Aforismos de metro
miércoles, 28 de julio de 2010 by Eleutheria Lekona
Un señor sin pierna yace en los primeros escalones a la salida de los vagones del metro. Voy demasiado inmersa en mis pensamientos y, sin embargo, me detengo a mirarle y a considerar, vagamente, que se trata de un hombre digno que, a pesar de todo, prefiere no pedir limosna: estaba lista a preparar una moneda para dársela. La compasión por los demás, también a mí me asesina.
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Camino a casa de mi madre, no puedo evitar perder mi mirada en los desolados paisajes industriales que nos ofrece el tren suburbano. Por esos breves instantes siento que no pertenezco a este mundo, mi cuerpo -por la inercia- se transporta con el tren y casas, postes eléctricos, nubes grisáceas, pájaros al vuelo, todo se aproxima a mí. Una infinita añoranza me arroja a considerar que mi espíritu anacrónico –audaz- organizará una sublevación contra mí misma y que pronto abandonaré.
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Estoy a punto de llegar a mi estación destino y en una de esas curvas el tren zigzaguea lo suficiente como para poder mirar lo que ocurre en el otro vagón. Una escena atrapa a mi mirada de inmediato: un señor de unas siete décadas de vida degustando con sumo placer un vaso de frutas. Lo miro extasiada y directo a los ojos, me corresponde la mirada y –diríase- posa para mí. Sé como lo logra, suspende el tiempo y lo que ocurre alrededor de ese tiempo y ya son sólo él y su vaso con frutas y esa pequeña felicidad que, por fugaz, diríase que es infinita.
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Entra al vagón, comienza a repartir sus poemas, nos expone los sufrimientos de su pequeño mundo y apenas si alguien le mira. Saco una moneda y se la entrego, al hacerlo, toco la palma de su mano, quiero sentirla y decirle con ese gesto que sé que está vivo, más vivo que nunca (en realidad, la dádiva fue sólo el pretexto para rozar su mano). Me dice que puedo quedarme con la hoja, me rehúso y le miro directamente a los ojos como si fuera la última vez. Una nueva tristeza se encarama en mí.
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Articular frases, oraciones, palabras o cualquier indicio de razonamiento expresado en lenguaje, está comenzando a provocarme grandes accesos de risa, risa de mí que todavía -ufana- me atrevo a hablar y, por si no fuera suficiente, a exponer “mis argumentos”.
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Vengo de regreso y pienso en el último billete que traía en el bolso, aquel que gasté para sofocar mi hambre matinal; una que, por lo regular, vive silenciada; pero esta mañana le permití un lujo y le callé la boca con un delicioso manjar de veinte pesos. Entonces cuando llego a casa –mi imperio de soledad- comprendo con horror que tengo que volver a salir para ir por las croquetas de los gatos. Me doy cuenta de que con suma facilidad me acostumbro al encierro y eso no me asusta. Me explico el asunto y quedo complacida –justificarse cosas es lo fácil- con las siguientes palabras de Georg C. Lichtenberg: “En ocasiones paso ocho días sin salir de casa y vivo muy contento. Un arresto domiciliario de la misma duración me enfermaría. Si hay libertad de pensamiento, uno se mueve con ligereza en su círculo; si hay control de pensamiento, aun las ideas permitidas llegan con gesto asustadizo.”
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Mirar gente en el metro bien podría convertirse en un deporte, pero veo que algunos –los espíritus leves- se sienten inhibidos; otros, muestran incomodidad y, quizá, molestia.
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Si enumerara las intrincadas trayectorias de túneles, mazmorras, transbordos tortuosos, esperas interminables de una estación a otra, estampidas contra ejércitos humanos para no quedar atrapada en una estación, golpes sorteados, una que otra mano en el lugar equivocado, sube y baja corriendo de escaleras y, al final, tuviera que decir un número, optaría por declararme incompetente.
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Hay una estación de metro en la que es agradable parar porque huele a cilantro, cebolla, piña, sandía, flores. Nunca recuerdo su nombre y, en comparación con mis viajes por las líneas verde y azul, diríase que apenas si he estado allí.
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Cuando vi “Dancer in the Dark” me identifiqué con la protagonista, no por su inagotable capacidad para resistir al sufrimiento (hay quien dice que Selma es una versión moderna y femenina de Jesucristo), sino por su grande capacidad para estar siempre fantaseando, imaginándose cosas, creando diálogos, inventándose mundos, etc. Pues bien, cuando viajo en metro –y en suburbano- me entrego liviana a tal disposición mental; basta con obsequiarme a la contemplación de las ventanas para que den comienzo las fantasías, las teorizaciones, los personajes, las posibilidades –falsables o no- de un mundo que sólo puede existir allí sentada. Lejos de casa, de mi habitual realidad, lejos de todo, los pensamientos sobre lo cotidiano también se neutralizan y queda sólo espacio para la invención. El metrobús, por otra parte, no es útil para tales menesteres por una sencilla razón: esa pantallita plana rodeada de una armazón roja en la que se transmiten vídeos de artistas pop irradia, simplemente, demasiada postmodernidad. No, ante éso, el pensamiento se nulifica, se contrae.
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Soy una de esas personas transparentes que pueden viajar por metro sin ser vistas. Por cada puerta del metro hacen su entrada triunfal personalidades de diversa figura: los anodinos que -como yo- apenas si son notorios, señoras y señores que vuelven del trabajo o que van a las compras o vienen de alguna parte, los estudiantes que -por la mochila- son siempre inconfundibles, la juventud en vida productiva, la adultez joven en vida productiva, la adultez en vida productiva, la adultez madura en vida productiva, etc., etc. Allí en el metro, carezco de estatuto y yo me siento bien con mi anonimato.
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En mis sueños apocalípticos –esporádicos, por cierto- las personas tenemos que correr a refugiarnos al metro porque se aproxima un bombardeo. Veo correr a gente -a toda velocidad- por los puentes peatonales en dirección al metro; luego, un tropel de individuos vamos en descenso hacia el subterráneo. Mi sueño termina antes de llegar a la parte más baja. Al despertar, me llega un último remanente del sueño: yace en la atmósfera –lóbrega y derruida- el conocimiento soterrado de toda una vida transcurriendo allá abajo en donde -se sospecha- sediciones de todo tipo están maquinándose para dar fin a la guerra, una guerra sin causa aparente.
En este post te encuentro muy cerca de la forma como vivo el encuentro con la gente. Así, viviendo y teniendo claro y dejando saber que somos seres humanos. Sí, a mí también me conmueve la gente y la observo y me dejo observar.
Yo sé eso...
Tocar para saber que alguién está vivo -o que uno mismo lo está. Sí, conozco esa sensación muy de cerca.
Y esa guerra no es un sueño; es una pesadilla y, con sus causas ocultas, en efecto, nos hace víctimas y verdugos cada día.
Me gusta lo que escribes. Lo haces bien; piensas y haces pensar.
Y a mí me gusta lo que escribes (me encantó), pero yo a ti te diría: sientes y haces sentir: eres poeta.
Gracias por tu comentario...