Muchacho centroamericano (post atrasado 1/15)

I

Hacía poco ella había recibido una opinión de sí misma que, si bien le causó bastante hilaridad, no dejó de producirle cierto ruido en la chaveta. Como es natural en ella, recordó, para sublimar –un ejercicio que tiene sus ventajas- estas palabras de Zweig y, con ello, alcanzar cierta calma:

“Llamaré demoníaca a esa inquietud innata y esencial a todo hombre, que lo separa de sí mismo y lo arrastra hacia lo infinito, hacia lo elemental. Es como si la Naturaleza hubiese dejado una pequeña porción de aquel caos primitivo dentro de cada alma y es a donde salió: a lo ultra humano, a lo abstracto. El demonio es, en nosotros, ese fermento atormentador y convulso que empuja al ser, por lo demás tranquilo, hacia todo lo peligroso, hacia el exceso, al éxtasis, a la renunciación y hasta a la anulación de sí mismo.”

Pero la calma iba que venía, como espumeantes olas que bañan litorales en tardes en las que la marea no se decide a dar tregua. Y sólo pudo ser absoluta hasta que topó con este muchacho centroamericano de sonrisa perenne.

II

Avanzaba ella, concentrada por completo en su pensamiento, con ese gesto típico que le ha marcado este escandaloso surco en la frente. A continuación, muda intempestivamente de este ensimismamiento a la contemplación y, entonces, el surco se esfuma de la frente y estrellas muy pequeñitas parecen brillar desde sus ojos.

III

Caminaba con rumbo al metro de vuelta de uno de sus ya acostumbrados recorridos por ciudad conocimiento. Multitud de aprendices seguían por la misma vereda y, así –rodeada y rodeando- hacia su más cercana parada, se aproximaba. De pronto,  parecióle ver a joven algo sui generis encaramado en la acera. En una mirada rápida y furtiva logra hacer el mapeo completo del rostro del chico. Luego, siente que él la mira como escudriñando, pero, en fracción de segundos, se disuade de que no. A dos metros de llegar a él, ve que el muchacho centroamericano señala con el índice en dirección a ella, esboza franca  sonrisa y entonces proferir lleno de asombro: “Muchacha buena. ¡Desde Centroamérica!”.

Continúa ella su caminata, hasta pasar muy cerca de él y sólo cuando está a punto de rebasarlo comprende que es a ella a quien dirige la exclamación. Entonces -lenta como es en el pensar- avanza unos dos, tres metros y sólo segundos después decide voltear hacia atrás para mirarlo. Él, todavía en su acera, sigue su caminar y la mira con la sonrisa aún dibujada en sus labios. Entonces, volteados, mirándose el uno al otro, ríen, dejando escapar al fulgor de sus ojos. Se despiden con la mirada y el alma.

IV

Muchacha buena. No muchacha inteligente, ni bonita. No muchacha rara, ni densa o evanescente. Tampoco lívida o liviana. No rebelde, no contestataria, no iconoclasta y, menos, obsecuente. Tampoco diva, ni misteriosa. Nada. Sólo buena, como transparente.

V

Muchacho centroamericano vestía de negro: pantalón, suéter y –debajo- blusa blanca; su pelo aparecía sujeto a una cola. Poseía una grande y hermosa cabeza dolicocéfala; sus ojos eran refulgentes, negros y penetrantes. Nariz recta, labios carnosos y el color de su piel, como el de una aceituna. Frente amplia.


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