—Sobre Dios (de una charla).


INTERVENCIÓN 1

La gente que cree en Dios, deposita en él la propia confianza de su espíritu. Es una especie de intermediario, o sustituto de la confianza que se proyecta en el ser y en la humanidad, solamente que depositada en una superioridad divina. Es esa ineptitud humana —o quizá, un acto de supuesta severa humildad— para reivindicar la identidad del ser sin rubores.

Una clase de arrogancia que no perdonamos fácilmente, es la del ateo que no necesita de Dios para ser. Aunque a mí me parece que esto equivale a un autoengaño. El crédulo no es menos arrogante que el ateo; la diferencia es que proyecta su arrogancia en una entidad que él crea (Dios) y de la que, además, osa creer sin tener más datos que su fe —un acto no menos arrogante.

De la alocución anterior, se deduce que sería en verdad ridículo pensar que la credulidad —o su opuesto—, constituyan sendos actos de arrogancia. Si alguien creyera que un ateo es arrogante porque se atreve a declarar su ser sin necesidad de Dios, entonces estaría condenado a aceptar esto mismo para el creyente, aunque de otro modo. El hombre siempre necesita creer en algo. Si no cree en Dios, cree en sí mismo. El ateísmo y la fe, vendrían a ser dos formas de un mismo fenómeno; distintas únicamente por sus medios.

Decía Kierkegaard: «Tener fe es el coraje de sostener la duda». Y siempre tendrá algo de heroico aquel loco que se atreve a sostener lo insostenible. Quizá por esto, me he sentido siempre no solamente inferior ante los creyentes frente a la duda, sino bastante más flaca de mi espíritu.

INTERVENCIÓN 2

A veces creo que en el ateísmo, cierta clase de especímenes expresamos cierto tipo de ineptitud biológica. Cierta tendencia a negar la tradición, a negar lo que de más sagrado hay en el hombre: el mito.

INTERVENCIÓN 3

Creo que es un fenómeno antropológico hondo, hondo. De psicología de masas, pero también de psicologías individuales. Incluso he escrito en mi blog, entradas destinadas a explicar por qué, pese a no compartir, respeto a los creyentes. Pero así como sé que hay ateos intolerantes que persiguen al creyente por su creencia, también sé que hay creyentes que persiguen a ateos por su incredulidad. Esa onda muy humana de joder al prójimo.

INTERVENCIÓN 4

¡Claro!, para hablar de Dios, hemos creado un vocablo. Es una de las relaciones más complejas que sostiene el hombre: su relación con Dios. Y no es improbable, como le ocurría a mi abuelo, que el ser humano mude de creer firmemente en Dios, a luego perder su fe y, luego, volver a recuperarla. No sé si sea una cosa de permitirse ser laxo con sus creencias, es una cosa de ser muy creyente de ellas, como Bertrand Russell que era un férreo ateo. La diferencia entre el ateo y el creyente, es que el ateo cuenta con evidencias fácticas que sostienen su creencia —puesto que no cuenta con evidencias fácticas de la existencia de Dios— y, por lo tanto, habría, al menos, coherencia epistemológica en su posición. En el creyente no se puede pedir dicha coherencia; es, como dice Kierkeegard, valentía. Es la posibilidad de quedar definidos por nuestras ignorancias —como decía Sartre—, por la infinita parcela de realidad ignota.
 
«No es posible decir nada de nada. Por ello es ilimitada la cantidad de libros».
—E. M. CIORAN (Del Inconveniente de haber nacido)
 
 

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