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"La Pesadilla del Matemático" (B. R.)

LA PESADILLA DEL MATEMÁTICO

(Bertrand Russell)

La visión del profesor Squarepunt


Explicación Preliminar:


Mi recordado amigo el profesor Squarepunt, el eminente matemático, fue durante toda su vida amigo y admirador de sir Arthur Eddington. Sin embargo, existía un punto en las teorías de sir Arthur que siempre turbaba al profesor Squarepunt, y era aquel el poder místico, cósmico, que sir Arthur confería al número 137. Si las propiedades que a dicho número se le suponían hubieran sido meramente aritméticas, no habría surgido dificultad alguna. Pero era, sobre todo en física, donde el 137 mostraba toda su virtualidad, la cual no era desemejante a la atribuida al número 666. Resulta evidente que las conversaciones con sir Arthur influyeron en la pesadilla del profesor Squarepunt.


El matemático, agotado por un día completo de estudio de las teorías de Pitágoras, se durmió finalmente en un sillón, donde un singular drama visitó sus dormidos pensamientos. Los números, en este drama, no eran las inermes categorías que él había considerado previamente, sino seres vivos, con aliento, dotados de todas las pasiones que estaba acostumbrado a comprobar en sus colegas, los matemáticos. En su sueño, se hallaba él en pie en el centro de una infinidad de círculos concéntricos. El primer círculo contenía los números del 1 al 10; el segundo, del 11 al 100; el tercero, del 101 al 1.000, y así sucesivamente, sin límite alguno, sobre la superficie infinita de una llanura sin confines. Los números impares eran varones, los pares hembras. Junto a él, en el centro, se hallaba Pi, el maestro de ceremonias. El rostro de Pi estaba enmascarado, pues era sabido que nadie podía mirarlo y sobrevivir; pero ojos penetrantes miraban a través del antifaz, inexorables, fríos y enigmáticos. Cada número tenía su nombre claramente señalado sobre su uniforme. Las diferentes clases de números tenían diferentes uniformes y diferentes formas: los cuadrados eran tejas, los cubos eran dados, los números redondos eran bolas, los primos indivisibles cilindros, y los números perfectos llevaban corona. Además de la diferencia de formas, los números eran también diferentes en cuanto a color. Los siete primeros círculos concéntricos poseían los siete colores del arco iris, excepto los formados por el 10, 100, 1.000, y así sucesivamente, que eran blancos, mientras el 13 y el 666 eran negros. Cuando un número pertenecía a dos de estas categorías —por ejemplo si, como el 1.000, era a la vez número redondo y cubo— llevaba un uniforme más honroso, y los más honorables eran los más escasos entre el primer millón de números.


Los números bailaban alrededor del profesor Squarepunt y de Pi un vasto y complicado ballet. Los cuadrados, los cubos, los primos, los números piramidales, los números perfectos y los redondos, se agitaban, entretejiendo cadenas, en una danza infinita y abrumadora; y mientras bailaban entonaban una oda a su propia grandeza:


Somos los números finitos.

Somos la materia del mundo.

Cualquier confusión que aflija a la Tierra

por nosotros es resuelta.

Reverenciamos a nuestro maestro Pitágoras

y profundamente despreciamos a las brujas y a los asnos.

Ni la bruja de Endor, ni al monte de Balaam

reconocemos como fuentes de sabiduría.

Mas, circularmente, en inacabable ballet

nos movemos, como cometas vistos por Halley.

Y honrados por el inmortal Platón

no creemos en la grandeza posterior de ningún mortal

Seguimos las leyes

sin una pausa,

pues somos los números finitos.



A una señal de Pi cesó el ballet, y, uno por uno, los números fueron presentados al profesor Squarepunt. Cada uno hizo un breve discurso, explicando sus méritos peculiares.


1: Soy el padre de todos, el padre de infinita progenie. Ninguno existiría sin mí.

2: No te estires tanto. Sabes que se necesitan dos para hacer más.

3: Soy el número de los triunviros, de los sabios orientales, de las estrellas del cinturón de Orión, de los Hados y de las Gracias.

4: Pero sin mí nada tendría cuatro esquinas; en el mundo no habría honestidad. Soy el guardián de la Ley Moral.

