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De Dios y las religiones

Yo, por supuesto, no puedo postular la existencia de una entidad metafísica y/o trascendente a partir de la cual se originó este Universo. La exuberante belleza que el Universo exhibe y su aparente perfección no me dan derecho a afirmar que, ergo, tiene que haber detrás de esto un creador, un hacedor. Ése es un argumento que rechazo con toda virulencia, me parece pueril, deshonesto. Ahora que, en honor a esa misma honestidad, tampoco puedo hacer lo contrario, esto es, refutar la existencia de tal hipotético hacedor. La verdad, verdad es que yo no puedo hacer nada al respecto y tampoco es que me interese. Personalmente, me inclino por el no: no sé si haya una lógica universal que lo demuestre; la mía dice que no. Además, ocurre que yo he encontrado muchísimas cosas de gran belleza en mi universo local, en mi microcosmos que demandan de toda mi atención como para meterme en el vericueto –inútil para mí- de demostrar o refutar la existencia de tal entidad. Cierro mi argumento –y ello no quiere decir que sea no rebatible- con las siguientes palabras de Bertrand Russell: “Me parece, fundamentalmente, deshonesto y dañino para la integridad intelectual creer en algo sólo porque te beneficia y porque pienses que es verdad.”

Ahora bien, el que el problema de Dios y las religiones haya dejado de serlo hace mucho tiempo para mí, no significa que sea un tema al que uso eludir. No puedo, ni querría. No puedo por mi inherente tendencia a pensar; no quiero porque con toda claridad –y eso no me exime de tener fallos- he establecido un compromiso ético para con mis semejantes, para con el mundo en el que me desenvuelvo y, sí, consciente de todas las broncas que el tema le ha acarreado al hombre y le sigue acarreando –muchas veces como subterfugio-, tengo, entonces, una opinión, asumo una postura.

El tema es extensísimo y nos reclama de profundo conocimiento. Pero la parte del asunto que voy a abordar aquí no te exige ser un erudito, sólo exige un poco de sentido común y una pizca de inteligencia. Por otra parte, tratados sobre religiones –los de Mircea Eliade, por ejemplo- pululan por doquier en estanterías de bibliotecas y librerías como para, con toda confianza, podamos coger uno de esos y empaparnos mejor del tema (ya un día escribiré mi propio tratado, yo que oso incursionar en todos los temas).

Decía entonces que yo me quiero centrar en un aspecto del asunto que, más o menos todos -sin mayor problema- podemos fácilmente analizar. Quiero hablar de los separatismos que genera entre humanos el que unos crean y otros no; el que unos se hagan llamar creyentes y otros se reconozcan ateos. Quiero hablar, en suma, de la necesidad del hombre de fijar una postura frente al asunto, pero –sobre todo- de la necesidad de hacerle saber al otro dicha postura y –con ello- destilar –a veces, no siempre- una cierta e innecesaria dosis de desprecio.

Como ya dije, las escisiones que se han generado entre naciones, pueblos o sociedades a causa de la religión son, más bien, de tipo político y la religión –como lo puede ser cualquier otro asunto que azuce fanatismos- ha sido un buen pretexto para hacer cuajar dichas rupturas. Pero de lo que yo quiero hablar ahora opera más a nivel, digamos, humano y –seguro- variadas corrientes psicológicas tienen su modo de explicarlo. A mí me vino la necesidad de hablar de esto aquí, tras haber sido testigo de algunas grescas entre humanos a causa del asunto; de cómo es lamentable ver a humanos suspirar constreñidos al sentirse despreciados por o creer o no creer o, más precisamente, por asumir creer o por asumir lo contrario. En realidad, se trata de un problema particular de un caso más general. El caso en que los humanos elegimos algo y creemos que nuestra elección es la correcta o la verdadera y, después, pensamos o creemos que la elección del otro –opuesta a la nuestra- debe no serlo o no lo es y, entonces, no contentos con haber hecho nuestra elección –y apreciar esa libertad- poder llegar a minusvalorar al otro a causa de la suya. Claro que aquí el asunto es delicado porque la elección de creer en un ser al que se le ha llamado Dios es un asunto de fe y, en lo personal, no me parece que la fe sea una vía efectiva o fiable para establecer la factibilidad de algo, la existencia de algo, vaya. Esto, a su vez, me lleva a otro tema complejo, sobre el que he cavilado mucho sin llegar a conclusión alguna, pero sí a comentarios. El tema de cuándo algo es verdad y cuándo no. Y de esto deviene un tema aún más complicado: el de con qué medios podemos establecer la verdad y cuándo y por qué y cómo vamos a decir que algo es verdad o cuándo no.

