El arte, en general, es una cosa que aprecio, la posibilidad de plasmar -a través de diversas expresiones- una emoción, un pensamiento, una amenaza, un algo que queda capturado o incrusto en la psique humana (quinientos años después de fundado el racionalismo, un par de siglos después del debate empirista-racionalista y este modo de hablar dualista todavía se encamara en mi lenguaje). A pesar de no despreciar esta prodigiosa faceta del hombre, lo cierto es que –salvo por la música, la pintura y la literatura- no siempre puedo volcarme –no como yo quisiera- al goce estético y, salvo por ciertos arranques de algún numen inmaterial que esporádicamente me visita, no tampoco a su creación. En fin que hay un arte que, sin quedar olvidado para mí –y pese a mi amiga bailarina- es, quizá, uno de los menos por mí concurrido: me refiero a la danza en cualquiera de sus variantes, al baile.
Pocas han sido las veces –y ésto es digno de dos que tres lamentos- que he asistido a uno de estos eventos y, bueno, aunque no haré aquí el relato de tal omisión, lo cierto es que no puedo evitar lanzar varios suspiros toda vez que –obviedad- vuelvo a percatarme de que tendría que vivir cientos de años para aprender, conocer, sondear, catar, transitar por todos aquellas galerías del conocimiento que tanto me han enamorado (por éso me gusta la historia de la condesa Báthory, por la posibilidad de la inmortalidad como punto de contacto con el conocimiento; pero también por éso, he tenido que aprender a gozar cada milímetro de la línea del tiempo que me es paralela). En fin, que ésto no tiene nada de nuevo y se trata de una cavilación ya inserta en las mentes de los hombres antiguos.
Y si me ha venido esta cavilación a colación ha sido justo por la oportunidad que tuve este fin de semana de apreciar unas brevísimas e intensas puestas de danza contemporánea allá –aquí- en el CENART.
En particular, me situaré en una de las representaciones que vi que, dicho sea de paso, no fue la que mayores emociones me provocó –de hecho, no lo fue- pero sí fue –y ésto para mí es algo que se agradece- la que hizo que mi materia gris se pusiera dinámica, inquieta, dubitativa, cuestionadora y, mejor, analógica.
Me gustó por una cosa, me llevó a una sencilla analogía: una que equipara al expresionismo pictórico (corriente cuyas obras me han impresionado en muchas maneras) con un expresionismo del cuerpo, en donde ya no es necesario aprender una coreografía, una serie de pasos para significar una emoción, sino en donde el cuerpo en sí mismo, su mover natural, cada brazo, cada pierna, la mirada, un sonido gutural –que se emite, finalmente, con un órgano corporal- se convierten en vehículo de expresión, son la expresión, expresan ellos solos -sin necesidad de más- la emoción, el sentir, la irracionalidad o todo aquello inmanente al hombre. Entonces, cuando comenzó la representación, yo no entendía si éso que veía era mera teatralidad –lo cual, al inicio, me desconcertó un poco- mera teatralidad por una impericia para el baile en su expresión má clásica –una suposición mía, en principio, absurda- o mera teatralidad para imprimirle de un dramatismo que terminara por convertirse en el sello distintivo de la puesta en escena –dejando de lado el valor del baile- y lograr así transmitir, apelando a la emoción, éso que se buscaba. Pues bueno, yo que todo el tiempo hago ponderaciones me sentí -como ya dije- algo incómoda -al principio- ante tal forma de expresar. Y así ocurrió justo por ésto que acabo de señalar y que resumiré usando una analogía: como cuando “KISS” o “Twisted Sister” suplían sus vacíos musicales con la parafernalia de sus vestuario y maquillaje. Lo bueno es que, como hago ponderaciones todo el tiempo, me ponderé a mí misma ponderando y advertí que estaba ponderando demasiado prematuramente. Pero fue hilarante, fue hilarante porque –al mismo tiempo que prejuzgaba- me sentía todo el tiempo expectante frente a cada cosa que hacían las bailarinas dentro al escenario; es decir –tendré que ser sincera- me mantenían en vilo y sea por ello que, posiblemente, yo me empeñaba más, me aferraba más en ponderar, en racionalizar, en pensar que en tan sólo sentir, dejarme llevar, fluir. Y sin querer sonar autocomplaciente, la verdad es que me excuso porque al final lo que terminó conmigo cuando concluyó la puesta fue una colosal y agradable emoción como de libertad, de aire circulando, de rumor gélido renovador; no sé, algo.
No daré el detalle de la danza ni la temática -al final, termina siendo lo de menos. Puedo decir que había telas –ésto tan de moda en el contempo-, cuerdas, cadenas textiles, cuerpos engarzados y cosas que si las organizamos en la cabecita y las unimos y hacemos deducciones ya nos pueden ofrecer de muchos datos como para imaginarnos el tratamiento temático de la cuestión. Habrá personas a las que les lleguen mucho estos temas porque son temas universales. A mí el tema no me pareció ajeno y, si bien –al final- me sentí emocionada, no fue tanto la emoción, como todo lo que pensé sobre lo que veía, lo que terminó por fascinarme. Conclusión: el ejercicio del pensamiento es en sí mismo un motivo de goce, un magnífico subterfugio para el despliegue de las emociones. Siempre.
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