Se le llamó «escándalo de Bruselas» al que protagonizaran Arthur Rimbaud y Paul Verlaine tras sostener una relación amorosa. Ambos son considerados poetas malditos, mientras que su estética queda inserta dentro del llamado movimiento simbolista.
Lo de “poetas malditos” se generalizó a partir del libro homónimo de Paul Verlaine —tengo la fortuna de poseer en copias una versión español-francés de dicho texto— en el que el mismo Verlaine hace un recorrido por la poesía de diversos poetas de la época. Entre ellos, Stéphane Mallarmé, Arthur Rimbaud y él mismo (Pauvre Lelian, su anagrama). Acá hay un poco más de info sobre este asunto.
En lo que a mí toca, he sido una de esas personas seguidoras del movimiento romántico y, claro, asidua lectora de la poesía maldita y en general de la literatura del mal. Por supuesto, no pocos de mis poemas favoritos han sido escritos por algún poeta maldito (¿hay alguno que no lo sea?). Y sí, la poesía tanto de Rimbaud como de Verlaine está en el conjunto de lo que me arranca estremecimientos (afortunadamente, no estoy anclada sólo allí).
El «escándalo de Bruselas» no llama mi atención por su naturaleza homosexual como por los sentimientos amorosos que soliviantó en ambos poetas, lazo indestructible e imposibilidad cuyas últimas consecuencias se expresan en la muerte y melancolía que atravesó separadamente a Paul Verlaine y a Arthur Rimbaud hasta el final de sus días.
Ahora bien lo que quiero expresar aquí —después de ésta y un poco inútil introducción monográfica— es el conjunto de cismas que me produce la ambivalencia de sentimientos expresada en la literatura de Rimbaud.
Rimbaud fue el poeta que una vez declaró:
“Mi superioridad consiste en no tener corazón.” /*Me gusta
Pero Rimbaud fue también el poeta que una vez escribiera a Verlaine la siguiente punzante carta de amor (cada que la leo mi ritmo cardíaco se subvierte y una cierta inclinación melancólica se apodera de mí):
A Verlaine, julio de 1873 Londres, viernes por la tarde.
Vuelve, vuelve, querido amigo, único amigo, vuelve. Te juro que seré bueno. Si me he mostrado desagradable contigo, fue tan sólo una broma; me cegué, y me arrepiento de ello más de lo que puedes imaginar. Vuelve, todo estará totalmente olvidado. ¡Que desgracia que hayas tomado en serio esta broma! No paro de llorar desde hace dos días. Vuelve. Sé valiente, querido amigo. Nada está perdido todavía. (…) No me olvidarás ¿verdad? No, tú no puedes olvidarme. Yo te tengo aquí siempre. Di, contesta a tu amigo ¿acaso no volveremos a vivir juntos los dos? Sé valiente, contéstame pronto. No puedo quedarme aquí por más tiempo. Oye sólo lo que te dicte tu buen corazón. Dime pronto si tengo que reunirme contigo.
A ti, para toda la vida. Rimbaud.
Arthur Rimbaud, l'enfant terrible, sus palabras, su poesía —quizá su vida—, son por otra parte evidencia clara de la coexistencia —en nuestra naturaleza emocional— de una ambivalencia: una que nos hace reconocer, sin recato y a veces con cierto cinismo, nuestra imposibilidad para amar y que, al mismo tiempo, nos hace experimentar la muerte en la lejanía del ser amado, la más plena insatisfacción. Yo creo que esa frialdad es, muchas veces, máscara, caparazón, coraza y ariete. En tanto que el ardor, manifestación de nuestra vulnerabilidad, de eso que se da a cuenta gotas a fuerza de temer su mala utilización. Yo, por mi parte, anhelo la audacia, quien sí provoca a la muerte (aunque la ambivalencia, así manifestada, es de un encanto insuperable y también la acojo).
/*Ésta es mi exégesis (plagada de toda suerte de texturas emocionales). Se admiten otras.