Bueno, como yo no me siento en posesión de la verdad –porque, además, la verdad no me parece que sea una cosa, sino, a lo sumo, resultado de una convención o un algo sujeto a caducidad- abordaré este último asunto algo tangencialmente y, así, con más tranquilidad, volver después al otro, al tema sustantivo de este post.

Algunos comentarios sobre el tema de “la verdad”

Comenzaré por decir que es bien comprensible que los humanos de hoy día sintamos cierta antipatía ante la mentada “verdad”. Y es que –como se sabe- la historicidad del término –sobre todo, su implicación- está ligada a muchísimos horrores que se han cometido en su nombre. Además, hay muchas confusiones con el concepto. Lo usamos para referirnos a la realidad, a la razón y a la razón moral y muchas veces despotricamos o hablamos a favor, moviéndonos entre estos tres orbitales sin hacer la menor distinción. Antes de aclarar esto hay algo que sí sé y que lamento: lamento que a expensas de las atrocidades que se hayan hecho en su nombre –un intangible, además- se haya optado por los más radicales –y no menos nocivos- relativismos moral y epistemológico. Siento que en este punto hemos perdido el equilibrio y que, en muchos sentidos, este desequilibrio explica mucho de los malestares que hoy padecemos –aunque también de los malestares pasados. Pero, bueno, como bien decía, cuando escucho hablar de “la verdad” o pretendo conocerla, muy lejos de mí se halla la noción de un absoluto o de un inmutable (en posts anteriores he hablado, incluso, de aquello a lo que he llamado “verdades locales”). Cuando yo pienso en “la verdad” pienso en, al menos, dos caminos o formas de establecerla –todavía no conozco otros-, el camino de la razón y el camino de la experiencia y esto para mí no entraña una dicotomía porque creo que “razón” y “experiencia” más bien se complementan, son formas típicas de allegarnos de conocimiento. Pero, también, cuando pienso en “la verdad” pienso en hechos objetivos y verificables y, así, puedo decir cosas como: es verdad que Salvador Allende se quitó la vida o no lo es; es verdad que en el ‘69 llegó un cohete a la Luna o no lo es; es verdad que cualquier persona puede enfermar de cáncer o no lo es; es verdad que en la Segunda Guerra Mundial murieron millones de humanos o no lo es. Luego viene un tema más serio, el de las verdades morales y lo deplorable que es oír decir a alguien, por ejemplo, que una persona es mala porque es gay. Aquí yo quiero decir nada más una cosa. Respeto que haya personas que creyéndose en posesión de un cánon moral trascendente –cuya razón me parece oscurísima, por cierto- o no trascendente, se atrevan a clasificar de buena o mala una cosa; lo que no entiendo es que a causa de dicha clasificación se atrevan a vilipendiar al de al lado. Las opiniones que uno tenga de algo –por muy sustentadas que estén sobre razonamientos lógicos- no tienen por qué derivar en agresión hacia el otro. En lo que a mí concierne, asumo por verdaderos ciertos hechos; también cualifico, hago valoraciones y tomo por ciertos o verdaderos –si a mí me parece que, después de haberlos razonado, lo son y no como sumisión a eso que Fromm llama “Ética autoritaria”- ciertos razonamientos de índole moral a los que se les suele designar con el nombre de preceptos. Dado, entonces, que asumo tener preferencias morales y dado que dichas preferencias son resultado de un ejercicio intelectivo, para mí resulta relativamente natural decir cosas como “asesinar es malo” (salvo que ese asesinar sea en defensa propia o esté razonablemente justificado –habría que discutirlo); también para mí es natural decir cosas como “está mal que personas echen a pelear a perros o gallos para divertirse y/o ganar dinero”  y, en fin, puedo con cierta certidumbre y autoconfianza establecer este tipo de juicios, asumiendo –eso sí- el aluvión de críticas que mis coetáneos, los postmodernos, me hagan y me han hecho ya. ¿Y sobre lo que es bueno? No, allí sí fallo. Yo últimamente ya no sé qué es bueno o qué está bien. Sé qué no debo hacer porque no lo quiero hacer porque mi razón me dice que no lo haga; lamento no saber siempre –en esa misma proporción- que sí quiero hacer, que sí creo que está bien. Este extravío, no sé cuánto me dure, pero así es por ahora. Aunque tengo confianza en una cosa, este pequeño extravío es temporal porque, por encima de muchas cosas, acepto la existencia de una razón humana.

Hay, otra fuente, además de la razón, a través de la cual puede uno aceptar o rechazar como verdaderas ciertas cosas. Se trata de la vía de la experiencia; vía que –no más que la razón- es causa de sospechas. Justo uno de los argumentos clásicos que esgrimen los relativistas para establecer como igualmente válidas las diferentes verdades, apreciaciones y/o valoraciones que hacemos o establecemos las personas, tiene que ver con el grado de distorsión, con el ruido –diría un físico o algún aficionado a las series de Fourier- asociado a la información –recogida de la realidad- que entra a nuestras mentes. Es decir, si con los órganos de los sentidos aprehendo la realidad que me es objetiva, ¿cómo garantizo que asociados a esos sentidos no existe una especie de cedazo sensorial que pasa la información filtrada, incompleta –aunque éste es un relativismo de tipo subjetivista? O, en el caso de las verdades resultado de la razón, trasladar el problema al problema de validar la razón. Por supuesto, no puedo más que divergir con los postulados relativistas; aunque le valoro infinitamente una bondad que no tienen las posturas absolutizantes: el relativismo se desecha a sí mismo o, equivalentemente, el relativismo acepta su antagónico porque, si todas las valoraciones o verdades son igualmente válidas, entonces, la negación de dicho enunciado también lo es. Diré, entonces, que el relativismo es completo.

Hasta aquí con el tema de la verdad, pero antes, quiero recomendar este post y este otro que, sobre el asunto, se publicaran allá en “Escéptica” por los meses de agosto/septiembre. Me gustó mucho lo dicho allá, muy moderado, muy razonable, y mucho más abierto frente a lo que pueda decir yo misma.

Retornando al tema central

Bien, habiendo dicho que acepto por verdadero aquello que resulta de un ejercicio intelectivo –y si no puedo validar a la razón, cualquier alegato es inútil ya o no lo es y, por tanto, prosigo- y habiendo también convenido en aceptar por verdadero aquello que resulta de ciertos ejercicios experimentales (hablo de las verdades de la ciencia, aquellas verdades resultantes de la aplicación del método científico y que se trata, por tanto, de verdades falibles), entonces acepto también que la cuestión de la existencia de un dios, de la verdad de dicha aseveración puede ser zanjada desde ambas perspectivas –y si fuera relativista tendría que aceptar sin problemas que es bien válido decir que Dios existe lo mismo que decir lo contrario.

Desde la perspectiva de la lógica no tengo yo ningún razonamiento que demuestre la existencia de Dios; menos, uno que lo refute (aunque sé de varios que han construido uno y otro argumentos). Desde la perspectiva de la experiencia sensible –allí sí- puedo tranquilamente decir que la afirmación “Dios existe” me parece aventurada, especulativa y carente de todo sustento pues, hasta el momento, el humano no ha podido mostrar experimentalmente su existencia. Claro que –como muchos argumentan- el que hasta ahora no haya podido ser demostrada la existencia de Dios no quiere decir, por necesidad, que no exista y yo, naturalmente, estoy muy de acuerdo en aceptar ese argumento. Que no haya sido demostrada su existencia, hasta ahora, no quiere decir que no exista, pero –con mayor razón- no quiere decir que sí exista. Pero, además, quien hasta ahora me haya seguido tendría que haberse dado cuenta ya que el que yo no acepte por cierto o verdadero el enunciado “Dios Existe” nade dice sobre el valor de verdad que le asigno al enunciado contrario, “Dios no existe”. Como decía al inicio, en honor a una cierta honestidad intelectual a la que yo apelo, no acepto como verdadero ninguno de dichos enunciados y, claro, tampoco los tomo como falsos. Yo ahora no puedo saber. Lo que sí puedo hacer –y lo hago- es anticiparme un poco, tomar los datos que me brinda la experiencia personal, tomar datos científicos, aplicarles mi razón y llegar a una conclusión que, a fin de cuentas, no sería más que de índole especulativo –aunque todavía no entiendo por qué esto se tendría qué resolver en un hipotético futuro y no ahora; por qué Dios anda escondido ahora en el presente y, algún día, en un futuro, se nos aparecerá; tampoco entiendo, si Dios es omnipotente y omnipresente y omnisciente como se pretende, por qué tendrían que ser, entonces, tan sofisticados los aditamentos que nos permitirán un día detectarlo. A lo que es más, yo no entiendo todavía qué sería, qué vendría a ser Dios y, quizá por ello, es un tema que no me causa tanto malestar. Quizá los que nos declaramos ateístas o agnósticos, en realidad, no nos hemos tomado la molestia de entender qué hay detrás de la fe de un creyente, qué es exactamente o cómo es exactamente aquello en lo que creen. Puede ser.

