Yo, por supuesto, no puedo postular la existencia de una entidad metafísica y/o trascendente a partir de la cual se originó este Universo. La exuberante belleza que el Universo exhibe y su aparente perfección no me dan derecho a afirmar que, ergo, tiene que haber detrás de esto un creador, un hacedor. Ése es un argumento que rechazo con toda virulencia, me parece pueril, deshonesto. Ahora que, en honor a esa misma honestidad, tampoco puedo hacer lo contrario, esto es, refutar la existencia de tal hipotético hacedor. La verdad, verdad es que yo no puedo hacer nada al respecto y tampoco es que me interese. Personalmente, me inclino por el no: no sé si haya una lógica universal que lo demuestre; la mía dice que no. Además, ocurre que yo he encontrado muchísimas cosas de gran belleza en mi universo local, en mi microcosmos que demandan de toda mi atención como para meterme en el vericueto –inútil para mí- de demostrar o refutar la existencia de tal entidad. Cierro mi argumento –y ello no quiere decir que sea no rebatible- con las siguientes palabras de Bertrand Russell: “Me parece, fundamentalmente, deshonesto y dañino para la integridad intelectual creer en algo sólo porque te beneficia y porque pienses que es verdad.”
Ahora bien, el que el problema de Dios y las religiones haya dejado de serlo hace mucho tiempo para mí, no significa que sea un tema al que uso eludir. No puedo, ni querría. No puedo por mi inherente tendencia a pensar; no quiero porque con toda claridad –y eso no me exime de tener fallos- he establecido un compromiso ético para con mis semejantes, para con el mundo en el que me desenvuelvo y, sí, consciente de todas las broncas que el tema le ha acarreado al hombre y le sigue acarreando –muchas veces como subterfugio-, tengo, entonces, una opinión, asumo una postura.
El tema es extensísimo y nos reclama de profundo conocimiento. Pero la parte del asunto que voy a abordar aquí no te exige ser un erudito, sólo exige un poco de sentido común y una pizca de inteligencia. Por otra parte, tratados sobre religiones –los de Mircea Eliade, por ejemplo- pululan por doquier en estanterías de bibliotecas y librerías como para, con toda confianza, podamos coger uno de esos y empaparnos mejor del tema (ya un día escribiré mi propio tratado, yo que oso incursionar en todos los temas).
Decía entonces que yo me quiero centrar en un aspecto del asunto que, más o menos todos -sin mayor problema- podemos fácilmente analizar. Quiero hablar de los separatismos que genera entre humanos el que unos crean y otros no; el que unos se hagan llamar creyentes y otros se reconozcan ateos. Quiero hablar, en suma, de la necesidad del hombre de fijar una postura frente al asunto, pero –sobre todo- de la necesidad de hacerle saber al otro dicha postura y –con ello- destilar –a veces, no siempre- una cierta e innecesaria dosis de desprecio.
Como ya dije, las escisiones que se han generado entre naciones, pueblos o sociedades a causa de la religión son, más bien, de tipo político y la religión –como lo puede ser cualquier otro asunto que azuce fanatismos- ha sido un buen pretexto para hacer cuajar dichas rupturas. Pero de lo que yo quiero hablar ahora opera más a nivel, digamos, humano y –seguro- variadas corrientes psicológicas tienen su modo de explicarlo. A mí me vino la necesidad de hablar de esto aquí, tras haber sido testigo de algunas grescas entre humanos a causa del asunto; de cómo es lamentable ver a humanos suspirar constreñidos al sentirse despreciados por o creer o no creer o, más precisamente, por asumir creer o por asumir lo contrario. En realidad, se trata de un problema particular de un caso más general. El caso en que los humanos elegimos algo y creemos que nuestra elección es la correcta o la verdadera y, después, pensamos o creemos que la elección del otro –opuesta a la nuestra- debe no serlo o no lo es y, entonces, no contentos con haber hecho nuestra elección –y apreciar esa libertad- poder llegar a minusvalorar al otro a causa de la suya. Claro que aquí el asunto es delicado porque la elección de creer en un ser al que se le ha llamado Dios es un asunto de fe y, en lo personal, no me parece que la fe sea una vía efectiva o fiable para establecer la factibilidad de algo, la existencia de algo, vaya. Esto, a su vez, me lleva a otro tema complejo, sobre el que he cavilado mucho sin llegar a conclusión alguna, pero sí a comentarios. El tema de cuándo algo es verdad y cuándo no. Y de esto deviene un tema aún más complicado: el de con qué medios podemos establecer la verdad y cuándo y por qué y cómo vamos a decir que algo es verdad o cuándo no.
Bueno, como yo no me siento en posesión de la verdad –porque, además, la verdad no me parece que sea una cosa, sino, a lo sumo, resultado de una convención o un algo sujeto a caducidad- abordaré este último asunto algo tangencialmente y, así, con más tranquilidad, volver después al otro, al tema sustantivo de este post.
Algunos comentarios sobre el tema de “la verdad”
Comenzaré por decir que es bien comprensible que los humanos de hoy día sintamos cierta antipatía ante la mentada “verdad”. Y es que –como se sabe- la historicidad del término –sobre todo, su implicación- está ligada a muchísimos horrores que se han cometido en su nombre. Además, hay muchas confusiones con el concepto. Lo usamos para referirnos a la realidad, a la razón y a la razón moral y muchas veces despotricamos o hablamos a favor, moviéndonos entre estos tres orbitales sin hacer la menor distinción. Antes de aclarar esto hay algo que sí sé y que lamento: lamento que a expensas de las atrocidades que se hayan hecho en su nombre –un intangible, además- se haya optado por los más radicales –y no menos nocivos- relativismos moral y epistemológico. Siento que en este punto hemos perdido el equilibrio y que, en muchos sentidos, este desequilibrio explica mucho de los malestares que hoy padecemos –aunque también de los malestares pasados. Pero, bueno, como bien decía, cuando escucho hablar de “la verdad” o pretendo conocerla, muy lejos de mí se halla la noción de un absoluto o de un inmutable (en posts anteriores he hablado, incluso, de aquello a lo que he llamado “verdades locales”). Cuando yo pienso en “la verdad” pienso en, al menos, dos caminos o formas de establecerla –todavía no conozco otros-, el camino de la razón y el camino de la experiencia y esto para mí no entraña una dicotomía porque creo que “razón” y “experiencia” más bien se complementan, son formas típicas de allegarnos de conocimiento. Pero, también, cuando pienso en “la verdad” pienso en hechos objetivos y verificables y, así, puedo decir cosas como: es verdad que Salvador Allende se quitó la vida o no lo es; es verdad que en el ‘69 llegó un cohete a la Luna o no lo es; es verdad que cualquier persona puede enfermar de cáncer o no lo es; es verdad que en la Segunda Guerra Mundial murieron millones de humanos o no lo es. Luego viene un tema más serio, el de las verdades morales y lo deplorable que es oír decir a alguien, por ejemplo, que una persona es mala porque es gay. Aquí yo quiero decir nada más una cosa. Respeto que haya personas que creyéndose en posesión de un cánon moral trascendente –cuya razón me parece oscurísima, por cierto- o no trascendente, se atrevan a clasificar de buena o mala una cosa; lo que no entiendo es que a causa de dicha clasificación se atrevan a vilipendiar al de al lado. Las opiniones que uno tenga de algo –por muy sustentadas que estén sobre razonamientos lógicos- no tienen por qué derivar en agresión hacia el otro. En lo que a mí concierne, asumo por verdaderos ciertos hechos; también cualifico, hago valoraciones y tomo por ciertos o verdaderos –si a mí me parece que, después de haberlos razonado, lo son y no como sumisión a eso que Fromm llama “Ética autoritaria”- ciertos razonamientos de índole moral a los que se les suele designar con el nombre de preceptos. Dado, entonces, que asumo tener preferencias morales y dado que dichas preferencias son resultado de un ejercicio intelectivo, para mí resulta relativamente natural decir cosas como “asesinar es malo” (salvo que ese asesinar sea en defensa propia o esté razonablemente justificado –habría que discutirlo); también para mí es natural decir cosas como “está mal que personas echen a pelear a perros o gallos para divertirse y/o ganar dinero” y, en fin, puedo con cierta certidumbre y autoconfianza establecer este tipo de juicios, asumiendo –eso sí- el aluvión de críticas que mis coetáneos, los postmodernos, me hagan y me han hecho ya. ¿Y sobre lo que es bueno? No, allí sí fallo. Yo últimamente ya no sé qué es bueno o qué está bien. Sé qué no debo hacer porque no lo quiero hacer porque mi razón me dice que no lo haga; lamento no saber siempre –en esa misma proporción- que sí quiero hacer, que sí creo que está bien. Este extravío, no sé cuánto me dure, pero así es por ahora. Aunque tengo confianza en una cosa, este pequeño extravío es temporal porque, por encima de muchas cosas, acepto la existencia de una razón humana.
