Navegantes van díscordos por las playas del desierto. No miran al Sol, no ven ya el Sol.
Ven la noche, las estrellas guiarles.
Sus cabezas son estrellas. La luz de las estrellas que en proyección oblonga cae a Tierra. Cada puntito, alguna intersección con el plano terrestre: allí comienzan sus cabezas que, requiriendo de más de dos parámetros para ser descritas, forman un todo tridimensional.
Y van que montan sus barcos. En las dunas ondulantes que son la nueva agua. Desértica como la leche en que nadan pececillos nacarados.
Azul cobalto lleno de luz es el nuevo cielo, con el color azul con el que brillan los pixeles. Sus pelos crespos y engomados, y cuerpos esbeltos cuyas tilicas piernas son, empero, zancos y pies y anclas; como argonautas que ya no buscan a su dios.
Y los suyos ojos con forma de almendra o fusiformes como selacios o glaucos. Es decir, peces esmeralda que hechos carne humana miran con la espesura de sus suyos ojos a la infinidad que se otea desde este mar de polvo.
Absolutamente negros –sus ojos- porque están llenos del todo, es decir, contienen al todo: todo. No vacíos, no vacuos, y por eso no albos. Negros que es el color de todo lo que llena al espacio que debe ser de cuatro dimensiones o más. Entonces el espacio bien podría estar lleno por un hipercubo y sus ojos de almendra requerir de una componente más para contener completo al universo.
Y aun sin saber bien a bien qué miran, uno sabe que miran con ternura, que suspiran con ternura, que cogen el timón con absoluta ternura porque el tacto es la continuación del ser en otros y en otras cosas. Extensión del cuerpo que busca salirse de sí mismo, no para sí mismo, sí para otros, para darse.
No se podría decir que surcan al aire, más bien zigzaguean dentro de él y de la arena que se transmuta en agua cuando lloran, cuando la sangre caliente de sus cuerpos cobra víctimas en su vecindad y hacen del sólido líquido aunque bien que podría ser plasma.
Y en el exterior, en esa intemperie, está también su interior y sus paredes adornadas con pinturas que parecen arte rupestre pero es más bien arte moderno, mezcla de bajos tristes, arpas no entonadas que parecen arpón dentro de la fragata y, de hecho, se tocan como arpón para emitir sonidos musicales, notas, pavanas.
No sé por qué estiran sus brazos; les gusta mantenerlos rectos tal vez para presumir que su languidez sólo tiene parangón con sus piernas. Escuadras forman al doblar sus brazos y al plegarse por la mitad y agacharse: como una curva dragón de algún orden que se elabora con dobleces de papel. Son también de los que piensan que encorvarse sin donaires –prescindiendo de ángulos rectos- les hace ver ridículos, pero no porque lo sean, porque se sienten así.
Y el azul que todo lo cubre y que se mezcla con el color trigo de esa mar bravata de agua cascada que es como una tabla de surf transportando a estos marinos del suelo al cielo, del desierto a las estrellas.
Ya no hablan y no porque sea como el caso de aquél cuya voz se convirtió en sordina, sino porque ahora se comunican mirando, con esa actitud cautivadoramente tierna, suave, la que ya conté líneas arriba.
Me faltan palabras y párrafos para contarla mejor. No tiene caso, no puede decirse, es inefable y sin cifrado. No admite rótulos.
Y sus pelos crespos tienen algo de protagonismo en esto, como si hablaran, como si fueran un dato, algo que dice que ya no es importante la apariencia.
Calor y agua; brisa, bruma ligera, estrellas, el día noctámbulo que se entrega a la noche, que bebe de ella para amar a estos nuevos inmortales.
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