5: Soy el número de los dedos de una mano. Hago pentágonos y pentagramas. Sin mí, el dodecaedro no podría existir, y, como sabe todo el mundo, el universo es un dodecaedro. Así, sin mí, no habría universo.

6: Soy el número perfecto. Sé que tengo rivales advenedizos: el veintiocho y el cuatrocientos noventa y seis pretenden a veces ser iguales a mí. Pero están situados demasiado abajo en la escala jerárquica para contar contra mí.

7: Soy el número sagrado: el número de los días de la semana, el número de las Pléyades, el número de los candelabros de siete brazos, el número de las iglesias de Asia y el número de los planetas, pues no reconozco a ese blasfemo de Galileo.

8: Soy el primero de los cubos, exceptuado el pobre viejo Uno, que hoy día ya no se usa.

9: Soy el número de las musas. Todos los encantos y refinamientos de la vida dependen de mí.

10: Bien está, miserables unidades, que alardeéis; pero soy el dios-padre de las infinitas mesnadas que me siguen. Toda unidad me debe su nombre, y sin mí reinaría el desorden en vez de una estricta jerarquía.


En este momento el matemático, aburrido, se volvió hacia Pi y le dijo:


—¿No cree usted que el resto de las presentaciones deberían darse como efectuadas?


Ante esto, se elevó un griterío general:


11: Sí, yo he sido el número de los apóstoles, después de la defección de Judas.

12, que exclamó:


—Fui el dios-padre de los números en tiempo de los babilonios, y fui un dios-padre superior a ese miserable Diez, que debe su posición a un accidente biológico antes que a excelencia aritmética.


13: Soy el señor de la adversidad. Si se muestra grosero conmigo, le pesará.


Se elevó tal alboroto que el matemático se tapó los oídos con las manos y dirigió una implorante mirada en dirección a Pi. Éste agitó su vara de mando y gritó con voz de trueno:


—¡Silencio!, u os trocaréis en números inconmensurables.


Todos se pusieron lívidos y se sometieron.


Mientras duró el ballet, el profesor había estado observando un número, entre los primos, el 137, que parecía indómito y remiso a aceptar su sitio dentro de la serie. Repetidamente, intentó colocarse delante del 1, del 2 y del 3, haciendo gala de una agresividad que amenazaba destruir la armonía del ballet. Lo que pasmó al profesor Squarepunt aún más que esta desordenada conducta fue la aparición del confuso espectro de un caballero de Arturo, el cual insistía murmurando al oído del 137:


—¡Vamos, ve! ¡Ponte a la cabeza!


Si bien los nebulosos rasgos del espectro hacían difícil la identificación, el profesor reconoció al fin la oscura figura de su amigo sir Arthur. Esto le hizo simpatizar con el 137, pese a la hostilidad de Pi, que trataba de reducir al rebelde número primo.


Por fin, el 137 exclamó:


—Es una maldición el exceso de burocracia que hay aquí. Lo que yo deseo es la libertad para el individuo.


La máscara de Pi contrajo el entrecejo, pero el profesor intercedió diciendo:


—No sea demasiado severo con él. ¿No ha observado que está regido por un Familiar? Conocí en vida a este Familiar y, por lo que veo, puedo garantizar que es él quien inspira los sentimientos antigubernamentales del Ciento Treinta y Siete. En cuanto a mí, me gustaría oír lo que el Ciento Treinta y Siete tenga que decir.


Un tanto recelosamente, Pi dio su consentimiento. El profesor Squarepunt dijo:


—Dime, Ciento Treinta y Siete: ¿cuál es el motivo de tu rebelión? ¿Es una protesta contra la desigualdad lo que te inspira o simplemente que tu ego se ha desbordado por las alabanzas de sir Arthur? ¿O se trata, como intuyo a medias, de una profunda repulsa ideológica de la metafísica que tus colegas han absorbido de Platón? No temas decirme la verdad. Haré de intermediario con Pi, acerca de quien sé tanto, por lo menos, como él de sí mismo.


Ante éstas, el 137 prorrumpió en vehemente discurso:


—¡Tiene usted razón! Es su metafísica lo que no puedo soportar. Pretenden aún ser eternos cuando su propia conducta muestra que no creen en tal cosa. Todos nosotros encontrábamos triste el cielo de Platón y decidimos que gobernar el mundo sensible sería mucho más interesante. Desde que bajamos del Empíreo hemos sentido emociones semejantes a las vuestras: Cada número impar ama a su correspondiente número par, y cada uno de éstos se comporta con afecto hacia los impares, pese a encontrarlos muy extraños. (1)


Nuestro imperio, ahora, es de este mundo, cuya suerte será también nuestra suerte.