Hay, otra fuente, además de la razón, a través de la cual puede uno aceptar o rechazar como verdaderas ciertas cosas. Se trata de la vía de la experiencia; vía que –no más que la razón- es causa de sospechas. Justo uno de los argumentos clásicos que esgrimen los relativistas para establecer como igualmente válidas las diferentes verdades, apreciaciones y/o valoraciones que hacemos o establecemos las personas, tiene que ver con el grado de distorsión, con el ruido –diría un físico o algún aficionado a las series de Fourier- asociado a la información –recogida de la realidad- que entra a nuestras mentes. Es decir, si con los órganos de los sentidos aprehendo la realidad que me es objetiva, ¿cómo garantizo que asociados a esos sentidos no existe una especie de cedazo sensorial que pasa la información filtrada, incompleta –aunque éste es un relativismo de tipo subjetivista? O, en el caso de las verdades resultado de la razón, trasladar el problema al problema de validar la razón. Por supuesto, no puedo más que divergir con los postulados relativistas; aunque le valoro infinitamente una bondad que no tienen las posturas absolutizantes: el relativismo se desecha a sí mismo o, equivalentemente, el relativismo acepta su antagónico porque, si todas las valoraciones o verdades son igualmente válidas, entonces, la negación de dicho enunciado también lo es. Diré, entonces, que el relativismo es completo.
Hasta aquí con el tema de la verdad, pero antes, quiero recomendar este post y este otro que, sobre el asunto, se publicaran allá en “Escéptica” por los meses de agosto/septiembre. Me gustó mucho lo dicho allá, muy moderado, muy razonable, y mucho más abierto frente a lo que pueda decir yo misma.
Retornando al tema central
Bien, habiendo dicho que acepto por verdadero aquello que resulta de un ejercicio intelectivo –y si no puedo validar a la razón, cualquier alegato es inútil ya o no lo es y, por tanto, prosigo- y habiendo también convenido en aceptar por verdadero aquello que resulta de ciertos ejercicios experimentales (hablo de las verdades de la ciencia, aquellas verdades resultantes de la aplicación del método científico y que se trata, por tanto, de verdades falibles), entonces acepto también que la cuestión de la existencia de un dios, de la verdad de dicha aseveración puede ser zanjada desde ambas perspectivas –y si fuera relativista tendría que aceptar sin problemas que es bien válido decir que Dios existe lo mismo que decir lo contrario.
Desde la perspectiva de la lógica no tengo yo ningún razonamiento que demuestre la existencia de Dios; menos, uno que lo refute (aunque sé de varios que han construido uno y otro argumentos). Desde la perspectiva de la experiencia sensible –allí sí- puedo tranquilamente decir que la afirmación “Dios existe” me parece aventurada, especulativa y carente de todo sustento pues, hasta el momento, el humano no ha podido mostrar experimentalmente su existencia. Claro que –como muchos argumentan- el que hasta ahora no haya podido ser demostrada la existencia de Dios no quiere decir, por necesidad, que no exista y yo, naturalmente, estoy muy de acuerdo en aceptar ese argumento. Que no haya sido demostrada su existencia, hasta ahora, no quiere decir que no exista, pero –con mayor razón- no quiere decir que sí exista. Pero, además, quien hasta ahora me haya seguido tendría que haberse dado cuenta ya que el que yo no acepte por cierto o verdadero el enunciado “Dios Existe” nade dice sobre el valor de verdad que le asigno al enunciado contrario, “Dios no existe”. Como decía al inicio, en honor a una cierta honestidad intelectual a la que yo apelo, no acepto como verdadero ninguno de dichos enunciados y, claro, tampoco los tomo como falsos. Yo ahora no puedo saber. Lo que sí puedo hacer –y lo hago- es anticiparme un poco, tomar los datos que me brinda la experiencia personal, tomar datos científicos, aplicarles mi razón y llegar a una conclusión que, a fin de cuentas, no sería más que de índole especulativo –aunque todavía no entiendo por qué esto se tendría qué resolver en un hipotético futuro y no ahora; por qué Dios anda escondido ahora en el presente y, algún día, en un futuro, se nos aparecerá; tampoco entiendo, si Dios es omnipotente y omnipresente y omnisciente como se pretende, por qué tendrían que ser, entonces, tan sofisticados los aditamentos que nos permitirán un día detectarlo. A lo que es más, yo no entiendo todavía qué sería, qué vendría a ser Dios y, quizá por ello, es un tema que no me causa tanto malestar. Quizá los que nos declaramos ateístas o agnósticos, en realidad, no nos hemos tomado la molestia de entender qué hay detrás de la fe de un creyente, qué es exactamente o cómo es exactamente aquello en lo que creen. Puede ser.
Bueno, como este post ya está muy cansado –yo sí ya me cansé de escribir, que no de divagar- trataré de cerrarlo ya.
Finalmente lo que quiero decir –que ya lo dije-, es que ansío mucho que, más allá de nuestras creencias personales, de si aceptamos o no a un Dios, de si nos concebimos ateos o agnósticos o escépticos, no nos tomemos el atrevimiento de subestimar el intelecto del otro a partir de sus convicciones sobre el asunto. Yo, como declaradamente se ve, rechazo la idea de una entidad metafísica hacedora del Universo, etcétera, etcétera. Yo, una vez, charlé con un amigo muy inteligente –ingeniero- que, además, era o es creyente. Al final de la charla, me sentí como vapuleada. Mi amigo me espetó ostentar una arrogancia y ego colosales que me impedían aceptar con humildad la idea de un ser superior a mí. La verdad, mi amigo se equivocaba; sí que tengo un ego y arrogancia colosales –pero eso sólo es una parte de mí-, pero tengo más -mucho más- el genuino deseo de aprender, de rectificar mis errores, de aceptar que puedo –como lo hago cientos de veces- equivocarme y, sobre todo, tengo el ingente deseo de saber, de conocer. Es ese motivo y no otro el que me ha llevado a reflexionar sobre el tema y a declararme mezcla de agnóstica/atea y, alguna vez –quizá ante la contemplación del mar o del cerúleo- panteísta, pero esto último -más bien- exaltada. Francamente, no me hallo en calidad de saber si existe o no un Dios. Mi razón -la mía- me dice que no. Pero ésa es mi conclusión y todavía no tengo cómo validar que es la mejor conclusión posible. Mi conclusión, por otra parte, jamás me llevaría a rechazar o dejar de ser amiga o tener algún vínculo con quienes sí creen en un Dios. Y la verdad es que yo estoy más bien rodeada de pura gente que sí cree, gente, por cierto, de exquisita catadura. Claro, tengo mi terna de amigos ateos que, dada su cepa, no podría esperarse otra cosa. Gente inteligente, hermosa, con la que me entiendo mejor sobre estos temas y ya.
Termino con las palabras de uno que es uno de mis Russell´s favoritos, el de “Religión y Ciencia”; palabras con las que, fundamentalmente, creo sentirme identificada:
“Si la emoción mística se libera de creencias no garantizadas y no es tan abrumadora que arranque al hombre enteramente de los negocios ordinarios de la vida, puede dar algo de gran valor: la misma cosa, aunque de una forma exaltada, que es dada por la contemplación. El aliento, la calma y la profundidad puede tener su fuente en esta emoción, en la que, por el momento, todo deseo centrado en sí mismo está muerto, y la mente llega a ser un espejo de la vastedad del Universo. Los que han tenido esta experiencia y creen que está vinculada inevitablemente con aserciones sobre la naturaleza del Universo naturalmente se aferran a estas aserciones. Yo creo que las aserciones son inesenciales y que no hay razón para creerlas verdaderas. No puedo admitir ningún método para llegar a la verdad, excepto el de la ciencia, pero en el reino de las emociones no niego el valor de experiencias que han dado nacimiento a la religión. En virtud de su asociación con creencias falsas, han producido tanto mal como bien; libres de esta asociación puede esperarse que solamente quede el bien.”
