miércoles, 26 de enero de 2011

Potencialmente creyente

Yo podría un día –quizá- abrazar el concepto de Dios. Sintiéndome sola, vieja, cercana a la muerte, precisar de la noción de trascendencia, proveerme de la ilusión según la cual tiene que haber algo más grande que esto que mis ojos ven. O -caso distinto- ser blanco de un hecho tan controvertido, tan peculiar en mi vida, que me arroje éste a reconocer a Dios (comprendo que pueda haber situaciones de la vida que animen a muchos humanos a tal reconversión). Ese devaneo –comprendo- es uno al que no es fácil sustraerse. No sé si llegado el momento, cuente con la suficiente congruencia intelectual como para -en efecto- sustraerme a tal posibilidad (o quizá, ni siquiera tenga que ver con “congruencia intelectual”, sino con lo que mis circunstancias hayan hecho de mí llegado ese día). Lo que sí sé -y sobre eso no tengo ninguna duda- es que, jamás, jamás podré abrazar ninguna doctrina religiosa, ningún corpus de conocimiento de cariz eclesiástico a partir del cual pueda aceptar yo nociones divinas. A menos que, como sospecho y como muchos antropólogos confirman, la idea de lo divino no sea sino una extensión –exaltada- de nosotros mismos sobre algún símbolo, sobre alguna entidad cuya existencia nos confiera de paz, de sosiego, de asidero frente a la soledad. A mí una vida sencilla, arrimarme al calor del fuego rodeada de seres amados dispuestos a la palabra –cobijados bajo el cielo- es una vida que no sólo podría vivir, sino que deseo vivir algún día. La comunión con humanos, prescindir del vacío que te inflige vivir en estas urbes en donde la amabilidad se toma como sospecha (quizá formes parte de alguna banda de secuestradores), la vida de oficina, envejecer en el trabajo es algo que ni por necesidad, ni por ninguna cosa anhelo. La vida en la ciudad, vivir en la capital de mi país es resultado de un azar y de una afiliación, un amor a la academia. Nada más. Pero llegado el momento, abandonaré la ciudad, emigraré al campo, a algún pueblo en mi país o a algún pueblo de otra parte del mundo (no me importa, en realidad).

Toda esta búsqueda enorme, incesante, no satisfecha aún que tengo yo por el encuentro con mis semejantes –como se estilaba en otros tiempos, en las tribus, en aldeas- es una búsqueda no hacia la renuncia de mi ser, sino al encuentro más genuino con mi origen. En los orígenes del mundo, justo allí, nace la idea de Dios. Anhelo el encuentro con mis orígenes, con mi humanidad, sin la idea de Dios. Sea ello, tal vez -y no otra cosa- lo que la posmodernidad tuvo a bien legarme (a mí y posiblemente a muchos). Seremos un nuevo tipo de humanos, aquellos que tuvieron que ser blanco de la masificación y mercantilización que hizo de ellos el capitalismo para, al final, abrazar –huérfanos, ya en la intemperie- lo que de más humanos hay en ellos mismos, pelear incluso con ferocidad por recobrar lo que el capitalismo les arrebató. Pero también habremos de ser los humanos que, educados bajo los dictados de la razón científico-técnica, aquellos que tuvieron noticias sobre la muerte de Dios, no vuelvan, nunca más vuelvan a requerir de éste. ¿Será la fe en Dios condición necesaria para la fe en lo humano?, ¿no acaso Dios es una expresión de nuestro deseo por perdurar en esta tierra lejos de la bruma, de las neblinas, del caos? Yo ya no puedo pensar así, han transcurrido un par de miles de años desde que este tipo de pensamiento fluyera en nosotros. La Historia nos ha arrojado a la lucha contra el tiempo, pero en medio de esa lucha tiene que haber, también, algo recuperable. Mientras fuimos esclavos en “las filas del progreso”, no del todo murió nuestro humanismo. Lo humano siempre está allí, incluso como residuo. Con ternura -casi con amor- me asgo a mi ser atávico y, con esa misma convicción, tomo también lo mejor que hemos producido en medio de todo este cataclismo industrial. Yo digo que son la ciencia y el humanismo lo mejor que, hasta ahora, hemos elaborado, nuestros mejores frutos. Yo digo, incluso, que un quehacer no se explica sin el otro y, una actitud, menos. Digo también que podría parecer que dentro de mí yace una infinita soberbia –podría ser-, pero no es eso lo que me mueve a esta clase de aseveraciones.

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