Honduras... Ecuador... una llamada para América Latina
viernes, 1 de octubre de 2010 by Eleutheria Lekona
Gian Carlo Delgado-Ramos (1) y Silvina María Romano (2)
Rebelión
1 Octubre de 2010.
América Latina (AL) es un espacio territorial estratégico para Estados Unidos (EE.UU.). Esto es: como reserva de recursos, como espacio receptor de inversiones, así como región exportadora de excedentes (i.e. retorno de ganancias, pago de regalías o de intereses por concepto de empréstitos). Es parte de un esquema expoliador y subordinante, sólo posible con el aval de los grupos de poder local, y que desgarra crecientemente el tejido social. La polarización de la riqueza, el despojo, privatización, desnacionalización y erosión de los bienes de las naciones (que son de los pueblos), y en general la tendencia creciente de condenar a una gran parte de la población a la miseria o la muerte, genera un abanico de reacciones sociopolíticas que figuran como potenciales amenazas al fluido curso de “los negocios” de EE.UU. y sus “socios” locales.
Esto lleva a la creciente criminalización de la pobreza y represión de la protesta al asociar los movimientos sociales con figuras que “requieren” la intervención de la fuerza del Estado, situación que habilita la eventual injerencia de EE.UU. bajo el argumento de asegurar sus inversiones y otros intereses, como los de sus “socios” menores. Nos referimos al uso de figuras como el comunismo (en su momento), el terrorismo o la narco-insurgencia. Así, mientras el grueso de Estados nación latinoamericanos promueve políticas que favorecen principalmente los intereses de ciertos grupos de poder, al mismo tiempo se observa necesaria la actuación de la fuerza del Estado para generar un orden ante la agresión que tales políticas implican para con los pueblos.
La variable del “orden interno”, ante el despojo y saqueo, es pues permanentemente necesaria y así se puede identificar en el discurso-acción de EE.UU. El Plan Colombia (PC) y la Iniciativa Mérida (IM) son casos paradigmáticos, pero no aislados, de la interferencia de EE.UU. en AL, que a los fines de garantizar su “seguridad nacional”, léase sus intereses socioeconómicos y geopolíticos, promueve mecanismos ad hoc de “orden interno” en la región. Se trata de un escenario que coloca de modo creciente a las fuerzas armadas locales, en alianza con EE.UU., como gestores del “orden interno”, facilitando o estimulando la militarización y paramilitarización e incluso las prácticas de terrorismo de Estado.
Aún más, como es reconocido desde la Doctrina Monroe (1823) y el corolario de Polk (1848)(3) , el carácter estratégico de AL, “obliga” a ese país a contener cualquier intento de construcción de proyectos alternativos a lo largo y ancho de la región, pero sobre todo a aquéllos que aboguen por la integración latinoamericana independiente. Es por tanto imperiosa una continua ofensiva contra los gobiernos alternativos puesto que no siguen al pie de la letra los lineamientos establecidos para la región; ello más allá de sus propias limitaciones. Así, al mantener importantes tensiones con EE.UU., su mera existencia es una amenaza para los intereses hegemónicos y oligárquicos.
La ofensiva puede ser más o menos visible. Uno de los mecanismos de desarticulación regional e interna de ese tipo de gobiernos latinoamericanos ha sido y es promover la confrontación entre distintos actores locales, en especial entre el gobierno alternativo y el empresariado (la “oligarquía” empresarial local), las fuerzas militares y de seguridad, así como los paramilitares y otras figuras “informales”. Con el apoyo activo “desde adentro” de ésos últimos, la resolución final típica de este tipo de proceder es bien conocida: la instauración de gobiernos ad hoc ilegítimos (y que bien pueden ser “legales” por medio de investiduras de democracia formal que carecen del apoyo de los pueblos) o inclusive el impulso de golpes de estado cívico–militares.
La construcción de proyectos alternativos, aunada a la profundización de la actual crisis económica mundial (que lastima las condiciones socioeconómicas de la región y por tanto dificulta la profundización de la explotación y entonces de acumulación-transferencia de capital), erosionan el poder de la oligarquía local y la fuerza de injerencia de EE.UU. y otros actores metropolitanos en AL; de ahí que haya un interés mutuo. En este panorama, el “orden interno” se convierte en hilo conductor en que tanto catalizador de la estabilización o la desestabilización, según corresponda. En el caso de los gobiernos subordinados, se opera estabilizando el statu quo de los grupos de poder (y del Estado que los representa y del cual forman parte) y desestabilizando a las clases sociales explotadas, al orillarlas a la miseria y explotación creciente e hipotecando su futuro. En cambio, cuando se trata de gobiernos alternativos, la dinámica es al revés. Cuando los pueblos se encuentran representados en mayor medida por determinados gobiernos, entonces el objetivo es desestabilizar estos gobiernos para estabilizar los intereses de los viejos grupos de poder (colóquese aquí el uso de la política de “dos fases”).(4) En ambas modalidades de funcionamiento de lo que calificamos como modelo de estabilización – desestabilización, la alianza entre las oligarquías locales y los intereses extranjeros aparece como algo “natural” (en tanto está enraizado en los procesos de construcción y consolidación de los propios Estados nacionales de AL). Los instrumentos para lograrlo son múltiples, desde el uso de los medios de (des)información, hasta operativos encubiertos.
Honduras primero y ahora Ecuador no pueden verse más que como un fuerte llamado de atención a los pueblos latinoamericanos para construir el tejido social y la articulación necesaria para enfrentar esta situación tan compleja.
Plataformas de proyección de dinámicas de estabilización-desestabilización: Plan Colombia e Iniciativa Mérida.
El Plan Colombia (PC) y su continuación el Plan Patriota (PP), así como la Iniciativa Mérida (IM) en sinergia con la Alianza para la Seguridad y la Prosperidad de América del Norte (ASPAN) no son un objetivo en sí mismos, sino que constituyen un medio más para garantizar los intereses del sector privado y del gobierno de EE.UU. y de sus “socios” menores locales, proceso que en los hechos toma forma en una compleja y peligrosa dinámica de estabilidad – inestabilidad.
El PC tuvo desde sus inicios como uno de sus ejes clave la “transformación” y “modernización” de las fuerzas armadas y policíacas para combatir la guerra interna (con las FARC y el ELN), a fin de lograr un cambio en la correlación de fuerzas con la guerrilla, situación que se sostiene para poder mantener el control de territorios estratégicos por parte de los diferentes actores y sus intereses. Con el PP se consolidan nuevas tareas para el control del territorio colombiano, y para lograr una mayor proyección hacia los países vecinos, colocando entre 14.000 y 17.000 hombres en toda la zona selvática, especialmente en la región fronteriza del sur (Ecuador) y de oriente (Venezuela), bajo la modalidad de despliegue rápido; una forma de bajo perfil impulsada por EE.UU. que es parte de lo que el Pentágono denomina como una “nueva arquitectura militar” (Delgado, 2010).
En el marco de la IM, la modernización de las fuerzas armadas tiene por objeto ganar la correlación de fuerzas contra el “narcotráfico” o el “crimen organizado”, enemigos difusos que ahora se han aglutinado bajo la etiqueta de “narco-insurgencia”. En este tenor es útil recordar que la doctrina estadounidense de “contrainsurgencia”, especialmente en AL, constituyó un componente esencial de la Doctrina de Seguridad Nacional, al definir la insurgencia como: “el uso sistemático de la violencia para desestabilizar el orden social y político establecido” (US Department of State. Foreign Relations. 1964-1968. Vol XXXI. Doc. 38). Eximiendo de tal definición “…los golpes de Estado perpetrados por militares, el vandalismo y los desórdenes espontáneos” (Ibid).
Lo anterior es importante puesto que tal entendimiento permite debilitar gobiernos alternativos en funciones, criminalizar la resistencia social y atender la ocupación de territorios de alta prioridad. Y si bien no se pretende decir que la IM (o el PC/PP) tienen como fin exclusivo promover un contexto de control social, ciertamente contribuyen a ello. México acumula más de 23.000 muertos asociados a operativos antinarcóticos pero que incluyen muertes de inocentes (Finnegan, 2010), al tiempo que se perfila como el país más peligroso del mundo para los defensores de los derechos humanos, movimientos sociales y periodistas. Lo llamativo es que en la ola de violencia han aumentado los asesinatos de líderes sociales opositores a procesos de despojo y de extractivismo sin control.