Hola Eleutheria:
ResponderEliminarAntes de dar mi opinión sobre este tema, creo que es conveniente situarme. Soy musulmana desde hace unos pocos años. En mi infancia recibí, como cualquier niña vasca de la época, una educación católica muy superficial, pero desde mi adolescencia hasta hace poco me he contado entre las ateas y mi grupo de amistades estaba formado casi exclusivamente -y lo sigue estando- por ateos o agnósticos. Unos pocos de ellos no han comprendido mi conversión al Islam y, de manera tácita, han ido enfriando la relación. Otros, a los que también les ha desagradado el cambio, tienen la delicadeza de esforzarse en olvidarlo. Unos pocos se han mostrado honestamente curiosos. Todo esto es muy explicable porque, al menos en España, el Islam es una religión que los medios de comunicación tratan como una lacra social.
Estos datos biográficos me parecen pertinentes porque me sitúan en el grupo -más bien minoritario- de las personas para las que la religión ha sido un descubrimiento personal y no una costumbre asumida desde la infancia. Las cosas que creemos, hacemos o sentimos desde la infancia nos parecen tan naturales que no nos suelen plantear preguntas. Sonreír para demostrar afecto, utilizar cubiertos para comer, creer que las cosas que soltamos en el aire caerán o sentirnos mal cuando no se nos tiene en cuenta son actos, creencias, sentimientos que o nos han sido inculcados o hemos experimentado por nosotros mismos desde una edad tan temprana que, salvo que tengamos cierto talante filosófico, no nos paramos siquiera a considerar qué significan o si están bien o mal. Supongo que en otros tiempos el sentimiento religioso era una de esas cosas que no resultaba necesario plantearse.
Pero como yo he terminado experimentando el hecho religioso tras un largo período de mi vida en el que tal hecho me resultaba algo peor que indiferente, es casi inevitable que ahora piense mucho sobre este asunto sorprendente y novedoso para mí, que me provoca tanto bienestar como confusión, tanta vergüenza como seguridad, tanta paz como inquietud. Esa inquietud es similar a la que se siente cuando por primera vez nos gusta un chico, o una determinada novela, o cuando un angustioso sentimiento de culpa mancha nuestra hasta entonces virginal conciencia. Por eso me surgen preguntas que quizá los creyentes de toda la vida nunca han tenido, de puro acostumbrados que están a las experiencias religiosas:¿Por qué me pasa esto? ¿Qué significa?
(Continúa...)
Pretendo exponer aquí algunas de las conclusiones a las que he llegado, porque entran de lleno en el tema que has tratado en tu post.
ResponderEliminarCuando yo digo "Dios existe" estoy diciendo algo radicalmente distinto a, por ejemplo, "Los extraterrestres existen." La segunda frase significa afirmar que creo que hay algo con unas determinadas características ocupando un lugar en el espacio-tiempo. Tal afirmación es fáctica, remite a cosas y hechos del mundo. Este es el tipo de afirmaciones que corresponde a la ciencia elucidar. Por el contrario, "Dios existe", según yo lo experimento, no significa para mí que en algún lugar remoto haya un ser increíblemente poderoso o superior, ni tampoco que tal ser exista en la forma de un ente invisible que está, como un inmenso fantasma, en todos los sitios a la vez. ¿Pero si no remite a nada ni a nadie concreto, qué significado tiene decir "Dios existe"? Científicamente hablando, y planteada así, es una frase, no ya falsa o verdadera, sino carente de significado.
En realidad existen infinidad de frases que no tienen significado para la ciencia y que sin embargo nos parecen absolutamente normales y comprensibles. Por ejemplo: "Es malo matar a un inocente" o "Este cuarteto de Beethoven es bellísimo." De hecho, cualquier frase que implique la expresión de un gusto o disgusto ético o estético, de un deseo, de un ruego, una orden, etc. es inverificable por la ciencia. Es más, a pesar de que nos parece lo contrario, el 99% de la humanidad se pasa el 99% del tiempo de sus vidas ocupada en pensamientos de este tipo. No suelen interesarnos las cosas del mundo por sí mismas, como le ocurre al científico en los momentos en los que se dedica a su trabajo, sino que las cosas del mundo nos interesan en cuanto que nos gustan o disgustan, nos asustan o nos tranquilizan, nos alegran o entristecen, etc. Lo más importante de nuestras vidas no es saber cómo es el mundo, sino decidir si hacer esto o hacer lo otro, evitar lo que nos disgusta, buscar lo que deseamos, etc. Pero lo que nos gusta, lo que deseamos, todo eso no lo determinamos por un cálculo racional o por un conocimiento científico. La razón aquí nos sirve para descubrir qué medios son los mejores para conseguir tal o cual objetivo, pero nunca nos puede decir qué objetivos son buenos.
Si abstraemos al máximo este conglomerado de movimientos de nuestra voluntad a los que viene a reducirse la vida, llegamos, más o menos como hizo Platón, a condensarlos todos en dos o tres conceptos como "Bien", "Belleza", etc. O como Kant, en dos o tres preguntas, como "¿Qué debo hacer?", "¿Qué me cabe esperar?", etc.
(Sigue...)
Las cosas por las que más nos movemos, por las que más peleamos en la vida, tienen que ver con nuestra peculiar manera de entender el Bien. Cuando vemos que un ser querido está enfermo o que está sufriendo una terrible injusticia ¿qué moviliza todo nuestro ser y genera toda esa angustia? Si intentamos ponerle un nombre a todas estas situaciones, abstrayéndolas, podemos decir "Es el Mal". En este sentido, podemos afirmar, utilizando un modo de hablar absolutamente distinto al de la ciencia, que "El Mal existe"
ResponderEliminarEs importante comprender aquí que primero se tienen unas experiencias, en este caso unas intensas experiencias éticas, y después, con la necesidad de hacerlas comunicables por el lenguaje y con la capacidad de utilizar conceptos abstractos, es cuando llamamos Mal o Bien a la generalización de esas experiencias. ¿Quién puede negar que esas experiencias existen? Su existencia es infinitamente más primaria, común e importante para los seres humanos que la existencia fáctica, científica, del sol y de la luna. El problema es que para referirnos a ellas usamos el mismo lenguaje que el que tenemos para referirnos al sol y a la luna. Por eso el verbo "existir" en la frase "El Mal existe" es algo radicalmente distinto al mismo verbo en la frase "Existe el Sol". En la Frase "Existe Dios" pasa lo mismo.
"Existe Dios" es la verbalización estándar en las religiones monoteístas para afirmar la existencia en general de la experiencia religiosa. La experiencia religiosa en este sentido, es como la estética o la ética. Dios, Belleza, Bien, Demonio, Fealdad, Mal, son sustantivos que intentan objetivizar, para poder ser comunicado por el lenguaje, lo que no es objetivizable.
Se me reprochará que esa manera tan filosófica mía de entender a Dios no es ni mucho menos la de la mayoría de la gente, ni la oficial de los jerarcas y guías religiosos de cada fe. Pero no lo es sencillamente porque la mayoría de los creyentes no siente ninguna necesidad de pensar filosóficamente a Dios. Ellos tienen una experiencia religiosa y punto. Pasa algo exactamente igual con la ética. Para ser una persona con fortísimas y frecuentes experiencias éticas no es preciso filosofar sobre qué es el Bien o el Mal. Idem para la estética. Mis experiencias religiosas supongo que no deben ser muy distintas de las que tienen millones de personas en el mundo. En ese sentido, todas creemos que "Dios existe", como creemos que existen actos buenos y malos o cosas bonitas y feas. La única diferencia es que algunas personas, por su talante o sus circunstancias vitales, se ven impelidas a preguntarse en profundidad qué significan esas palabras y hasta qué punto esas palabras transmiten algo a alguien que no sepa de qué estamos hablando. Las preguntas de mis amigos ateos y mi propio pasado ateo son los que me han llevado a plantearme estas cuestiones y a llegar a estas distinciones filosóficas que en realidad no son necesarias para ser creyente, sino sólo para tratar de explicar y explicarse en qué consiste ser creyente.
Una diferencia fundamental entre las experiencias ética, estética y religiosa es que casi todo el mundo -salvo, dicen, los psicópatas- tienen la primera, la mayoría tiene la segunda y relativamente pocos tienen la tercera. Sin embargo, las tres son educables hasta cierto punto. Por eso, la experiencia religiosa es la que más depende del entorno social y la que más se presta a la hipocresía de quienes fingen tenerla y a la incomprensión de quienes no la han tenido.
ResponderEliminarQuienes carecen de experiencias estéticas creen que las personas que muestran su entusiasmo ante un cuadro o una obra musical son unos impostores o unos snobs. Los psicópatas no comprenden los, a su juicio, estúpidos reparos morales de la mayoría de la gente. Los que carecen de experiencias religiosas, como me pasaba a mí hasta hace poco, piensan que el creyente es un ignorante, o un hipócrita, o alguien que busca un cómodo consuelo ficticio.
Pero ¿cómo se comunican verbalmente las experiencias éticas, estéticas o religiosas a alguien que no las posee, cómo se demuestran científicamente? Ciertamente, no hay modo alguno de hacerlo. Por eso a los no creyentes habría que pedirles que tengan fe solo en una cosa: en que hay quienes sí la tienen.
Saludos.
UNO
ResponderEliminarHola Dizdira:
Desde temprano en la mañana miré tu comentario. Tuve que salir al centro y apenas vengo regresando presta a escribirte. No sé bien a bien cómo comenzar a responder tu comentario y no lo sé por qué me ha removido muchas cosas. Así que las voy reorganizando, ordenándolas. ¿Con arreglo a qué? No será –en primer lugar- con arreglo a mi necesidad de hacer un par de aclaraciones sobre lo dicho en mi post –que mira que esa necesidad no es pequeña. Por lo general, nos importa en primer lugar lo que piense el otro de uno mismo y, después, lo que uno mismo piensa del otro. Ahora me importa más tu pensar y sentir porque veo que son genuinos, que son profundos y no ordinarios. Te diré que me ha conmovido muchísimo ver cómo te afanas en explicar y explicarte a ti el hecho nada común de haber mudado de reconocerte atea a profesar ahora el credo del islam (¿lo dije bien?). Y si me has conmovido, no es porque yo sea una tierna que llora hasta el tuétano con cualquier capítulo de “Candy, Candy” –bueno, sí lo soy un poco-, sino porque conozco bien esa necesidad que sientes –casi vital- de explicarte a ti el asunto y, luego, por congruencia, a los demás.
Iré numerando.
1. Yo en tus palabras palpo no sólo la tendencia bien natural -de esta mujer lúcida, de esta filósofa que desde ti habla- a optar por el diálogo, a hacer del logos la vía de tu razonamiento; sino que veo –y lo veo muy emocionada- la necesidad de este ser humano a no terminar de dialogar consigo misma respecto a su nuevo estatuto –el de creyente-, sino hasta terminar de entender el por qué de su conversión. Porque aunque sabes que detrás de este sentimiento religioso -que es nuevo para ti-, opera algo de bajo o nulo significado para la ciencia, aunque sabes eso, también comprendes que para ti sí que tiene un significado –cualquiera que éste sea- y que lo tiene porque has llegado a él, poco a poco, sin aún terminar asimilarlo del todo (aunque yo no sé que tú pienses, pero yo creo que uno de los mejores atributos de las cosas que están fuera de nosotros es que uno nunca llega a apropiárselas del todo y, así, resulta de lo más estimulante, reencontrarse en diversos períodos con diversas ideas –propias o no- que alguna vez adquirimos, es decir, tal vez uno nunca termina de asimilar del todo “las cosas”, “las ideas” que una vez hicimos nuestras y constantemente vuelve uno a repasarlas y repensarlas, a reconstruir nuestro punto de vista sobre “las cosas”).
[continúa...]
2. Entiendo, entonces, que cuando usas el término “creyente” –usar esa palabra- lo usas porque traduce o explica el sentimiento místico o religioso que has experimentado; tal vez es el término que más se acerca a lo que tú consideras que te está ocurriendo –que ya lo explicaste- o tal vez ocurre que tú sí entendiste –antes de convertirte- qué significa “creer”, en el entendido –claro- de que dicho entendimiento no es en la misma forma comunicable en que lo es otro tipo de entendimiento (como el ligado a las verdades fácticas, por ejemplo). En esta parte sólo me es posible afirmar que entiendo que la diferencia entre creer en el bien, en la belleza y en Dios no es una diferencia psicológica, aunque sí creo que en los primeros dos casos, gozas de la experiencia humana para corroborarlo, mientras que en el segundo –otra vez- tienes que apelar a otro tipo de verificación, la que –por lo dicho en mi post- no es comprendida por mi propia lógica. Lo que sí, es que de aquí me surge una idea que vengo persiguiendo hace tiempo, no basta con que la comunicación sea eficiente, además, tiene que ser eficaz. Por eso, a veces, los motes, los adjetivos, usarlos sin detenernos a pensar detenidamente en si están realmente significando lo que realmente queremos significar… por eso, a veces, uno debe tomarse su tiempo para mantener una conversación a fin de que haya espacio para las preguntas, las aclaraciones, las dudas. A fuerza de su uso y de su antigüedad, a veces se nos olvida qué exactamente significan las palabras. Yo sí creo que es importante volver a buscar el significado de las palabras –el antiguo y su evolución- y actualizarlas cuando sea menester hacerlo, mas ¿cómo lograr que esa convención sea de todos conocida? El lenguaje, si no nos esmeramos en usarlo con claridad, también puede ser un obstáculo (y lo dice alguien que lo aprecia mucho). Y aquí yo agradezco mucho la claridad y precisión con la que tú te comunicas, aunque –como dices- los no creyentes tendremos que tener fe en que existen sí creyentes aun cuando no entendamos, bien a bien, qué significa ello.
ResponderEliminar3. Esa necesidad que tienes de explicarte y de explicar, creo poder entenderla. Creo que se parece a la necesidad que tengo yo de explicarme y explicar mis preocupaciones morales; esa búsqueda que en mí permea desde hace algún tiempo. Y justo en este punto –y recordando tu alusión a Kant- te comento –un comentario- que esta semana tras haber arribado a una especie de crisis en mi pensamiento moral, decidí comenzar a leerle, a explorar en su filosofía moral. De modo que me he comprado –para empezar- su “Fundamentación para la Metafísica de las costumbres” y estoy, en general, muy complacida en leerle, descubrir que en este filósofo antaño, se halla muy ordenadamente mucho del pensamiento actual –aunque ya no tan vigente. Concordar con el filósofo en una cosa, la razón como fundamentación última de la moral –según se lee en dicha obra-, y aceptar con él que la ley moral suprema es inmanente a la razón pura. Aunque todavía no sé si para él como para mí –supongo que sí- la razón pura (que es, propiamente, lo a priori, lo que nos es dado inmediato sin necesidad de validación empírica) necesita de la experiencia para tejer o bordar sobre ésta lo que le es propio a ella misma. La razón pura no es tan pura en tanto no sólo discurre sobre ella misma –que sí puede hacerlo. Y Kant lo nota: él sabe que la razón no es una Metafísica –si bien él utiliza ese mote para referirla-, sino una habilidad, un hacer inherente al hombre por su órgano de la mente. La razón pura no es un topos, no es un lugar, es esa capacidad que nos es dada, a priori, merced a la cual elaboramos razonamientos, emitimos ideas. Espero, entonces, terminar de leer este libro y luego leer -para desmenuzar- en su “Crítica de la razón pura” sus disquisiciones sobre los juicios sintéticos a priori y, así, terminar de saber. En fin, creo que me salí ligeramente del tema, pero tu plática me lo trajo a colación.
[continúa...]
ÚLTIMO
ResponderEliminar4. Ahora mi aclaración. Yo justo cuando expresaba una de las nociones comunes que se tiene de Dios, aquella en donde se le apercibe como un omni-todo y, la otra, en donde me preguntaba hasta cuándo hay que esperar para detectar su existencia y, así, demostrarla, yo justo cuando pensaba eso y lo escribía, sabía que una objeción posible en un creyente es que pensar así es un modo muy materialista de pensar y que la idea o noción de un Dios no tiene la más mínima ligazón con algo demostrable o con algo con una existencia material. Yo, ante esto, no sabría mucho qué decir; mis sentidos son limitados, hasta el momento no he desarrollado otra forma de sentir o palpar la existencia de algo. Lo repito, no me es posible postular la existencia de un ente metafísico porque ni siquiera sé si eso metafísico existe y suponerlo no es –no para mí- congruente con mi propio razonar.
5. Creo que te tenía que comentar algo más, pero ya se me olvidó qué era. En fin Dizdira, ha sido un auténtico goce leerte –por muchas razones- y muchas gracias –enormes- por compartir aquí tu propia y personal vivencia. A muchos nos alimentas. Gracias.
UNO
ResponderEliminarQuerida Eleutheria:
Has traído a colación verdaderos agujeros negros (en el sentido de que uno presiente dónde empiezan pero jamás dónde acaban). Tratarlos breve pero convincentemente es un reto formidable. Aquí mi intento:
La verdad y otros mitos
En cierta ocasión alguien reclamó a Matisse: “Esa mujer tiene el brazo demasiado largo”. Matisse contestó: “No es una mujer, es una pintura”.
En mi modesta opinión muchas veces tendemos a confundir dos cosas que, aunque apelan a lo mismo, no son lo mismo. Me refiero a la realidad y a la verdad (entendida ésta última como la interpretación correcta u objetiva de aquella). Conforme la especie humana fue adquiriendo memoria también desarrolló la capacidad de relacionar hechos para evitar las malas experiencias y favorecer las buenas. Para ello tuvo que interpretar las señales que percibía con sus sentidos y dotarlas de sentido. Sin la posibilidad de un intercambio de experiencias (todavía no existía el lenguaje) y sin el concurso de un registro histórico (mucho menos la escritura) las interpretaciones se limitaban a la experiencia individual. De ahí la importancia de esos dos saltos fenomenales de la especie: el lenguaje articulado primero y la escritura después. De esto se desprende algo muy sencillo pero que tendemos a olvidar con frecuencia: la realidad existía mucho antes de que existieran nuestras interpretaciones de la realidad. Nosotros (y nuestras interpretaciones) somos apenas una parte (insignificante, podría decirse) de esa realidad. Una realidad que hemos venido “descubriendo” conforme se amplían nuestras capacidades perceptivas y nuestros conocimientos acumulados. Para los homínidos de la época del Neanderthal el universo era un valle, después fue un continente, más tarde un sistema solar, luego una galaxia formada por miles de sistemas solares y ahora por millones de millones de galaxias. Bien puede decirse que nuestra capacidad de percepción ha crecido mucho más rápido que nuestra capacidad de explicación de lo que percibimos.
Nadie podrá negar que las primeras explicaciones que pudimos dar (como especie) acerca de lo que percibíamos estaban condicionadas por nuestra experiencia (individual y como especie) y por el desarrollo de nuestra capacidad de percibir la realidad más allá de nuestras posibilidades innatas (con el concurso de aparatos como el microscopio y el telescopio, por nombrar solo dos muy obvios pues hoy “reproducimos” escenarios mediante algoritmos sofisticados o colisionadores de hadrones).
¿No resulta comprensible que en los albores de la humanidad los seres humanos hayamos llegado a conclusiones como que todo tiene un principio y un fin (nacimiento y muerte, día y noche, verano y otoño)? ¿Qué las cosas inertes y las vivas son “intrínsecamente” diferentes y algo hace especiales a éstas últimas? (reproducción). Si las cosas inertes no hablan, no tienen voluntad y no engendran nuevas cosas ¿no resultaba lógico pensar que alguien muy parecido a los seres humanos hubiese creado ese (entonces muy pequeño) universo? ¿Cuántos siglos tuvieron que pasar para que Lavoisier primero (la materia no se crea ni se destruye) y Einstein después (equivalencia final entre materia y energía) nos mostraran que todos los fenómenos naturales son ciclos de un continuum en permanente cambio?
UNO
ResponderEliminarQuerida Eleutheria:
Has traído a colación verdaderos agujeros negros (en el sentido de que uno presiente dónde empiezan pero jamás dónde acaban). Tratarlos breve pero convincentemente es un reto formidable. Aquí mi intento:
La verdad y otros mitos
En cierta ocasión alguien reclamó a Matisse: “Esa mujer tiene el brazo demasiado largo”. Matisse contestó: “No es una mujer, es una pintura”.
En mi modesta opinión muchas veces tendemos a confundir dos cosas que, aunque apelan a lo mismo, no son lo mismo. Me refiero a la realidad y a la verdad (entendida ésta última como la interpretación correcta u objetiva de aquella). Conforme la especie humana fue adquiriendo memoria también desarrolló la capacidad de relacionar hechos para evitar las malas experiencias y favorecer las buenas. Para ello tuvo que interpretar las señales que percibía con sus sentidos y dotarlas de sentido. Sin la posibilidad de un intercambio de experiencias (todavía no existía el lenguaje) y sin el concurso de un registro histórico (mucho menos la escritura) las interpretaciones se limitaban a la experiencia individual. De ahí la importancia de esos dos saltos fenomenales de la especie: el lenguaje articulado primero y la escritura después. De esto se desprende algo muy sencillo pero que tendemos a olvidar con frecuencia: la realidad existía mucho antes de que existieran nuestras interpretaciones de la realidad. Nosotros (y nuestras interpretaciones) somos apenas una parte (insignificante, podría decirse) de esa realidad. Una realidad que hemos venido “descubriendo” conforme se amplían nuestras capacidades perceptivas y nuestros conocimientos acumulados. Para los homínidos de la época del Neanderthal el universo era un valle, después fue un continente, más tarde un sistema solar, luego una galaxia formada por miles de sistemas solares y ahora por millones de millones de galaxias. Bien puede decirse que nuestra capacidad de percepción ha crecido mucho más rápido que nuestra capacidad de explicación de lo que percibimos.
Nadie podrá negar que las primeras explicaciones que pudimos dar (como especie) acerca de lo que percibíamos estaban condicionadas por nuestra experiencia (individual y como especie) y por el desarrollo de nuestra capacidad de percibir la realidad más allá de nuestras posibilidades innatas (con el concurso de aparatos como el microscopio y el telescopio, por nombrar solo dos muy obvios pues hoy “reproducimos” escenarios mediante algoritmos sofisticados o colisionadores de hadrones).
¿No resulta comprensible que en los albores de la humanidad los seres humanos hayamos llegado a conclusiones como que todo tiene un principio y un fin (nacimiento y muerte, día y noche, verano y otoño)? ¿Qué las cosas inertes y las vivas son “intrínsecamente” diferentes y algo hace especiales a éstas últimas? (reproducción). Si las cosas inertes no hablan, no tienen voluntad y no engendran nuevas cosas ¿no resultaba lógico pensar que alguien muy parecido a los seres humanos hubiese creado ese (entonces muy pequeño) universo? ¿Cuántos siglos tuvieron que pasar para que Lavoisier primero (la materia no se crea ni se destruye) y Einstein después (equivalencia final entre materia y energía) nos mostraran que todos los fenómenos naturales son ciclos de un continuum en permanente cambio?
UNO
ResponderEliminarQuerida Eleutheria:
Has traído a colación verdaderos agujeros negros (en el sentido de que uno presiente dónde empiezan pero jamás dónde acaban). Tratarlos breve pero convincentemente es un reto formidable. Aquí mi intento:
La verdad y otros mitos
En cierta ocasión alguien reclamó a Matisse: “Esa mujer tiene el brazo demasiado largo”. Matisse contestó: “No es una mujer, es una pintura”.
En mi modesta opinión muchas veces tendemos a confundir dos cosas que, aunque apelan a lo mismo, no son lo mismo. Me refiero a la realidad y a la verdad (entendida ésta última como la interpretación correcta u objetiva de aquella). Conforme la especie humana fue adquiriendo memoria también desarrolló la capacidad de relacionar hechos para evitar las malas experiencias y favorecer las buenas. Para ello tuvo que interpretar las señales que percibía con sus sentidos y dotarlas de sentido. Sin la posibilidad de un intercambio de experiencias (todavía no existía el lenguaje) y sin el concurso de un registro histórico (mucho menos la escritura) las interpretaciones se limitaban a la experiencia individual. De ahí la importancia de esos dos saltos fenomenales de la especie: el lenguaje articulado primero y la escritura después. De esto se desprende algo muy sencillo pero que tendemos a olvidar con frecuencia: la realidad existía mucho antes de que existieran nuestras interpretaciones de la realidad. Nosotros (y nuestras interpretaciones) somos apenas una parte (insignificante, podría decirse) de esa realidad. Una realidad que hemos venido “descubriendo” conforme se amplían nuestras capacidades perceptivas y nuestros conocimientos acumulados. Para los homínidos de la época del Neanderthal el universo era un valle, después fue un continente, más tarde un sistema solar, luego una galaxia formada por miles de sistemas solares y ahora por millones de millones de galaxias. Bien puede decirse que nuestra capacidad de percepción ha crecido mucho más rápido que nuestra capacidad de explicación de lo que percibimos.
