- asociado a la información –recogida de la realidad- que entra a nuestras mentes. Es decir, si con los órganos de los sentidos aprehendo la realidad que me es objetiva, ¿cómo garantizo que asociados a esos sentidos no existe una especie de cedazo sensorial que pasa la información filtrada, incompleta –aunque éste es un relativismo de tipo subjetivista? O, en el caso de las verdades resultado de la razón, trasladar el problema al problema de validar la razón. Por supuesto, no puedo más que divergir con los postulados relativistas; aunque le valoro infinitamente una bondad que no tienen las posturas absolutizantes: el relativismo se desecha a sí mismo o, equivalentemente, el relativismo acepta su antagónico porque, si todas las valoraciones o verdades son igualmente válidas, entonces, la negación de dicho enunciado también lo es. Diré, entonces, que el relativismo es completo.

Hasta aquí con el tema de la verdad, pero antes, quiero recomendar este post y este otro que, sobre el asunto, se publicaran allá en “Escéptica” por los meses de agosto/septiembre. Me gustó mucho lo dicho allá, muy moderado, muy razonable, y mucho más abierto frente a lo que pueda decir yo misma.

Retornando al tema central

Bien, habiendo dicho que acepto por verdadero aquello que resulta de un ejercicio intelectivo –y si no puedo validar a la razón, cualquier alegato es inútil ya o no lo es y, por tanto, prosigo- y habiendo también convenido en aceptar por verdadero aquello que resulta de ciertos ejercicios experimentales (hablo de las verdades de la ciencia, aquellas verdades resultantes de la aplicación del método científico y que se trata, por tanto, de verdades falibles), entonces acepto también que la cuestión de la existencia de un dios, de la verdad de dicha aseveración puede ser zanjada desde ambas perspectivas –y si fuera relativista tendría que aceptar sin problemas que es bien válido decir que Dios existe lo mismo que decir lo contrario.

Desde la perspectiva de la lógica no tengo yo ningún razonamiento que demuestre la existencia de Dios; menos, uno que lo refute (aunque sé de varios que han construido uno y otro argumentos). Desde la perspectiva de la experiencia sensible –allí sí- puedo tranquilamente decir que la afirmación “Dios existe” me parece aventurada, especulativa y carente de todo sustento pues, hasta el momento, el humano no ha podido mostrar experimentalmente su existencia. Claro que –como muchos argumentan- el que hasta ahora no haya podido ser demostrada la existencia de Dios no quiere decir, por necesidad, que no exista y yo, naturalmente, estoy muy de acuerdo en aceptar ese argumento. Que no haya sido demostrada su existencia, hasta ahora, no quiere decir que no exista, pero –con mayor razón- no quiere decir que sí exista. Pero, además, quien hasta ahora me haya seguido tendría que haberse dado cuenta ya que el que yo no acepte por cierto o verdadero el enunciado “Dios Existe” nade dice sobre el valor de verdad que le asigno al enunciado contrario, “Dios no existe”. Como decía al inicio, en honor a una cierta honestidad intelectual a la que yo apelo, no acepto como verdadero ninguno de dichos enunciados y, claro, tampoco los tomo como falsos. Yo ahora no puedo saber. Lo que sí puedo hacer –y lo hago- es anticiparme un poco, tomar los datos que me brinda la experiencia personal, tomar datos científicos, aplicarles mi razón y llegar a una conclusión que, a fin de cuentas, no sería más que de índole especulativo –aunque todavía no entiendo por qué esto se tendría qué resolver en un hipotético futuro y no ahora; por qué Dios anda escondido ahora en el presente y, algún día, en un futuro, se nos aparecerá; tampoco entiendo, si Dios es omnipotente y omnipresente y omnisciente como se pretende, por qué tendrían que ser, entonces, tan sofisticados los aditamentos que nos permitirán un día detectarlo. A lo que es más, yo no entiendo todavía qué sería, qué vendría a ser Dios y, quizá por ello, es un tema que no me causa tanto malestar. Quizá los que nos declaramos ateístas o agnósticos, en realidad, no nos hemos tomado la molestia de entender qué hay detrás de la fe de un creyente, qué es exactamente o cómo es exactamente aquello en lo que creen. Puede ser.

Bueno, como este post ya está muy cansado –yo sí ya me cansé de escribir, que no de divagar- trataré de cerrarlo ya.

