viernes, 25 de junio de 2021

Los vínculos que nos unen al pasado exhiben una rotura

Los vínculos que nos unen al pasado exhiben una rotura; en parte porque hay una suerte de tendencia a desgastarlos, pero en parte porque las personas hemos sido cómplices indolentes de esa no inusitada tendencia, una tendencia que pone en jaque nuestra experiencia de sujetos no libres. Tendencia y condición sintética que muy pocas personas se atreven a discurrir y, mucho menos, a cuestionar. Ahora bien, si cuestionar y discurrir ya es inusual, aceptar se ha vuelto paradójico. Aceptar es la marca de todo lo que caracteriza a mi época. Aceptar la maldad, aceptar la inmanencia, aceptar el dolor, aceptar la falta de empatía con los sujetos que se perciben diferentes, aceptar los cánones estético-morales que nos hayan sido expuestos desde el exterior, aceptar cualquier consigna estéril y estúpida que supuestamente clama contra la injusticia, aceptar la existencia de hechos insólitos y no explicables que ponen en duda la capacidad humana para discernir el bien del mal, aceptar cualquier modalidad de erudición que no atisba en los fundamentos, aceptar la propia carga de conciencia por hechos de los que nos sentimos culpables sin siquiera haber sido partícipes de ellos, pero que históricamente nos han sido legados como si fuera nuestra función resolver las posibles y no improbables diferencias de reyertas pasadas, aceptar, en fin, cualquier cúmulo de cosas que intuitivamente suponemos contra natura pero que muy pocas veces nos atrevemos a poner sobre tela de juicio. Y cuando digo contra natura, no me refiero únicamente a lo que opera contra la moral, sino, más precisamente, a lo que opera contra la razón. Porque si la moral se supone que debe de estar fundamentada sobre la razón, toda vez que cometemos un acto de inmoralidad actuamos secundariamente contra la razón, por lo que todo malentendido que se desprende de nuestra razón pura es básicamente un malentendido que se pone en marcha y cobra fuerza a través de la razón práctica. Así, en la realidad, cada vez que atentamos consciente o inconscientemente contra la razón —ya sea a través de la moral o sin ella—, termina por quedar patentizado que nuestro juicio estético también ha quedado comprometido en ello, toda vez que se acepta —como lo hicieron los pensadores más avezados de este último siglo— que la moral es una forma de la belleza y que en el juicio estético está comprometido el último fundamento de nuestra moral. Así, me pregunto, ¿qué lleva a tanta gente a creer en teorías propagandísticas cuyo único fin es satisfacer su propia necesidad de creer en algo para no sucumbir ante el desvarío o su propia necesidad de no sucumbir a sus propios temores? El temor a perder sus casas, el temor a perder sus bienes, el temor a perder su status socioeconómico, temor a perder ese último cacho de felicidad sobre el que se asienta nuestra cómica existencia. Porque si algo es capaz de lograr la barata propaganda que se propaga desde las máquinas del pensamiento que velan por la prevalencia del statu quo, es obnubilar el pensamiento, es paralizar la mente, es dar cierre a todo posible camino de acción y diálogo entre los seres humanos; pareciera como si se tratara de dividirnos eternamente e impedir nuestra comunicación más honesta, aquella capaz de ocurrir fuera de los suburbios del adoctrinamiento ideológico, aquella falsa ideología que supone que ningún otro mundo es posible y, menos aún, uno en el que no concurra toda la gama de dispositivos tecnocientíficos, tecnoideológicos, tecnopolíticos, que han hecho del hombre del siglo xxi, el hombre masa, el hombre que se acrisola desde las periferias. Periferia política, periferia ideológica, periferia religiosa, cultural, o inclusive económica. Hemos pasado de ser el hombre de la caverna que se solazaba con imágenes curativas para enmascarar la verdad, a ser el hombre perdido en la masa informe de falsos debates y de falsos problemas para ceder paso a la más pura y la más putrefacta estulticia humana, que es otra forma de la maldad. Hoy, en pleno siglo xxi, la gente sigue peleando por defender un modelo a todas luces fallido, un modelo que ha dejado desierto y desolación a su paso, un modelo que no sirve, ni siquiera, para fijar los más elementales condicionamientos para el debate, un modelo que significa muerte, malestar y dolor para millones de seres humanos alrededor del mundo. Por eso, no solo nuestra moralidad está debilitada, lo está también nuestra memoria, nuestros sueños, nuestra esperanza en el presente, nuestra capacidad de autorrenovarnos para crear un futuro hecho para todos en donde todas las posturas puedan pervivir y en donde todos