Nadie podrá negar que las primeras explicaciones que pudimos dar (como especie) acerca de lo que percibíamos estaban condicionadas por nuestra experiencia (individual y como especie) y por el desarrollo de nuestra capacidad de percibir la realidad más allá de nuestras posibilidades innatas (con el concurso de aparatos como el microscopio y el telescopio, por nombrar solo dos muy obvios pues hoy “reproducimos” escenarios mediante algoritmos sofisticados o colisionadores de hadrones).
DOS
ResponderEliminarCualquiera que haya hecho ciencia sabe que las explicaciones sobre lo que ocurre en la realidad (las verdades particulares que en conjunto conformarían la Verdad última) son todas provisionales e inexactas. Y esto por varias razones, entre otras:
1. El Universo cambia constantemente y las explicaciones debieran ajustarse a esos cambios. Pero algunos de esos cambios suceden tan lenta o tan lejanamente que nos resulta prácticamente imposible detectarlos y mucho menos predecirlos. Para poner un ejemplo ilustrativo: las distancias interestelares son tan inconmensurables que bien podría darse el caso de que los astrónomos estén estudiando la composición (analizando su espectro) de una estrella que ya ni siquiera existe. ¡Tanto ha tardado su luz en llegar hasta nosotros!
2. Todo instrumento de percepción (incluidos nuestros sentidos) y de medición tiene un margen de error que, si bien puede ser desestimado en el corto plazo, a largo plazo puede condicionar resultados muy diferentes.
3. Aún cuando hemos desarrollado aparatos para percibir partes de la realidad negadas a nuestros sentidos nuestra búsqueda se haya condicionada, desde el principio, por nuestra condición humana. Quizá existan porciones de la realidad que nos pasan totalmente desapercibidas.
En conclusión: algo así como la verdad definitiva no existe porque la realidad no es una cosa estática sino un proceso. Pero las “verdades” provisionales y particulares que hemos dilucidado han servido tanto para cosas loables (salud, longevidad, comodidad) como detestables (dominio, explotación, muerte).
Como puede entreverse la especie ha transitado de un pensamiento mágico-religioso a otro sistemático-científico con resultados evidentes. ¿Podemos, con el estado actual de conocimientos y experiencias, seguir apelando al antiguo pensamiento mágico-religioso? Eso lo trataremos en la siguiente entrega.
AP
Eleutheria:
ResponderEliminarMil disculpas por las repeticiones. Ignoro como sucedió.
Un abrazo sentipensado,
Arturo
TRES
ResponderEliminarLA MAYOR VIRTUD DE LA CIENCIA
La ignorancia afirma o niega rotundamente; la ciencia duda.
Voltaire
Suponiendo que aceptamos que la interpretación de la realidad (nuestras conjeturas) es más verdadera conforme más se acerque a la realidad misma y que, estando la realidad en cambio continuo, nuestras interpretaciones deben cambiar para ajustarse a esa realidad cambiante, llegamos al punto en el que los pensamientos religioso y científico resultan claramente antitéticos.
Para el pensamiento religioso existe un ente perfecto que no solo creó sino que conoce de antemano todo lo que sucederá con su creación. Pero lo que hoy sabemos es que el universo es dinámico en múltiples direcciones y que, por ejemplo, al intentar analizar un objeto el investigador puede estar modificándolo o estar siendo modificado por él. Aún cuando todo obedece a una o varias causas la enorme cantidad de variables del sistema universo hace que se perciba como un todo caótico o impredecible. Y todo parece indicar que un átomo es un universo contenido en otro universo llamado molécula contenido en otro universo llamado cerebro contenido en otro universo...
Lo que comúnmente denominamos fe es en realidad un "dogma de fe" que no admite cuestionamientos. En el caso de las religiones reveladas esto es necesariamente así porque, con el correr del tiempo, los razonamientos originales asentados en sus documentos sagrados han ido perdiendo validez conforme conocemos más y mejor a la realidad. Y como las jerarquías religiosas ya desde hace siglos no pueden sostener sus verdades eternas (al contrastarlas con la realidad) han recurrido al expediente fácil de prescindir de la realidad.
No vamos a caer aquí en la tentación arrogante de considerar "torpes" las interpretaciones de los seres humanos de hace dos mil o más años. Quizá nosotros mismos habríamos llegado a semejantes conclusiones en idénticas circunstancias. Pero tampoco se antoja razonable tratar de "interpretar" al mundo ateniéndonos a los "criterios de verdad" de hace más de dos mil años. Y eso a pesar de que en la historia del Universo (parafraseando a Gardel) "dos mil años no son nada".
Volviendo al epigrama de Voltaire podemos decir que la mayor virtud de la ciencia es su continuo mecanismo de autocorrección, su no admitir dogmas y ser un sistema abierto que en el que todo interesado puede participar. En ello radica el gran poder de la ciencia que poco a poco ha desplazado (y continuará haciéndolo) al pensamiento mágico religioso.
Ninguna religión (que habló de milagros como caminar sobre el agua, revivir a los muertos o sanar a los ciegos) ha podido superar los verdaderos milagros de la ciencia: mantener a flote (en el agua y en el aire) toneladas de acero y cientos de personas, volver a hacer latir un corazón con desfibriladores eléctricos o de plano sustituirlo por una prótesis mecánica, cambiar el cristalino y remover las cataratas para devolver la vista. ¿Por qué ante tantos verdaderos milagros subsiste el pensamiento religioso? Eso lo trataremos en la siguiente entrega.
Saludos,
Arturo
Lo primero que quiero decir es que tanto el concepto de belleza como el de Dios están hechos a la medida del ser humano; es decir, un cielo estrellado nos parece bello, por la sensación de bienestar que nos proporciona el contempalrlo, pero a la hora de tratar de demostrar con argumentos que un cielo estrellado es bello nos topamos con que una y otra vez tenemos que recurrir a la subjetividad de nuestros sentidos; algo parecido pasa con el concepto de Dios.
ResponderEliminarEn lo personal ya no me encuentro en la disyuntiva de si Dios existe o no, lo que para mí es indudable es que de existir, Dios no es como lo dice la Biblia, tal vez sea como lo dice el Corán o algún otro texto sagrado, no lo sé pero sospecho que tampoco es como lo dicen el resto de los textos sagrados.
UNO
ResponderEliminarAlberto,
Muy intrigada esperaba esta última entrega tuya y me has sorprendido porque no pensé que llegara con tanta diligencia.
Quiero ahora comentarte:
1. Yo acepto contigo que, como nos explica la ciencia llamada Física, la estancia del hombre en el universo apenas si es una micra de lo que lleva el universo existiendo [bueno, decir, “lo que lleva el universo existiendo” es meternos en severo lío, ¿qué significa que el universo exista y cómo tendría uno que imaginarse lo opuesto, su no-existencia?; ¿qué había antes en su lugar?, ¿acaso la existencia del universo consiste, justamente, en la existencia del espacio-tiempo? Si antes no había un espacio-tiempo en el que transcurriesen las cosas (materia emergente, átomos, nebulosas y toda suerte de objetos que lo pueblan), ¿qué había?, ¿el espacio-tiempo vacío, sin cosas? o ¿no había espacio-tiempo, no había lugar en donde pudieran cosas ocurrir? Y aunque bien es prudente leer los reportes que el CERN y su gran Colisionador arrojen antes de uno opinar –con espíritu positivista (me río)- ya hemos convenido en no sustraernos a la tarea de elaborar nuestros propios barruntos y, así, satisfacer –se me ocurre- nuestros obsesivos afanes, tomar nota de nuestros aciertos y yerros y, luego, hacer saber con todas sus grafías cuál fue la magnitud de nuestras desviaciones –casi imposible que no las haya]. Por tanto, hablar de la verdad, entendida como realidad, es hablar de algo todo el tiempo sujeto a cambios e imprevistos; pero también acepto contigo –y algo sobre ello digo en el post- la conveniencia de establecer y/o aceptar, pero también rechazar y abominarlas, ciertas verdades locales que en tanto humanidad nos han permitido hacer –como dices tú- o cosas loables o cosas detestables (ambas, en realidad). Mis diatribas contra el relativismo –y qué bueno que tomo conciencia plena de ello y vengo a verbalizarlo aquí para que no se me olvide- no van contra su parte más cientificista, aquélla que afirma la imposibilidad de verdades eternas, de absolutos. Mis principales diatribas van contra una adopción acomodaticia del mismo a modo de eludir cualquier asunción moral o no cualquiera: una en particular que exija nuestra acción. Creo que muchas de las cosas negativas que le ocurren al hombre en este particular punto de la historia tienen qué ver con que éste se ha entregado a la inacción a fuerza de parecerle inútil su contrario; cuando pierdes la esperanza en la utopía o dejas de apreciar como valiosos ciertos ideales –porque, si somos postmodernos, ¿por qué tendrían que tener primacía unos sobre otros?-, se corre el riesgo, como de hecho está ocurriendo ya, de caer en estatismos que, en muchos casos, nos llevan directo a la evasión, a cederle la responsabilidad de nuestro mundo a, por ejemplo, un grupo de hombres estultos que se hacen llamar mandatarios, hombres de negocios o que, en fin, se arrogan el monopolio del conjunto de decisiones que, en principio, a todos atañen. En realidad, en cualquier época de la historia, lo de menos para el humano ha sido contar con pretexto para desresponsabilizarse de lo que sucede en la esfera azul pálida y subesferas; la diferencia ahora es que contamos con más herramientas –las mediáticas- para difundir la inconveniencia de esta postura y, así, intentar revertir sus nocivos efectos.