Bueno, como este post ya está muy cansado –yo sí ya me cansé de escribir, que no de divagar- trataré de cerrarlo ya.

Finalmente lo que quiero decir –que ya lo dije-, es que ansío mucho que, más allá de nuestras creencias personales, de si aceptamos o no a un Dios, de si nos concebimos ateos o agnósticos o escépticos, no nos tomemos el atrevimiento de subestimar el intelecto del otro a partir de sus convicciones sobre el asunto. Yo, como declaradamente se ve, rechazo la idea de una entidad metafísica hacedora del Universo, etcétera, etcétera. Yo, una vez, charlé con un amigo muy inteligente –ingeniero- que, además, era o es creyente. Al final de la charla, me sentí como vapuleada. Mi amigo me espetó ostentar una arrogancia y ego colosales que me impedían aceptar con humildad la idea de un ser superior a mí. La verdad, mi amigo se equivocaba; sí que tengo un ego y arrogancia colosales –pero eso sólo es una parte de mí-, pero tengo más -mucho más- el genuino deseo de aprender, de rectificar mis errores, de aceptar que puedo –como lo hago cientos de veces- equivocarme y, sobre todo, tengo el ingente deseo de saber, de conocer. Es ese motivo y no otro el que me ha llevado a reflexionar sobre el tema y a declararme mezcla de agnóstica/atea y, alguna vez –quizá ante la contemplación del mar o del cerúleo- panteísta, pero esto último -más bien- exaltada. Francamente, no me hallo en calidad de saber si existe o no un Dios. Mi razón -la mía- me dice que no. Pero ésa es mi conclusión y todavía no tengo cómo validar que es la mejor conclusión posible. Mi conclusión, por otra parte, jamás me llevaría a rechazar o dejar de ser amiga o tener algún vínculo con quienes sí creen en un Dios. Y la verdad es que yo estoy más bien rodeada de pura gente que sí cree, gente, por cierto, de exquisita catadura. Claro, tengo mi terna de amigos ateos que, dada su cepa, no podría esperarse otra cosa. Gente inteligente, hermosa, con la que me entiendo mejor sobre estos temas y ya.

Termino con las palabras de uno que es uno de mis Russell´s favoritos, el de “Religión y Ciencia”; palabras con las que, fundamentalmente, creo sentirme identificada:

“Si la emoción mística se libera de creencias no garantizadas y no es tan abrumadora que arranque al hombre enteramente de los negocios ordinarios de la vida, puede dar algo de gran valor: la misma cosa, aunque de una forma exaltada, que es dada por la contemplación. El aliento, la calma y la profundidad puede tener su fuente en esta emoción, en la que, por el momento, todo deseo centrado en sí mismo está muerto, y la mente llega a ser un espejo de la vastedad del Universo. Los que han tenido esta experiencia y creen que está vinculada inevitablemente con aserciones sobre la naturaleza del Universo naturalmente se aferran a estas aserciones. Yo creo que las aserciones son inesenciales y que no hay razón para creerlas verdaderas. No puedo admitir ningún método para llegar a la verdad, excepto el de la ciencia, pero en el reino de las emociones no niego el valor de experiencias que han dado nacimiento a la religión. En virtud de su asociación con creencias falsas, han producido tanto mal como bien; libres de esta asociación puede esperarse que solamente quede el bien.” 

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