Dios y la necesidad

En el año mil antes de la era no cristiana, un aerolito de roca oscura se posó sobre los rostros de los hombres para demostrarles que la religión estaba muerta y que dios era una hipótesis no necesaria de la existencia. Entonces los hombres se enfadaron y lloraron. Otros maldijeron y renegaron de las años de prosperidad en los que había sido dios su fuente de consuelo. Otros más, incrédulos a todo lo que no fuese cuantificable y no se sometiese al método científico, se quedaron absortos, exhaustos, tratando de imaginar una solución a lo que sus respectivas faces contemplaban. Unos más, que fueron los menos, no dieron la mínima señal de vida y se mostraron impávidos todo el tiempo. Parecería que rezaban, pero en realidad solo estaban ensimismados en pensamientos cuya naturaleza no era sencillo dilucidar. Pasaron los días y la gente se iba acostumbrando al nuevo estado de las cosas. Las cosas rápidamente se iban normalizando y la gente, ante la necesidad de comer, vestir o hacer cualquier otra actividad, debía de inmediato tornar a sus labores sin que hubiese tiempo para ponderar en lo ocurrido. La estupefacción fue generalizada. Al paso de los días, de los meses, de los años, la gente se fue dando cuenta finalmente que nada que estuviera conectado con una concepción espiritual de la vida o un sentido de religiosidad eran necesarios para vivir. Lo único necesario era la comida, el techo, el vestido y garantizar la subsistencia en general. También era necesario mantener en estado óptimo el organismo. Nos convertimos en máquinas biológicas cuyas mejoras gracias a la manipulación genética incluían menor cantidad de enfermedades mentales y males del alma en comparación con otra épocas. Esto nos trajo paz y nos trajo plenitud. Plenitud tanto personal como en lo concerniente a lo colectivo. Llegamos al perfeccionamiento de la sociedad en menos de dos generaciones. Descubrimos que los dilemas éticos que nos planteaba el transhumanismo eran falsos. La manipulación genética no era un desafío a las leyes de la naturaleza, eran las leyes de la naturaleza misma obrando a nuestro favor. Dios, por lo tanto, se quedó en otra región. En un plano alejado de nuestras necesidades primarias, ocupando la posición central de algún pedestal consagrado a la historia. Ahora dios éramos nosotros tal y como lo había concebido Nietzsche. Nos habíamos convertido en el übermensch añorado de las mitologías de infancia. Dios ya no existía en un plano simbólico para colmar necesidades espirituales, dios era nuestra capacidad autopoiética y autorreproductiva encarnada en nuestro saber científico. Se fueron las enfermedades y los males degenerativos. Se fue la vejez y el cansancio. Se fue el dolor y el sufrimiento. En su lugar, llegaron la alegría y la serenidad del alma. Era como si Séneca se hubiese encarnado en cada uno de nosotros. Los excesos se habían esfumado pero la alegría no se fue, quedaron los hombres.

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