"Realización del cuerpo" (leyendo a Esther Seligson)

Mirar, tocar, cerrar los ojos, separar la mano y permanecer así, en la pura percepción silenciosa, hasta que se amalgaman las sensaciones, reposan y se asientan –tal el vino nuevo- y queda sólo en la superficie la transparencia, un rumor de caracolas que resuena en el hueco de los cuerpos enlazados cuando los muslos se desatan y corre tenue una cascada de semillas, transparencia develada entre los surcos del abrazo, reguero de polen, de torbellinos que han cruzado laberintos en su ida hacia el placer, hacia el colmo de su expansión en las bóvedas torácicas. Recorrer un cuerpo como quien remonta la corriente de un río hasta su origen, hasta las fuentes de su nacimiento: el barro al que la palabra dará forma, el limo donde el verbo imprimirá su huella, la indeleble marca de la vida, fluir incontenible de la voz emitiendo signos que son la piel misma, alientos de caricia, texturas de presencia, giros que van tejiendo ñudos donde el presente detiene su lenguaje no fechado, aquel que transita sin tiempos, aquel que no precisa hablarse, ni siquiera escribirse. Mirar, tocar, escuchar, nombrar: recorrer un cuerpo es realizar un acto de palabras, y que sean ellas, boca, lengua, orejas, mirada y manos, que ellas besen, palpen, gusten, oigan y entreguen, letra a letra, sílaba a sílaba, y remeden en su signo el primigenio acto de habitar el espacio. Un cuerpo es la morada del verbo y en él se lleva a cabo el encuentro con los mundos del sueño y la vigilia, el encuentro con la memoria de los tiempos que en sus alforjas encierra los fragmentos todos del total de imágenes posibles, los trazos todos de la suma de gestos y sonidos necesarios para iniciar la búsqueda y obedecer al llamado. Porque se sale hacia un cuerpo como quien parte de viaje por desconocida ruta, hinchadas las velas por azarosos vientos rumbo a donde la luna no se declina ni el sol se pone, sin más brújula que una estrella guía y la obediencia al sabio instinto que acecha aquellos rumores cuyo sentido develará el encuentro con lo buscado, la gruta del reposo, el puerto donde anclar el deseo para recobrar de nuevo el horizonte y salir de nuevo en su busca, cada vez con mejor mira y mejores aparejos; firme la montura, tenso el cabestro, pronta la rienda para que no desborde cual riada y anegue sin tino, pues no se cruza un cuerpo como un torrente desbocado, se indagan, en cambio, los vados, los claros y llanos, los umbríos descansos, los manantiales que apaguen, siquiera un instante, la sed de infinito. Beber en un cuerpo, navegar en un cuerpo, alzar el vuelo sin apartarse de él, trazando en su ámbito espirales de luz, ascenso, sólo ascenso, intemporalidad vivida en sucesivos despojamientos en sucesivas etapas de rítmicos cambios que abren compuertas y ensanchan canales por donde vendrán a verterse flujos de vida, descargas de ser, sépalos que, juntos, formarán la cáliz de una Flor, el abrazo que arde sin llamas, la comunión del silencio, de ese que sucedió al estruendo de la creación después de apaciguado el caos y ordenados los elementos, el silencio predecesor del nombre, de la voz que designa las cosas y les da su sitio. Nombrar un cuerpo es acusar su nacimiento desde la raíz, desde el origen, articular uno a uno los sonidos con el mismo celo con que da forma un alfarero a su vasija y un herrero alimenta su fragua, con lentitud de granos que giran atraídos y transformados por química energía, desparramados en un círculo preciso que la palabra ha de nutrir, levadura, humedad y fuego, hasta unirlos, imantados por ella, la que gesta y nomina y expulsa del nicho, para su vuelo nupcial, a ese conjunto de cadenas que, nombrado, se hace cuerpo. Palpar un cuerpo es palpar la dimensión de esa ruptura que le da el ser en un juego mortal, juego de preguntas sin respuesta y sin descanso, porque no descansa el espíritu ni descansa la mente, ni se paran los vientos o se arredran las aguas en cuanto se inicia el principio, y un cuerpo también tiene un principio, oscuro oscilar de la materia que aguarda inmóvil el soplo que la impulse, que la tense de pasión transformándola en verso, en presencia, en tránsito. Camino es, en efecto, el cuerpo nombrado, mirado, palpado, camino sin retorno como la palabra ya dicha y la caricia pronunciada, ovillo que escapa al encuentro de otras redes, de otras frases que perforen el tiempo, y caber, en esos huecos de silencio y vacío, ambos, cuerpo que llama y cuerpo llamado, como una sola emisión de voz ajena al desgaste, piedra angular de un posible renacimiento hijo de la fusión del verbo en la carne, de la carne en el verbo, del crepúsculo en la noche, de la noche en el alba. Despertar de un cuerpo en el despertar de otro cuerpo es abrir la herida que los defina y otorgue rostro, una larga grieta de ávidas nostalgias y voraz afán de permanencia: anhelo incumplido es la realización del cuerpo en su encuentro con el Otro, incumplido y no obstante total, única plenitud alcanzable, único pago absoluto a la pérdida original, restañar de la ruptura que provocó la huida del tiempo, el escape de la eternidad hacia lo efímero, de la luz hacia la sombra: sólo en la entrega de un cuerpo a otro cuerpo se restaura el Todo y se remonta el ser a su principio, polvo en los límites de lo no dicho, forma inánime a punto de inflamarse, de nacer a la memoria, al acto de palabras…

Diálogos con el cuerpo, Esther Seligson.


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