Mi gato es atípico. Éste no es independiente y se dice mío. Va a dónde voy yo y si a la ducha me meto, allí mismo me sigue y mete su patita por debajo de ese triángulo que le falta a la puerta del baño -allí- en la parte inferior. Y luego, tiene su advocación en el gato de la noche que persigue hasta a mi sombra a cambio de una digna vianda de Whiskas. Y ya no sé yo quién es quién; si el gato negro es la gata negra o la gata negra es el gato negro. Gato negro voyeur. La gata negra se llama Gigi, el gato negro se llama Odín. Gatos clavicémbalos que cantan músicas con su ronroneo; gatos injerencistas que se asoman por mi ventana para participar de mi vida cual espectáculo de vodevil. Y hete que voy de la sala a la cocina y de la cocina al comedor, acarreando ollas, refractarios de comida, baldes con agua, atareada, pensativa y los gatuchos, chismosos, con sus ojos acuciosos me inspeccionan toda y, con ingeniosa mente, se ponen a barruntar asertos que ofrecen solaz a su inicuo, no saciable intelecto. Pero gatos tiernos también –como yo- y por eso los amo y los acepto en mi Big Bang contraíble-expansible. Estos gatos son aerolitos dentro de mi universo; otros, hasta cometas de mi noche sideral sempiterna y -a veces- hasta a la luz del día se presentan en mi cielo.
Inspirado por un post de Marcelo Munch.
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