Misiva a Juan Gelman

Juan Gelman, te recuerdo no solo por tus letras sino por tus luchas políticas. No fuiste uno de esos intelectuales fáciles que separan estética de ética como si fuera posible habitar cuerpos distintos para cada experiencia, o como si uno habitara medios mundos. Tu poesía me llenó de melancolía alguna que otra tarde y leí con avidez tu columna en Página 12 de los últimos años. ¿Sabes? la redacción de mi carta es quizá un poco argentina. Pasa que he sido una lectora contumaz de la literatura del Sur: hasta ese punto afecta en mi escritura (aunque esta vez dejo que así ocurra).

Adonde viajes poeta —que es un decir—, que tus semillas queden bien dispersas por los lares de los todavía vivos y los que vendrán. Y que se decupliquen los Juan Gelman poetas del mundo con su compromiso político a cuestas, quienes no cesan de pensar la otredad ni lo rotundamente otro (o lo absoluta). Aquí termino.

PD. En retrospectiva me pregunto —y me lo he preguntado siempre— si no la dimensión personal (lo planteo como condicional), la dimensión subjetiva enriquecida en la otredad, otorga a la poesía una dimensión que de otro modo no tendría.

Leyendo un poema de Rosario (precioso poema de Rosario)

Presencia


Algún día lo sabré. Este cuerpo que ha sido
mi albergue, mi prisión, mi hospital, es mi tumba.

Esto que uní alrededor de un ansia,
de un dolor, de un recuerdo,
desertará buscando el agua, la hoja,
la espora original y aun lo inerte y la piedra.

Este nudo que fui (inexplicable de cóleras,
traiciones, esperanzas,
vislumbres repentinos, abandonos,
hambres, gritos de miedo y desamparo
y alegría fulgiendo en las tinieblas
y palabras y amor y amor y amores)
lo cortarán los años.

Nadie verá la destrucción. Ninguno
recogerá la página inconclusa.
Entre el puñado de actos
dispersos, aventados al azar, no habrá uno
al que pongan aparte como a perla preciosa.
Y sin embargo, hermano, amante, hijo,
amigo, antepasado,
no hay soledad, no hay muerte
aunque yo olvide y aunque yo me acabe.

Hombre, donde tú estás, donde tú vives
permaneceremos todos.

—Rosario Castellanos.


Hace escasos días el gobierno británico concedió el perdón a Alan Turing después de haberlo obligado a la castración química y haberlo sometido a aislamiento por su homosexualismo; este último hecho es probablemente lo que terminó por moverlo a suicidio hace sesenta años si es que esa hipótesis no es descartable. Alan Turing es quizá una de las figuras más importantes de la computación teórica y de la historia de la computación contemporánea. Esbozó en su «máquina universal de Turing» los principios teóricos, las prescripciones y reglas que debe satisfacer un algoritmo para decidir si es Turing-computable; es decir, para definir cuándo un problema expresable en lenguaje natural es soluble por medios computacionales. Para ello definió una función recursiva que debía probar si un conjunto de entradas llamadas los inputs del sistema eran capaces de generar una solución —llamada el output del sistema— toda vez que fuesen procesados por la máquina universal, bajo el supuesto de que podemos identificar una función recursiva a una máquina de Turing. Ahora bien, la máquina universal de Turing constaba de una banda infinita dividida en celdas susceptibles de almacenar un símbolo y de una cabeza lectora-escritora que avanzaba linealmente por la cinta procesando los símbolos de cada una de las celdas, o bien reescribiéndoles; de este mecanismo elemental se deduce la importancia de esta máquina teórica pues define por otra parte los elementos constitutivos de una computadora. La prueba de Turing aquí descrita define además uno de los teoremas más importantes en teoría de la computación y se le conoce con el nombre de The Halting Problem. Lo que resumo en este pie de página puede consultarse con más detalle en textos como «Teoría de la Computación y Lenguajes formales» de Brookshear o en «Introducción a la teoría de la computación (autómatas y lenguajes formales). Notas de clase» de Elisa Viso. O en fin, en algún manual sobre Teoría de la Computación o en Wikipedia misma.

El perdón a Alan Turing

En esta historia, siento menos estupor ante las acciones discriminatorias del gobierno británico contra Alan Turing hace sesenta años (pues me pregunto si no vale la pena dejarle el género como prejuicio a quienes necesitan asumirlo como algo más que un llano descriptor) que perplejidad ante la simpleza con que un gobierno se limpia de sus errores con sus propios condenados, como en las mejores épocas del fascismo, pero con las técnicas más modernas del tecnofascismo y sus medios electrónicos. Es decir, me pregunto si en esos indultos que otorga la autoridad a sus perdonados —en este caso, en el perdón a Alan Mathison Turing— no hay en el fondo el mismo gesto despótico con que se aprisiona a sus perseguidos. Pues mientras que Turing queda convertido por un lado en el mártir de una sociedad puritana y estúpida, ocurre por el otro que en el registro histórico de la corona británica es ella misma quien se levanta contra sus propios errores y decide reconocerlos con bombo y platillo —porque difícilmente el gobierno británico habría dicho no a la solicitud de una sociedad orgullosa de practicar valores democráticos si, como ocurre, esa sociedad es la sociedad del gobierno británico—, y entonces perdona a Alan Turing por una injusticia pasada. Y quizá nosotros, que no debemos ser críticos sino regocijarnos por todo —porque no se puede ser crítico y regocijarse al mismo tiempo; es más, porque ser crítico supone ya una incapacidad para el regocijo— no nos quede más que gritar ¡albricias! Turing consiguió el perdón. [1]

Por lo demás, simpatizo a plenitud con el gesto político de ese listado de 37 mil personas que incluyen al físico Stephen Hawking y creo que deben sentirse muy complacidos con el edicto. Es una pequeña victoria si se lo ve desde esta perspectiva. No ironizo.

Cierro con una reflexión que probablemente parecerá muy radical pero la deslizo así: como suave reflexión, como acto que invita a pensar:

Perdón y suicidio se identifican en una sociedad que no aprende a aprender sin infligir dolor al otro, en una sociedad —o en un grupo minúsculo de ella, con tristeza— que se arroga la gracia de la indulgencia. El suicidio no es tanto la condición de quien se sabe libre sino el lamento de quien se sabe abandonado. Ningún perdón resucitará a Turing aun si «limpia» su nombre (¿de qué?) y ninguna sociedad debiera someterse al patético espectáculo de solicitar a sus opresores su perdón. En este caso, haríamos más construyendo un memorial a nuestros y nuestras Alan Turing caídos, y reproduciendo sus relatos en nuestros textos, que solicitando perdones o reconocimientos.

Nota: 


[1] Asumiendo la acepción corriente de «crítica» que no necesariamente coincide con su acepción filosófica.

*Publicado en Rebelión.

«Reflections», Santiago Caruso




Reflections, Santiago Caruso

Blogger Templates by Blog Forum