Construyo mi realidad, cada minuto, cada segundo. Soy artífice de mis fantasías y artesana de mis desazones. Amanece, me pregunto qué sentido tendrá que yo siga respirando y hasta qué punto puede mi conciencia seguir soportando la carga de mis cavilaciones. Transcurre el día, la luz solar que desde temprano baña a las plantas de la sala me insta a pensar que tal vez hay un sentido en todo esto, que ya más bien me convendría adherirme a la creencia de un sentido metafísico y así renunciar a la penuria, a la soledad de saber cuánto accidente somos, cuán transitorios, efímeros, no trascendentes. Yo he renunciado a Dios hace muchísimo tiempo; quizá él haya renunciado a mí primero. Despersonalizarme es una palabrita que encontré en un libro que no he podido concluir (llevo casi dos años intentando leerle). El libro me ha parecido una repetición de otras historias –mil veces mejor contadas- que, en su momento, me infligieran de fuertes sacudidas. Hay dos, tres libros en mi vida que definen la esencia de lo que yo sería después, de mi carácter. Siempre estoy a la espera de otro gran libro, de otra gran historia, de un conjunto magno de palabras que vuelvan a arrobarme, a devolverme el hálito perdido. Quijotilla soy y siempre. Es en el pensamiento, en las palabras, en las ideas en donde siento. Pero decía que hallé esta palabra –la de despersonalizarse-, la de cesar de pensar en mí misma, la de no pensar más sobre mis propios pensamientos y entregarme a la actividad de pensar en los otros, en el afuera. Todo lo que distingue a mi especie es todo lo que odio de ella. Podría decirse que criaturas como yo están destinadas a perecer al no lograr la adaptación. Una definición de inteligencia –no sé por qué me pesa tanto- que recuerdo de mis clases de “Inteligencia artificial” dice: inteligencia es la capacidad de adaptarse al medio. Poseo la suficiente cordura para comprender que es uno quien va proyectando las líneas de su propio zigzaguear, pero también advierto que, en conjunto, se pierde la sincronía porque ya no es una voluntad –sino la unión de varias- intentando marcar el trazo, la nueva singladura, recorrido que a todos habrá de trastocar. Y si hasta hace poco me había confortado con aceptar la gradualidad con que las cosas pueden mejorar –me he reconocido pacifista-, al hacerlo, siempre estuve consciente del costo en vidas, en dolor ajeno, en sufrimiento que tal gradualidad acarrearía; mas me decía -dicotómica: o gradualidad y cambio u otros derroteros y nada. Porque la gradualidad implica pensamiento, pero otros derroteros –si se conciben desde la visceralidad y la estupidez- poco harán para precipitar el cambio. Pero mientras todo ocurre –aunque, en realidad, está ocurriendo ya (no quiero conjurar el cambio a un happy ending siempre a asirse, siempre en el horizonte, siempre como acicate)-, se pueden ganar muchas cosas y perderse otras. Y ¿qué nos garantiza que, al final, el saldo sea positivo y logremos nuestro propósito?, ¿qué nos lo garantiza si -como creo- evolucionar es retroceder?
Si el dolor, la defección, la mentira, el ultrajar, el destruir es constitutivo de nuestra especie, ¿por qué nos afanamos en lo contrario?, ¿por qué vamos contra natura pretendiendo que con nuestro “pensamiento”, con nuestro “razonar” habremos de subvertir el fluir de nuestro carácter?, ¿y si mejor nos entregamos a la barbarie, a nuestra brutedad y –desaforados- terminamos de asestarnos el último golpe? Todo apunta a la destrucción, al cese. Si es con la razón, terminamos en la aridez, exangües, demasiado “correctos”. Si es con el corazón, devoramos otros o entregamos en sacrificio el nuestro. Y la unión de pensamiento y sentimiento, esa gran simbiosis del ser, ¿en quién existe?, ¿cómo dosificarla?
Tal vez en mí la saciedad llega pronto, tal vez la esperanza en mí es apenas una simiente que comienza a crecer, tal vez me falten convicciones, tal vez mudo de ideas como de calcetas, PERO, sí quiero decir que haría lo que fuera ahora, lo que sea, por ver sufrir a menos personas, por fotografiar más sonrisas con mi memoria, por ver desaparecer la amargura en varios ejemplares de mi especie, por abrazar a quien quiera que se sienta solo y decirle que eso no ha sido nunca cierto.
Diapasón somos de este gran mecanismo autodestructivo. Somos la causa de nuestro cese. Podríamos comenzar a reconstruirnos y no pensar más en que estamos predeterminados por algún destino siniestro o por la herencia o por la historia, sino que somos -cada uno- un yo incondicionado, contingente, susceptible -segundo a segundo- al remozamiento.
No habrá modo de franquear la frontera que te separa de mí, pero debes saber que detrás de mi muralla estoy yo (anti-mantra).
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