[Continúa...]
DOS
ResponderEliminar2. Dizdira explicó bien cómo el hombre primero tiene unas ciertas experiencias –como el malestar de ver sufrir a los suyos- y luego se vale del lenguaje para objetivizarlas y, en consecuencia, comunicarlas (posiblemente, primero surge la necesidad de comunicar y luego se objetiviza). Uno eso a lo que más o menos dijiste –que lo pienso- de no ceder ante el juicio histórico de calificar de torpes las interpretaciones de los antiguos (en particular, señalo, las de orden mítico-religioso). Lo uno y vuelvo a articular mejor lo que habíale ya comentado a Dizdira: ¿cómo saber que algún sentimiento místico o alguna experiencia de ese orden de la que uno de pronto se apropie ya sin soltarla, tendría que necesariamente significar que uno se ha vuelto “creyente” o que uno acepta que Dios existe o que uno, entonces, abraza una cierta doctrina religiosa que aparezca congruente con nuestro nueva adquisición? O urge actualizar lo que se entiende por los términos “Dios”, “creyente”, etcétera o desechamos esos términos y así nos olvidamos de confusiones (a lo mejor yo no estoy bien enterada y para quienes se asumen como creyentes los términos están ya actualizados). Parecerá bagatela esto último que he dicho, pero en verdad pienso que no lo es ¿Por qué? Por la bajísima tendencia de gruesos grupos de humanos a la metacognición, es decir, por este casi nulo inclinarse a pensar sobre los propios pensamientos, sobre las propias ideas, creencias, suposiciones, etc. y todas las consecuencias que con ello deviene como, por ejemplo, la forma en que altos y medios jerarcas religiosos abusan de la fe de sus comunidades. Nada más para ilustrar, recuérdese cómo en 2006, desde los atrios de las iglesias se “invitaba” a la feligresía a entregar su voto al panismo (y seguro reutilizarán ese misma artimaña para entronar –si lo permitimos- al showman llamado Peña Nieto).
3. Espero tu siguiente entrega, recordando lo siguiente dicho por Carl Sagan: “La pseudociencia colma necesidades emocionales poderosas que la ciencia suele dejar insatisfechas” y comentando que –pienso- algo similar ocurre con la religión (claro, otras cosas más le ha dado la religión al hombre (el hombre al hombre); algunas tan magníficas como el arte sacro: intentamos no contemplar a la realidad mutilada, posiblemente, entonces, escapamos de ser maniqueos).
4. Estos pequeños diálogos me han dado mucho material a pensar; espero poder uno de estos días escribir una entrada que posea una mínima de gracejo –algo- del que sale de estos tan escuetos comentarios míos –aunque ello, ni remotamente, sería lo primordial, claro. Yo creo que voy a explicarme bien por qué el relativismo ético posee varias inconsistencias y luego compartirlo acá (tengo un escrito incompleto sobre el tema). Yo me tengo que explicar sobradamente las cosas para sentirme bien cuando adopto alguna convicción.
5. Las repeticiones no me incomodan; sólo sé paciente, una vez que entra tu comentario, asegúrate de que “ya aparece”.
Eleutheria.
Hola Ernesto,
ResponderEliminar¿Sabes? la bronca no es el origen de dichas asunciones -los conceptos que, como ejemplo, mencionas de la belleza y de Dios-, de ello, como ya dije, entiendo su origen psicológico y, por ende, subjetivo. El punto es –y aquí ya emerge mi punto de vista sobre el asunto, dejando un poco de lado la parte central sobre que versó mi post- que el concepto de belleza, lo pongo por ejemplo, parte de contemplaciones de, por lo regular, objetos que yacen en la realidad –más adelante hago una acotación de esto-, objetos sobre los cuales es posible verificar tal concepto. El concepto de Dios, por otra lado, si bien surge también de situaciones vividas por los humanos dentro de la realidad, va mucho más allá al elaborar asunciones sobre una parte de la realidad que no nos es conocida del todo o no ha sido terminada de escudriñar por los humanos; el concepto de Dios es una afirmación metafísica; mientras que el concepto de lo bello –aun cuando esté influido por el idealismo griego- parte de esta realidad, la física y, a menos que esté ligado –como atributo- a la idea de Dios o de algún trascendente, tiene plena constatación dentro de nuestra realidad (como la belleza por simetría o, simplemente, la belleza que cada quien ve en las cosas). La idea de Dios es para mí sólo eso –una idea-, en tanto no se sepa de algún referente que respalde la posibilidad de que se trata de algo más que una idea –no ya surgida de la mente del hombre y, por tanto, independiente de éste. Si el Universo está habitado por algo más que objetos y entidades cuantificables –como lo fueron los agujeros negros cuando no se contaba con los adminículos para su detección-, entonces, yo pregunto, ¿qué es Dios?, ¿un súper agujero negro?, ¿la parte del universo que nos es aún desconocida? Si a personas les place llamar a eso Dios, bienvenido. Yo prefiero prescindir de ese término porque, además –como ya anotó Alberto- está asociado a ideas de nuestros ancestros –muy naturales para la época- que hoy ya no hay modo de aceptar y por, además, otras connotaciones e implicaciones no muy positivas que hay detrás. También, sé –claro- de personas para las que la idea de Dios ha sido altamente benéfica y yo, sin problema, acepto –como ya dije- que así lo asuman. A la parte de nuestro universo que nos es hoy desconocida –y quizá lo sea siempre-, le llamo la parte desconocida del universo.
[Continúa...]
Pero vuelvo al espíritu del post, me importa más que este tema no genere climas ríspidos entre las personas, que fijar mi propia postura o pretender que la mía es la más chida. Mientras uno le halle congruencia a sus propias explicaciones y éstas no lastimen a terceros, no veo por qué desecharlas, salvo porque el sujeto se sienta proclive a hacerlo. Creo que esta postura no daña mientras no estemos tratando asuntos científicos, académicos o que, en general, requieran de precisión y cero ambigüedades. Uno no va a decir cosas como, mientras tu interpretación de la mecánica cuántica no choque con la mía entonces que cada quien tenga la suya, o tampoco va a ocurrir que para mí el producto vectorial de dos vectores es ortogonal a éstos, mientras que para ti no lo es (mientras estemos dentro de un espacio euclídeo, claro). Nos hallamos allí en otros ámbitos y los sujetos se ven impelidos a aceptar como objetivos ciertos hechos. A las verdades así establecidas -y creo que Russell tiene razón en esa parte- no puede uno más que aceptarlas –si han pasado previamente por cierto proceso de “comprobación” propio del ámbito de conocimiento al que pertenecen. Claro que habrá por allí unas verdades que, no por no ser aún verificables por la ciencia, no llegará el día en que también terminemos por aceptarlas, pero ¿aceptarlas a priori? No, ¿negarlas? Menos. Y esto lo digo en el entendido –y creo que Russell, a pesar de su exacerbado logicismo, lo sabía- de que la ciencia siempre se está validando a sí misma, es decir, revisando –para desecharlo o reconfirmarlo- el conocimiento que ella misma genera, allí está la bonhomía de su método. Preguntarse si es éste o no el único modo de generar conocimiento válido, requiere de otro debate.
ResponderEliminarEleutheria.
Querida Eleutheria:
ResponderEliminarÉsta no es todavía la siguiente entrega sobre "Dios y las religiones". Es simplemente que quisiera reflexionar sobre algunas cosas expresadas en tu comentario.
