jueves, 2 de mayo de 2013
by Eleutheria Lekona
INTERVENCIÓN 1
La gente que cree en Dios, deposita en él la propia
confianza de su espíritu. Es una especie de intermediario, o sustituto de la
confianza que se proyecta en el ser y en la humanidad, solamente que depositada
en una superioridad divina. Es esa ineptitud humana —o quizá, un acto de
supuesta severa humildad— para reivindicar la identidad del ser sin rubores.
Una clase de arrogancia que no perdonamos fácilmente, es la del
ateo que no necesita de Dios para ser. Aunque a mí me parece que esto equivale
a un autoengaño. El crédulo no es menos arrogante que el ateo; la diferencia es
que proyecta su arrogancia en una entidad que él crea (Dios) y de la que,
además, osa creer sin tener más datos que su fe —un acto no menos arrogante.
De la alocución anterior, se deduce que sería en
verdad ridículo pensar que la credulidad —o su opuesto—, constituyan sendos
actos de arrogancia. Si alguien creyera que un ateo es arrogante porque se
atreve a declarar su ser sin necesidad de Dios, entonces estaría condenado a
aceptar esto mismo para el creyente, aunque de otro modo. El hombre siempre
necesita creer en algo. Si no cree en Dios, cree en sí mismo. El ateísmo y la
fe, vendrían a ser dos formas de un mismo fenómeno; distintas únicamente por
sus medios.
Decía Kierkegaard: «Tener fe es
el coraje de sostener la duda». Y siempre tendrá algo de heroico aquel loco que
se atreve a sostener lo insostenible. Quizá por esto, me he sentido siempre no
solamente inferior ante los creyentes frente a la duda, sino bastante más flaca
de mi espíritu.
INTERVENCIÓN 2
A veces
creo que en el ateísmo, cierta clase de especímenes expresamos cierto tipo de
ineptitud biológica. Cierta tendencia a negar la tradición, a negar lo que de
más sagrado hay en el hombre: el mito.
INTERVENCIÓN 3
Creo que
es un fenómeno antropológico hondo, hondo. De psicología de masas, pero también
de psicologías individuales. Incluso he escrito en mi blog, entradas destinadas
a explicar por qué, pese a no compartir, respeto a los creyentes. Pero así como
sé que hay ateos intolerantes que persiguen al creyente por su creencia,
también sé que hay creyentes que persiguen a ateos por su incredulidad. Esa
onda muy humana de joder al prójimo.
INTERVENCIÓN 4
¡Claro!,
para hablar de Dios, hemos creado un vocablo. Es una de las relaciones más
complejas que sostiene el hombre: su relación con Dios. Y no es improbable,
como le ocurría a mi abuelo, que el ser humano mude de creer firmemente en
Dios, a luego perder su fe y, luego, volver a recuperarla. No sé si sea una
cosa de permitirse ser laxo con sus creencias, es una cosa de ser muy creyente
de ellas, como Bertrand Russell que era un férreo ateo. La diferencia entre el
ateo y el creyente, es que el ateo cuenta con evidencias fácticas que sostienen
su creencia —puesto que no cuenta con evidencias fácticas de la existencia de
Dios— y, por lo tanto, habría, al menos, coherencia epistemológica en su
posición. En el creyente no se puede pedir dicha coherencia; es, como dice
Kierkeegard, valentía. Es la posibilidad de quedar definidos por nuestras
ignorancias —como decía Sartre—, por la infinita parcela de realidad ignota.
«No es posible decir nada
de nada. Por ello es ilimitada la cantidad de libros».
—E. M. CIORAN (Del Inconveniente de haber nacido)