Hay una componente metafísica en los textos que llegan a nuestros manos cargados de furor. En esencia nos recuerdan la flaqueza de la noche o la austeridad de la madrugada. No son la navaja de Ockham que nos permite acceder limpiamente a ellos por su simpleza. Son más bien una sutura y un estampado. Pero en el fondo esconden un cadáver. No es el cadáver de la muerte, obviamente, es el cadáver de la agonía y de los despeñaderos en los que se vierte el cuerpo cuando todo se colapsa y se antiquintuplica por las prisas, se minimiza y se ametralla en su mínima expresión formando olas de suciedad que se levantan contra el tiempo y esconden el rostro de lo cuadrado sin fervor ni sin temor ante la inmundicia. Cabría pensar en este sentido en un rompecabezas o, mejor, en un acertijo. Pero no hay palabras, decía mi vieja abuela, que no puedan ser descifradas. Entonces mi abuela mira de rabillo por la ventana y se echa a reír. Hay entes cargados de vino y de témpanos de tiempo que se detienen ante la serenidad de la noche. Oh, se escucha un aire sutil, un soplido del viento, un murmullo de la madrugada y, aquí, justo en el precipicio, se termina de taladrar el tiempo. Las palabras vuelven a dormir.
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