Considero que como género seguimos imbuidos de un afán por hacer encajar nuestra percepción (escala humana) con la enormidad del universo (antropomorfismo). Me explico: para nosotros tiene sentido pensar que las cosas y los procesos tienen un principio y un fin. Por ejemplo: para nosotros es un hecho contrastable que una persona nace, se desarrolla (crece) y después muere; deja de ser. Sin embargo, para un observador inconmensurablemente macroscópico, que no pudiera advertir nuestros rasgos como personas, nuestras rutinas y nuestros propósitos; un ente para el cual fuésemos sólo partículas diminutas que, en determinadas circunstancias, generan nuevas partículas o que se "disuelven" reincorporándose al medio del cual se "nutre" el conjunto de partículas todavía activas, para un ente tal semejante espectáculo devendría un "proceso". Quizá, si dispusiera de un cerebro, de una lógica y de una experiencia como las nuestras se avocaría al estudio de una sola de esas partículas confiando que de dicho análisis se podría extrapolar algo válido para el conjunto total. Pero también cabría la posibilidad de que considerara semejante proceso uno más de los que observa y de los cuales él mismo es una "fase" (sin particularizar).
Un enfoque de esta naturaleza prescindiría de un principio y un fin absolutos y consideraría todos los procesos particulares (principio y fines, pero parciales) como ciclos o partes de un proceso eterno. Esto implicaría un Universo en perpetua transformación, sí, pero fundamentalmente eterno (sin un antes ni un después). Y al parecer (sólo he leído reseñas) Hawking coquetea con esta idea en su último libro. Huelga decir lo que el establecimiento de semejante paradigma significaría para la idea de un "creador".
Continúa...
Pero los seres humanos no sólo estamos condicionados por nuestra estructura biológica y su reverberación en forma de conciencia racional (ese antropomorfismo atávico); también estamos condicionados por nuestra cultura (actual y pasada) por lo que nos aferramos a los viejos moldes y tratamos de "adaptarlos" a las nuevas "circunstancias". Partiendo del hecho de que nuestras "seguridades" están ancladas a sensaciones emotivas alojadas en la capa más profunda de nuestra memoria (nuestros cerebros) es lógico que, a pesar de aceptar racionalmente los nuevos paradigmas, emocionalmente sigamos atados a los referentes primigenios. Considero que por eso mucha gente que comprende la imposibilidad de un dios como lo presentan las antiguas religiones traten de "adaptarlo" ¡para no tener que prescindir de él!
ResponderEliminarFinalmente, hay quienes abominan de un mundo sin dios porque están convencidos de que sólo semejante ente perfecto tendría la capacidad para establecer el bien y el mal. Pero la "autoridad" concedida a dios (cualquier dios) no sólo es un vestigio de nuestra infancia cultural sino también una coartada para no tener que asumir que el Universo en sí no tiene una razón o un objetivo (no por lo menos para fines estrictamente humanos) y que si alguna responsabilidad existe debe ser asumida como especie (en primer término) y como individuos (en última instancia).
Si alguien necesita creer en un creador para justificar la existencia del Universo y la suya misma es muy respetable. Y puede imaginarlo como los dioses tradicionales o moldearlo a su absoluta conveniencia. Lo inaceptable es que pretenda imponerlo como modelo universal o como referente ético único.
¿Supone este abandono de un referente moral autoritario un ensalzamiento del relativismo moral a ultranza? En mi opinión sería un despropósito semejante al de pretender que los padres ejerzan de por vida una autoridad coercitiva sobre sus hijos (incluso en la edad adulta). Un día nosotros también (como especie) deberemos asumir la completa responsabilidad de nuestros actos.
Arturo
Vaya, me ha encantado tu comentario. Muchísimo. Sólo una notita: cuando retóricamente me preguntaba sobre el universo, me faltó decir –porque es una posibilidad- que tal vez no haya un antes o un después a éste; es una posibilidad que yo también he contemplado de veras.
ResponderEliminarPor cierto, leyéndote, me has recordado una lectura que ha tiempo hice a un libro; una lectura que había olvidado ya. Una que, además, se relaciona y me relaciona con mucho de mi actual transitar. Si el viento sopla a mi favor, estaré escribiendo un post sobre el asunto. Gracias.
Te saludo,
Eleutheria.
¿ADIÓS A DIOS?
ResponderEliminarDespués de esta amplia digresión en torno al tema de la verdad vuelvo yo también al tema central: la existencia (o no) de un dios.
Por principio de cuentas quiero decir que jamás me he sentido impelido a demostrar la no existencia de dios por la sencilla razón de que, si todavía funciona la lógica formal, la carga de la prueba recae en quien afirma. Soy ateo (ni siquiera agnóstico) porque intuyo que si en dos mil años ninguno de los teísmos ha podido aportar una sola prueba contundente de la existencia de un dios, es altamente probable que nunca la ofrecerá. Pero, antidogmático como soy, no cancelo de manera definitiva la posibilidad de que ello ocurra. De la misma manera, yo sería el primero en reconocer la perspicacia intelectual de Ptolomeo si alguna vez se demuestra (más allá de toda duda razonable) que en realidad la Tierra es el centro del Universo. Y esto no es ironía, es la mayor prueba que puedo ofrecer de mi apertura total (por absurda que pudiera parecer) a la evidencia fundada. Puedo ser muy amigo de Galileo pero soy más amigo de la verdad (contrastada, contrastable).
Si bien es cierto que los criterios de bondad o belleza son enteramente subjetivos (no sólo a escala individual sino también social) debemos ser capaces de distinguirlos de los hechos. Tal y como Matisse distinguía entre la realidad y su arte. El problema principal que yo encuentro en la argumentación de Dizdira con respecto a lo que ella denomina "experiencias, éticas, estéticas y religiosas" es precisamente la no distinción entre opiniones y hechos. Si yo digo: "dios es bueno (o bello)" estoy formulando una opinión (con base en mis criterios individuales y culturales); pero si yo digo "dios existe" estoy enunciando un hecho que, para ser objetivo, no debiera estar condicionado a mis criterios individuales o sociales. Diré más: la formulación "Dios es bueno", además de ofrecer una apreciación incluye, de manera tácita o implícita, la afirmación de un hecho: dios existe, de lo que se puede seguir, si uno así lo percibe, que es bueno; pero para que dios pueda ser bueno primero debe de existir.
Continúa...
Yo no puedo (ni quiero) negar que Dizdira haya tenido una experiencia religiosa. Pero si ella desea que yo lo crea debe poder ofrecerme pruebas de dicha experiencia. Al final, su solicitud es la misma que la de los dogmas religiosos: "No me pidas una comprobación de que es cierto, simplemente créelo". Pues bien, yo no me siento con derecho a negar su experiencia, pero tampoco con la obligación de creerla. En resumen yo creo que dicha experiencia podría ser cierta pero no podré afirmarla (y mucho menos refutarla) hasta que se me presenten las pruebas. No excluyo, asimismo, la posibilidad de que pudiera existir una forma distinta de comunicar y cotejar experiencias sin recurrir a las demostraciones (método científico) o renunciar a la razón (fe). Y quiero enfatizar, de la manera más clara posible, que no es mi deseo tener una sociedad donde sólo exista un "método" para conocer la realidad, un pensamiento único. Estoy plenamente convencido de que así como la vida apuesta a la diversidad para garantizar su continuidad así nosotros debemos apostar por la diversidad de interpretaciones y métodos. ¿No resultaría absurdo desplazar un dogma para instalar otro, así sea éste último más eficaz o moderno?
ResponderEliminarNo creo que la razón tenga que ser la única herramienta para conocer y experimentar la realidad. Ojalá pudiéramos, algún día, encontrar el lenguaje, el método, para unir a nuestras certezas mucho de lo que aún se tiñe de misterio. A veces, con el arte, me he sentido a los pies de ese umbral ¿será acaso ilusión?
Quiero cerrar este comentario con un fragmento de un libro hermoso que no me canso nunca de leer:
Canek dijo entonces:
—Aunque no se conozca, existe el número de estrellas y el número de granos de arena. Pero lo que existe y no se puede contar y se siente aquí dentro, exige una palabra para decirlo. Esta palabra, en este caso, sería inmensidad. Es como una palabra húmeda de misterio. Con ella no se necesita contar ni las estrellas ni los granos de arena. Hemos cambiado el conocimiento por la emoción: que es también una manera de penetrar en la verdad de las cosas.
[Ermilo Abreú Gómez
Canek, historia y leyenda de un héroe maya]
Un abrazo para todos,
Arturo