El eufemismo del negocio de las armas y de la conservación de un escenario ad hoc estable–inestable es nítidamente observado por el Departamento Nacional de Planeación de Colombia al precisar que: “…la seguridad estimula la inversión y ésta, con responsabilidad social, permite avanzar en la superación de la pobreza y la construcción de equidad”. Y especifica prioridades a partir de lo que la Escuela Superior de Guerra (2009) denomina como “circulo virtuoso de la seguridad”: 1) Inversión y seguridad; 2) confianza y estabilidad; 3) inversión privada; 4) crecimiento económico; 5) impuestos e inversión social; 6) bienestar social y satisfacción de necesidades. Desde esta óptica, se considera entonces que un orden seguro es un orden “democrático” capaz de garantizar la estabilidad del mercado (Loveman, 2006). Esto es que lo que importa, la seguridad del mercado y no la de los pueblos.
La injerencia en materia de seguridad y orden interno por parte de EE.UU. es principalmente marcada en los rubros de “asesoramiento” y “entrenamiento” de personal; la puesta en marcha de acciones conjuntas en suelo, agua y aire; y mediante el estímulo al incremento en el número de contratistas en diversas áreas para asegurar, el orden interno y el control de territorios prioritarios. Esto complejiza y genera una amplia estabilización del Estado, especialmente de su brazo militar y de seguridad, y una profunda desestabilización interna debido a la presencia de policía, servicio secreto, ejército-marina-fuerza aérea, ejércitos o seguridad privada formalmente contratados, paramilitares y demás actores foráneos como asesores, agregados adjuntos en materia de seguridad y antinarcóticos, personal de operaciones encubiertas, etcétera. Lo preocupante del asunto es que en este contexto, la asociación del narcotráfico con la insurgencia, al estilo Colombia en México, advierte la ya mencionada criminalización de la resistencia social y con ello la posibilidad de violar flagrantemente los derechos humanos en el país, puesto que se asume que en ciertos casos el uso de la fuerza estatal “no es suficiente” para manejar el problema del modo en que es “requerido”.
Hay que señalar que en tales casos suelen entrar en operación tanto el contratismo como el paramilitarismo. Recuérdese que el paramilitarismo es una estrategia sistemática del Estado basada en la doctrina contrainsurgente clásica y en la nueva modalidad de guerra de baja intensidad apoyada por los sectores de poder formales e informales, locales y extranjeros y que actúa como una brigada encubierta con impunidad garantizada para el genocidio social y político. Así, si bien el paramilitarismo es contradictorio para el Estado en tanto que genera una mayor desestabilización (social), a la vez es una forma de represión que “invisibiliza” la responsabilidad del Estado en actos que están por fuera de la Ley (Fazio, 2003), fomentando el terror (o el miedo) como instrumento de control social.
Militarización del orden interno, regionalización de la interferencia y el peligro de la instauración de gobiernos represivos.
Mientras el PC/PP funge como base desde la que se busca garantizar una incidencia y estabilidad de los intereses de EE.UU. en la zona de influencia inmediata a Colombia y en el Cono Sur, la IM se perfila como instrumento de interferencia en el país vecino en tanto que EE.UU. pretende garantizar su propia seguridad operando desde y en suelo mexicano. Claro está, se suma la proyección de tal injerencia hacia Centroamérica, República Dominicana y Haití.
En este tenor, dos cuestiones son importantes. La primera, el alcance de la concepción de “lo regional” en los lineamientos de combate contra el “narco-terrorismo” en Colombia y México, contra el carácter internacional del negocio que suele dejarse de lado (la venta y el grueso del lavado del dinero se hace en los países metropolitanos, donde además se adquieren las armas que utilizan los diversos grupos armados vinculados al negocio de la droga -el 90% de ésas incautadas en México provienen de EE.UU.-). La segunda, el impulso que se está otorgando a la seguridad interna en toda la región más allá de los alcances formales del PC/PP y de la IM-ASPAN. Lo demuestra el impulso de medidas que colocan a los militares como garantes del orden interno. El caso de Perú es representativo (véase más adelante).
El tema de lo “regional” no es menor. Éste queda en evidencia en el modo en que se implementaron el PC y el PP y la posterior creación, en 2005, de la Iniciativa Regional Andina (IRA); todo bajo el argumento de evitar el “efecto dominó” que podría causar el narcotráfico. La IRA tiene como objetivo vital el control de la frontera, no sólo de Colombia con sus vecinos, particularmente con Venezuela (que es uno de los principales proveedores de petróleo de EE.UU. y un gobierno que se opone claramente a la guerra contra el “narco-terrorismo”) sino en los demás países del Cono Sur. Esto no es fruto de la mera imposición de EE.UU., sino que ha sido la elite colombiana la que ha permitido tal interferencia del gobierno estadounidense, generando fuertes tensiones con sus vecinos (y de este modo, contribuyendo a regionalizar el conflicto) al postularse como “peón” del gobierno estadounidense en la región (Palomo, 2010).
La postura de la UNASUR frente a este tipo de conflictos es clave, en tanto debemos tener en claro que para lograr la “regionalización” de la “guerra” contra el narcotráfico y el terrorismo, EE.UU. presiona de modo constante para mantener relaciones (económicas y de seguridad) bilaterales, neutralizando la posibilidad de plantear una agenda a partir de una verdadera participación multilateral capaz de integrar horizontalmente a los gobiernos de la región andina (Bonilla, 2006). Es a partir de estos acuerdos que se materializa la presencia de personal militar en la frontera de países del Cono Sur (no solamente en los que integran la IRA) lo que a su vez remite a ciertas estrategias vinculadas a la doctrina de seguridad nacional de los 60-70 y el modo en que se “luchó” contra la “insurgencia” a través de las fronteras de AL(5).
Por ello no sorprende que el Secretario de Defensa de EE.UU., Robert Gates, en su reunión con las fuerzas armadas peruanas (abril 2010), señalara que éstas deben “reestructurarse y focalizarse más en los desafíos internos” (Gates en Salas, 2010). Cumpliendo con tales mandatos, las fuerzas armadas peruanas ya pueden intervenir en asuntos de orden interno: “…los militares pueden emplear la fuerza en situaciones de enfrentamiento con algún grupo hostil –previa declaración del estado de emergencia-, pero también cuando ayuda a la policía a restablecer el orden interno en otras situaciones de violencia o la apoya en operaciones contra el tráfico de drogas, terrorismo, y en los demás casos constitucionalmente justificados cuando la capacidad de la policía sea sobrepasada en su capacidad de control del orden interno” (Perú 21, 2 septiembre 2010, p. 6. Las negritas son nuestras). Lo interesante es que, a la par de formalizar la posibilidad de tal “Estado de excepción” (Agamben, 2004), el presidente de Perú Alan García, ha aceptado el ofrecimiento de EE.UU. de entrenar tropas peruanas para combatir el narcotráfico, descartando cualquier discusión sobre las tensiones entre intervención y soberanía-autodeterminación. Según sus propias palabras: “…En todos los temas que sean humanos y universales, yo no hago cuestión de soberanías y patriotismo, es decir, si los estadounidenses quisieran poner tropas de entrenamiento, como tienen helicópteros y entrenadores de satélite y de comunicaciones aquí, en buena hora”.
No constituye un dato menor que Perú firmara un TLC con EE.UU. similar al NAFTA, donde la desnacionalización de los principales activos del país y la desestructuración de la industria nacional y el mercado interno han sido los principales resultados (Saxe-Fernández, 2002). En el caso de Perú, es claro que lo primordial es el petróleo y los minerales. De ahí que simultáneamente se insista en abrir el 72% del Amazonas peruano a procesos de concesión para la prospección y extracción. El esquema es parte de los intereses de EE.UU. en toda la zona del Amazonas. Ahí ya se encuentran en manos de 35 multinacionales unos 180 bloques de concesión petrolera/gasera que cubren unos 688.000 km2 (Finer et al, 2008). Tan sólo en Perú hay 48 bloques activos y 16 por licitarse. De esos 64 bloques, todos excepto ocho fueron licitados a partir de 2004, justo cuando empezaron las negociaciones de tratados de libre comercio bilaterales entre EE.UU. y los países de la región andina (Perú y Colombia firmarían). La resistencia social, que “altera el orden interno” (como fue el suceso de la masacre de Bagua), responde a que veinte de los mencionados bloques se traslapan con once áreas protegidas, mientras que 58 de las 64 se superponen en tierras de propiedad indígena (Ibid).
La militarización de la región y especialmente de las zonas fronterizas se justifica mediante un discurso que sostiene que la única forma de enfrentar el “narco-terrorismo” o “narco-insurgencia” es mediante una tarea “multinacional”, que como es “lógico” ha de ser liderada y coordinada por EE.UU.