El profesor se halló de completo acuerdo con el 137, pero todos los demás, incluyendo a Pi, le consideraron un blasfemo, y se abalanzaron sobre ambos, número y profesor. La infinita hueste, que se extendía en todas direcciones más allá de lo que la vista podía alcanzar, se precipitó también sobre el profesor, con un furioso zumbido. Por un momento se sintió aterrorizado, pero después se recobró, y reuniendo súbitamente su reanimada sabiduría, gritó con voces estentóreas:


—¡Atrás! ¡No sois más que convivencias simbólicas!


Con un lamento de premonición y muerte, el conjunto de la vasta hueste se disipó en la niebla. Al despertarse, el profesor se oyó a sí mismo las siguientes palabras:


—¡Y otro tanto digo de Platón!




Tomado de:


Russell, Bertrand, "Pesadillas de personas eminentes y otras historias", Ilustrado por Charles W. Stewart, Ed. EDHASA, 1989.




(1) Juego de palabras intraducible. Odd, impar en inglés, significa también raro, extraño. (N. del t.)



Plagiando a Russell...

Mi hermana acaba de regalarme un libro de Bertrand Russell; se trata de una antología de ensayos, supongo que me lo ha regalado porque sabe que es uno de mis pensadores de cabecera (como filósofo y como matemático) favoritos. Y he encontrado este texto que, si me anunciasen que voy a morir en pocos días, lo plagiaria y lo pediría como epitafio, a pesar de ser inusualmente largo para tal menester. Pareciera que en sus palabras encierra mis mayores anhelos y mis más grandes tristezas. Lo comparto porque –más allá de haber experimentado la agradable sensación de encontrar comunidad con las palabras de este ser y de sentir, entonces, que almas amigas (vivas o ya ausentes) tengo muchas desperdigadas por el mundo- creo que expresa pensamientos para los que, la palabra sublime, queda corta.

 

Para lo que he vivido

 

Tres pasiones, simples, pero abrumadoramente intensas, han gobernado mi vida: el ansia de amor, la búsqueda del conocimiento y una insoportable piedad por el sufrimiento de la Humanidad. Estas tres pasiones, como grandes vendavales, me han llevado de acá para allá, por una ruta cambiante, sobre un profundo océano de angustia, hasta el borde mismo de la desesperación.

 

He buscado el amor, primero, porque comporta el éxtasis, un éxtasis tan grande que a menudo hubiera sacrificado el resto de mi existencia por unas horas de este gozo. Lo he buscado, en segundo lugar, porque alivia la soledad, esa terrible soledad en que una conciencia trémula se asoma al borde del mundo para otear el frío e insondable abismo sin vida. Lo he buscado, finalmente, porque en la unión del amor he visto, en una miniatura mística, la visión anticipada del cielo que han imaginado santos y poetas. Esto era lo que buscaba y, aunque pudiera parecer demasiado bueno para esta vida humana, esto es lo que –al fin- he hallado.

 

Con igual pasión he buscado el conocimiento. He deseado entender el corazón de los hombres. He deseado saber por qué brillan las estrellas. Y he tratado de aprehender el poder pitagórico en virtud del cual el número domina al flujo. Algo de esto he logrado, aunque no mucho.

 

El amor y el conocimiento, en la medida en que ambos eran posibles, me transportaban hacia el cielo. Pero siempre la piedad me hacía volver a la Tierra. Resuena en mi corazón el eco de gritos de dolor. Niños hambrientos, víctimas torturadas por opresores, ancianos desvalidos, carga odiosa para sus hijos, y todo un mundo de soledad, pobreza y dolor convierten en una burla lo que debería de ser la existencia humana. Deseo ardientemente aliviar el mal, pero no puedo, y yo también sufro.

 

Ésta ha sido mi vida. La he hallado digna de vivirse, y con gusto volvería a vivirla si se me ofreciese la oportunidad.

Bertrand Russell


Eleutheria Lekona


IMAGEN: "La Escuela de Atenas", Rafael Sanzio

 

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