Finalmente lo que quiero decir –que ya lo dije-, es que ansío mucho que, más allá de nuestras creencias personales, de si aceptamos o no a un Dios, de si nos concebimos ateos o agnósticos o escépticos, no nos tomemos el atrevimiento de subestimar el intelecto del otro a partir de sus convicciones sobre el asunto. Yo, como declaradamente se ve, rechazo la idea de una entidad metafísica hacedora del Universo, etcétera, etcétera. Yo, una vez, charlé con un amigo muy inteligente –ingeniero- que, además, era o es creyente. Al final de la charla, me sentí como vapuleada. Mi amigo me espetó ostentar una arrogancia y ego colosales que me impedían aceptar con humildad la idea de un ser superior a mí. La verdad, mi amigo se equivocaba; sí que tengo un ego y arrogancia colosales –pero eso sólo es una parte de mí-, pero tengo más -mucho más- el genuino deseo de aprender, de rectificar mis errores, de aceptar que puedo –como lo hago cientos de veces- equivocarme y, sobre todo, tengo el ingente deseo de saber, de conocer. Es ese motivo y no otro el que me ha llevado a reflexionar sobre el tema y a declararme mezcla de agnóstica/atea y, alguna vez –quizá ante la contemplación del mar o del cerúleo- panteísta, pero esto último -más bien- exaltada. Francamente, no me hallo en calidad de saber si existe o no un Dios. Mi razón -la mía- me dice que no. Pero ésa es mi conclusión y todavía no tengo cómo validar que es la mejor conclusión posible. Mi conclusión, por otra parte, jamás me llevaría a rechazar o dejar de ser amiga o tener algún vínculo con quienes sí creen en un Dios. Y la verdad es que yo estoy más bien rodeada de pura gente que sí cree, gente, por cierto, de exquisita catadura. Claro, tengo mi terna de amigos ateos que, dada su cepa, no podría esperarse otra cosa. Gente inteligente, hermosa, con la que me entiendo mejor sobre estos temas y ya.

Termino con las palabras de uno que es uno de mis Russell´s favoritos, el de “Religión y Ciencia”; palabras con las que, fundamentalmente, creo sentirme identificada:

“Si la emoción mística se libera de creencias no garantizadas y no es tan abrumadora que arranque al hombre enteramente de los negocios ordinarios de la vida, puede dar algo de gran valor: la misma cosa, aunque de una forma exaltada, que es dada por la contemplación. El aliento, la calma y la profundidad puede tener su fuente en esta emoción, en la que, por el momento, todo deseo centrado en sí mismo está muerto, y la mente llega a ser un espejo de la vastedad del Universo. Los que han tenido esta experiencia y creen que está vinculada inevitablemente con aserciones sobre la naturaleza del Universo naturalmente se aferran a estas aserciones. Yo creo que las aserciones son inesenciales y que no hay razón para creerlas verdaderas. No puedo admitir ningún método para llegar a la verdad, excepto el de la ciencia, pero en el reino de las emociones no niego el valor de experiencias que han dado nacimiento a la religión. En virtud de su asociación con creencias falsas, han producido tanto mal como bien; libres de esta asociación puede esperarse que solamente quede el bien.” 

Existe

Existe, fuera de ti.

Es criatura áurea y porta un nimbo.
En sus pensamientos lleva algo de los tuyos.
Y también es cierto el estamento inverso.
Existe, fuera de ti,
Pero también dentro.
Y lo de dentro lo administras tú.
Y existe, existe, existe.
Ésa es tu gran conmoción.
Saber que existe.
Y saber cuánto pesa en ti,
cuánto influye, cómo le ponderas.
Más allá de ti, tú sabes.
Pero esto que existe, esto que es para ti tu gran fuerza,
lo que te impulsa, de donde tomas aliento, vigor,
materia para tejer sueños…
Esto que existe, que cobra realidad más allá y dentro de la tuya,
Que hace pasar por tu esófago –ráfaga de fuego- el torrente completo de tu sangre,
Esto que existe, que es por lo que vuelves a tu risco porque has estado allí siempre
divisando su llegada…
Esto que existe, decía, tiene esta cosa dentro que le enferma, que le atrofia algo del alma y le cercena fuerzas.
Pero esto que existe, así, lo quieres tú.
Y no podrás gritarlo a pulmón, ni proferirlo meridianamente, pero sí musitarlo de aquí hasta a la llegada del polvo de las rocas tras el paso incontinente del agua,
Aun cuando no te escuche o sea alterado por el viento en su ondulatorio propagar.
Y lo que va allí es un: “seguiré divisándote, cometa, que viajas por mi cielo para, eventualmente, volver. Y sí, allí estaré –siempre- como el primer día”;
 ¡Qué hermoso que existas y llorar, conmovida, pensando en ti y en cuánto te amo, doquiera que andes!

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