La agenda que llevó Clinton a la reunión de la OEA en junio de 2010 dejaba claro que los puntos a debatir eran el tráfico de drogas, la prevención de bandas criminales y las respuestas a desastres naturales, con el objetivo de que las preocupaciones de EE.UU. fueran bien escuchadas en AL, precisamente ante la exclusión de EE.UU. de la UNASUR. La "securitización" de lo medioambiental no es casual puesto que vincula territorios ricos en recursos con la posibilidad de garantizar el acceso, extracción y transporte de aquéllos a pesar de una eventual agudización de problemas socioambientales. Tal territorialización de la agenda de seguridad interna es por tanto primordial en cuanto permite despejar la operación de la “mano invisible del mercado”. Contexto en el que, mostrar al “narco-terrorismo” como fenómeno regional, permite ampliar, espacialmente, el proceso anterior. Las declaraciones de la secretaria de Estado de EE.UU. parecen apuntar a ello, en tanto que procuró asociar la situación de México a lo sucedido en Colombia al afirmar que: “…los cárteles de droga están mostrando cada vez más indicios de insurgencia (Clinton en Booth, 2010). A esta afirmación, agregó: “…Necesitamos una presencia más vigorosa en América Central para ayudar a los países a reforzar la legalidad, para luchar contra los traficantes de droga” (Ibid).
Para cubrir la mencionada necesidad, se están llevando a cabo acciones concretas. En Honduras, por ejemplo, el Centro de Estudios Hemisféricos de Defensa (CEHD) de EE.UU. organizó un taller para asesorar a la policía, las fuerzas armadas, miembros del Congreso Nacional y funcionarios del gobierno sobre la “Planificación de estrategias de seguridad nacional”. Según el Director del CEDH, Richard Downie, se formuló “una hoja de ruta con acciones claves y con fechas para llegar al cumplimiento de los objetivos, los participantes hicieron todo eso en el contexto del esfuerzo del gobierno del presidente Lobo en tratar de enfrentar esos retos que tiene el país en este momento” (El Heraldo, 11 septiembre 2010). A la gravedad de la interferencia de EE.UU. en asuntos internos por medio de este tipo de “asesoramiento”, en el caso de Honduras se suma el hecho de que el gobierno que está recibiendo las “sugerencias” en materia de seguridad interna, es producto de un golpe de Estado –“técnico”– al presidente legítimo, Manuel Zelaya.
Se suma además el caso de El Salvador, donde se promulgó la Ley Antimaras de septiembre de 2010 (Diálogo, 13 de Septiembre de 2010) y que justifica la presencia de tropas para el control del orden interno dada la “violencia de baja intensidad” perpetrada por el crimen organizado. La naturaleza de tal posicionamiento del Estado salvadoreño es expuesta por su presidente, Mauricio Funes, en el marco de la 65 Asamblea General de la ONU, en los siguientes términos: “…la ayuda [a Centroamérica y México] debe ser económica, de inteligencia y de apoyo a la capacitación y equipamiento de las fuerzas del orden para combatir el crimen y el lavado de dinero” (Centro de Noticias ONU, 27 de septiembre de 2010).
Las negociaciones de instaurar emplazamientos militares de EE.UU. en Panamá y Costa Rica se inscriben en este panorama. Lo mismo es válido para la Iniciativa de Seguridad de la Cuenca del Caribe.
Es este escenario el que posibilita estrategias de desestabilización como la ocurrida en Ecuador, que aparenta ser una “sublevación” espontánea de las fuerzas de seguridad debido a un supuesto recorte en los salarios y beneficios del sector. La agresión al presidente y funcionarios de gobierno altamente coordinada, la confusión y relativa desinformación sobre los hechos y el caos generado dejan entrever la presencia de causas de fondo que van más allá de un mero reclamo de salario y que develan el poder en acción de los grupos que representan intereses que se encuentran amenazados por el gobierno de Correa. No es casual que el hecho se suscite principalmente en y desde Guayaquil, la región dura de la oligarquía ecuatoriana. La promoción del caos y la confusión generalizada, la represión de parte de la policía contra la gente en las calles reclamando la “liberación del presidente”, se presta para generar una imagen de debilidad institucional como antesala indispensable para estimular una eventual política de control por medio de la represión y el miedo. Lo que se intenta es desarticular las fuerzas sociales, esto es, que no estén en las calles defendiendo la legitimidad del gobierno elegido.
Independientemente de la evolución de estos acontecimientos, lo que debe notarse es que mientras Honduras fue un termómetro para la derecha en cuanto a la articulación del tejido social, Ecuador pareciera colocarse como antesala de un posible “golpe” a los proyectos alternativos con mayor poder real y simbólico de la región. No deja de ser llamativo que el atentado se geste en Ecuador, ciertamente la nación con más fracturas internas del conjunto de países del ALBA (Morales en Bolivia cuenta con un respaldo social abrumador, mientras que Chávez cuenta con experiencia respecto a golpes de Estado en su contra y con un vínculo mucho más estrecho con la fuerza militar nacional). También es notoria en esta coyuntura la creciente tendencia en toda AL de “borrar” a los actores políticos de izquierda o progresistas de la esfera política formal, de tal suerte que se pueda facilitar la criminalización de ésos.
Por lo anterior, la importancia de la “región” es crucial. La avanzada de la oligarquía ecuatoriana no sólo es un golpe contra el proyecto de nación representado por el gobierno de Correa, sino a los propios esfuerzos de una integración regional alternativa. En tal sentido, es lógico que los presidentes de los países del Cono Sur condenen el intento de golpe de Estado, siendo enfáticas las declaraciones de Morales, Chávez y Fidel Castro.
El llamado de atención, consideramos, es más que claro. Pero aún más, como hemos dicho, también es una alerta temprana de posibles escenarios de creciente violación de derechos humanos y de propagación del miedo como mecanismo de atomización social, situación que, como han demostrado algunos procesos históricos, puede desembocar en fascismo (léase por ejemplo: Neumann, 1943). Se trata de un contexto que ciertamente dificulta pero al mismo tiempo apremia la construcción social concreta de proyectos de nación alternativos, independientes y socioambientalmente justos y armónicos, no sólo a escala nacional sino regional. El tejido social que los apoya y que potencialmente puede también sumarse, ciertamente existe, y esperamos que ante las circunstancias actuales de AL resurja con mayor fuerza y capacidades de articulación.
Notas
(1) Gian Carlo Delgado-Ramos es Doctor por la Universidad Autónoma de Barcelona, España. Investigador de tiempo completo del Centro de Investigaciones Interdisciplinarias en Ciencias y Humanidades de la Universidad Nacional Autónoma de México.
(2) Silvina María Romano es doctora por la Universidad Nacional de Córdoba, Argentina. Becaria posdoctoral del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas de Argentina (CONICET) en el Centro de Estudios Avanzados de la Universidad Nacional, Unidad Ejecutora CONICET
(3) En el fondo de la Doctrina, afirma Guerra (1973: 182), estaba implícita la declaración: “América para los americanos”, y la afirmación de un derecho de soberanía virtual sobre todos los territorios del Nuevo Mundo. En AL había pueblos libres; pero sus derechos de soberanía eran incompletos, sus territorios no eran de libre disposición. El único poder absolutamente soberano en América, y de toda América, era EE.UU. (Ibid).
(4) El derrocamiento del presidente guatemalteco Jacobo Arbenz (1954) se llevó a cabo por medio de una política de “dos vías”: las negociaciones diplomáticas y (al mismo tiempo) la implementación de operativos encubiertos promovidos por la CIA y las elites locales para perpetrar un golpe de Estado (Wood, 1985). El derrocamiento del presidente brasileño Joao Goulart (1964), también se caracterizó por dos momentos clave: un primer momento orientado a la desestabilización mediante la presión económica y política, y una segunda etapa destinada al golpe de Estado militar, gracias a la alianza de la oligarquía local con la elite estadounidense (Fico, 2008: 76). Una estrategia similar, de dos fases, fue aplicada para derrocar al presidente chileno Salvador Allende (1973): la primera etapa se centraba en presiones económicas y políticas; la segunda etapa implicaba el apoyo a ciertos sectores de las fuerzas armadas para incitar a un golpe militar, también con la aprobación de los grupos de poder locales y el apoyo del gobierno estadounidense (Informe Church II C2).
(5) Es de crucial importancia recordar que uno de los operativos más “exitosos” de seguridad transfronteriza se realizó en la década de 1970, la Operación Cóndor. Este operativo tenía como meta “aniquilar la subversión” por medio del arresto, tortura y desaparición de “insurgentes” y “subversivos” a través de las fronteras de países del Cono Sur, mediante la cooperación de las Fuerzas Armadas de los países del Cono Sur y con la ayuda estratégica de la CIA (McSherry, 2005).
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