podamos escucharnos. ¿Por qué en lugar de intentar ridiculizar nuestras posturas rivales, no intentamos rescatar lo mejor de aquellas y ver cómo y en qué medida estas se pueden embonar-pegar con nuestras propias creencias y con los hechos ya existentes? ¿Por qué permitimos que quienes mueven los hilos abonen con su amargura y sus tentativas manipulativas a la separación? ¿Por qué? ¿Por qué todo tiene que ser ganar en lugar de escuchar? ¿Por qué todo tiene que estar equiparado con una competencia en lugar de con un sano diálogo o con un cuerpo comunitario de ideas en donde todos participen y cooperen? ¿Por qué nuestras más arduas diferencias no pueden suponer pluralidad de voces? ¿Por qué escuchar a quienes insisten en polarizarnos?, o, peor aún, ¿a aquellos de quienes insisten en la aniquilación de las ideas a través de la caricaturización de quienes las crearon?, ¿por qué no asumir de una vez que existe el mal y que hay que separarnos de él? Es en especial necesario poner atención a la existencia de la psicopatía. Aun si somos conscientes de que hay algo que está muy mal funcionando alrededor de nosotros —ajenos a nosotros y que no podemos controlar— la única real manera de luchar contra todo aquello que nos quiere ser impuesto es uniéndonos, pero uniéndonos, no para tal o cual servicio ideológico, no para tal o cual puesta en marcha de algún ideal largamente acariciado, por bónhomo que este pueda ser, no para exorcizar tanto como para conjurar, no, en suma, para dividir, sino para sumar. ¿Por qué no podemos comunicarnos? ¿Por qué todo tiene que ser demostrar la supremacía de nuestros ideales?, ¿por qué no mostrar flexibilidad y dar cabida a ideales que pueden incluso chocar con los nuestros? ¿A dónde lleva el fanatismo? He aquí la respuesta: a la nada, a la muerte y la desolación y, en último término, al fascismo. Incluso si estamos tan seguros de la urgencia de la situación y nos sentimos en una etapa cataclísmica de la historia de la humanidad, rayana en los apocalipsis y las distopías más alocadas imaginables propias de algún momento finisecular, aun si eso es cierto y nos sentimos desmembrados como sujetos ideológicos y políticos, siempre es posible arreglar nuestros más fundamentales desacuerdos sin polarizar más. Por favor, escuchemos al otro, apelemos al más básico ejercicio de la razón. El mundo no se va a resolver mostrando la supremacía de nuestras ideas, el mundo se va a resolver logrando acuerdos. El mundo se va a resolver con acciones concretas que nos alejen de la posibilidad más real frente a la cual nos enfrentamos la especie humana en estos momentos: la aniquilación de la especie, la posibilidad de fenecer víctimas de nuestro propio impasse, de nuestra propia podredumbre, de nuestro propio egoísmo; tendencias que, evolutivamente, no logran ser erradicadas del todo de todos los sujetos no autónomos que habitan el planeta dado que, desafortunadamente, no en todos los sujetos ha evolucionado con la misma celeridad la corteza prefrontal y, el neocórtex, en muchos casos, es solo parte de los sujetos más avanzados, de los únicos que serán capaces de sacar adelante al planeta pero que, por estadística, representan al más pequeño porcentaje de la población: suena ridículo, pero es simple: la selección “natural”, queridos todos, opera aleatoriamente y nos rigen parámetros normales. Es real y no es retórico, el calentamiento global por causas antropogénicas está llevando a la humanidad a un anticlímax y la única forma de acabar con ello es entendiéndolo. Si ese calentamiento deriva o no en una miniglaciación o en alguna suerte de enfriamiento o de ciclos de climas extremos que alternan entre sí, es tema de otro debate, lo que es relevante aquí es concentrar todos nuestros esfuerzos en mantenernos a flote con el menor número de bajas posibles, tanto de la especie humana como de todos los órganos vivos en general, plantas y animales y, aun microorganismos. Lo relevante es sacar adelante a nuestro planeta con el menor número de daños posibles. Lo relevantes es, pues, lograr un entendimiento al respecto y solucionarlo. Irrelevante es también, por cierto, si esto está siendo exponenciado por las élites y si se magnifican los daños de cara a la opinión pública para imponer aquella o esta agenda económica. Lo perentorio aquí es que debemos unirnos en la medida de nuestras posibilidades. Eso es lo más urgente que hay que entender.

Y, ojo, este entendimiento debe darse sobre esta base: hay alguien que nos quiere separar y la unión debe de ser toda nuestra respuesta. Si hay una política de exterminio poblacional, debe discutirse en otro momento.

25 de junio de 2021

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