martes, 13 de julio de 2010

Disolución

Hoy, como tal vez nunca, me impele el deseo de la disolución. Disolverme en el mar y equipararme a la espuma de las olas. Disolverme en el viento hasta lograr fundirme con el polvo de la hojarasca. Disolverme para luego reintegrarme –en alguna forma- con alguna entidad ideal. Que se disuelvan mis manos, mi rostro, mi cabello, mis pies, mi voz. Disolverme como cuando se integran los colores en alguna mezcla de óleo que terminará por dar forma a algún cuadro de tema elegíaco. Disolverme, lenta, agónicamente, como para no tener que recordar más mi existencia corpórea. Disolverme y en mi disolución ser dueña y señora de mis pensamientos, de la conciencia de mi disolución. Disolverme y que la estela que quede a mi paso quede impregnada, sí, de mí, pero no un mí manifiesto y contundente; sino un mí, ligero, suave, apenas perceptible…


Disolverme, diluirme, desintegrarme, descomponerme, desensamblarme, desarticularme, dislocarme, desunirme, desincorporarme, disgregarme.


¿Qué puede llevarme a tal cavilación?

¿La ensoñación por la ubicuidad? Tal vez, pero sólo para observar sin ser vista.

¿La fe en un yo metafísico? No, fe no. Pero sí dilección por lo fantástico.

¿Un yo peregrino que se resiste a anclarse a una sola vida? De la reencarnación sólo encuentro posible el romanticismo que entraña.

¿El hastío por el hoy? Un poco en parte.

¿El deseo de permanecer? Pero no yo en el mundo, sino el mundo en mí.

¿La agudización de mi fase no maníaca?


La disolución como seña irrefutable de mi deseo de volar, de ansiar diluir aquello inasible abstracto que se me presenta como fenómeno impregnado de mi subjetivismo.


Pero, mejor, disolución sin finalidad, huérfana de teleología.


1 comentario: