David Páramo

7 de mayo de 2013

Inevitablemente me enteré de la muerte de los hijos de un hombre de medios, llamado David Páramo. No lo ubiqué de inmediato, tiene tiempo que no enciendo el televisor en los canales de las televisoras Azteca y Televisa. Por fin, después del incesante bombardeo de twits y posts en Twitter y Facebook, respectivamente, logré identificar su cara. Un hombre muy joven que conducía hace algún tiempo en Canal 40 un programa dedicado a pregonar las verdades y bondades del libre mercado. Recuerdo que me resultaba demagógico aquel monólogo. Desde entonces, el liberalismo se me apetecía como un dogma.

Por mi tendencia (¿una forma invertida de la psicopatía?) a sentir compasión ante el dolor humano —sea lo que eso signifique—, no pude más que experimentar una profunda empatía por el dolor de este hombre; imaginarlo postrado, insensible, evadido, desvalido, perplejo frente a su tragedia, como cuando sabemos que escapar de la conciencia del mundo es lo único que nos aliviara de nuestro ser lancino. Pasa que la normalización de la muerte en el país a fuerza de su nauseabunda repetición, no puede más que transmutar a insensibilidad en nosotros, los destinatarios de esos mensajes, o a mecanismo de autodefensa plagado de patetismo. De pronto nos enteramos de algún robo, una golpiza a un hombre, y terribles imágenes de su padecer se incrustan en tu pensamiento: quieres no pensar ellas. Ergo, dejas de pensar en ellas. Contra la violencia, no hay mejor protección que la distancia. Pero, ¿cómo combatirla? Hay quienes sostienen que esa lucha equivaldría a una lucha eterna contra nosotros mismos; yo misma por mucho tiempo he estado convencida de ese modo de pensamiento que, cada vez más, sin embargo, se me antoja como un pensamiento parado en una sola de las múltiples caras de un poliedro más bien diverso, un pensamiento ciego a otras posibilidades a fuerza de no querer tomar responsabilidad de nada, de dimitir a eso que no seas tú mismo; o imputar a los demás tus propias taras. Esas certezas ridículas llamadas prejuicios.

El escándalo por la pena que embarga a David Páramo se suscitó porque se lo acusa de haber volcado terribles palabras en los tiempos del asesinato del hijo de Javier Sicilia, precisamente contra el dolor de Javier Sicilia: “¡Si los matan es por algo!”, dijo, según se nos informa en medios.

La reflexión que sigue, no sé cómo iniciarla sin caer en ese lugar grotesco de quien gusta de sentenciar: “¿ya ven?, se los dije”, “¡es el karma!”, “no lo invoques porque se aparece” y esa lista de dicharachos cuya profesión, pareciera le infligen de una ficción de poderío que, en todo caso, apenas si lo liberan de su impotencia frente a la orfandad, de la galería de sus temores y de la inacción. La verdad es que, si vamos aceptando la refutación al relativismo epistémico (que al menos poseemos una certeza: la de la incerteza, la de no saber nada), resulta no solo vacuo, sino profundamente ingenuo pretender que David Páramo esté pagando con la muerte de sus hijos su adhesión al neoliberalismo. Pero en su versión suave (que en el fondo quiere expresar causalidad) esta idea del karma tiene razón en algo: que a Páramo se le señala por haber favorecido el discurso hegemónico del régimen culpable de la muerte de sus hijos y en incriminarle que este régimen, además, nos ha hecho vulnerables a todos, más de lo que —por el mero hecho de vivir— lo somos de por sí. Digo, se le señala, porque eso vi comentado en redes.

Pocos días antes de este suceso, estuve meditando alrededor de la siguiente idea: No, actuar no es delinquir contra el absoluto toda vez que entendamos, contra la imposibilidad teórica y práctica del nihilismo, que unidad es diversidad justamente. Luego, con la idea de Páramo ya en la cabeza, me vino a la mente aquella frase de una chica en una de esas películas de Golden de las que tanto se aprende: “evitar escupir para arriba”. Y debo confesar —tengo que confesar— que sentí una profunda tristeza ante lo que le sucedía a David Páramo que, tan humano como todos, su único crimen en aquellas palabras —aunque absolutamente al margen del crimen de sus hijos— consistió en pensar la otredad a partir, y casi exclusivamente, de sí mismo. Como el sabihondo ineficaz que, en su versión radicalizada de Sócrates, pretende que el autocognoscere baste para conocer a los demás y hacer conjeturas sobre el resto.

Pretender que el clima delincuencial de la guerra contra el narco, iniciada por Calderón y continuada por EPN —aunque con otra retórica—, expresa la posibilidad maniquea de unos hombres malvados expulsados del mundo —anomalías de la especie, excepciones a la regla—, es al mismo tiempo poseer una comprensión pervertida de las formas de organización sociales, de las posibilidades de la especie, de nuestra diversidad, y de los efectos que producen las políticas depredadoras neoliberales en las sociedades, se quieran o no se quieran aceptar dichos efectos. En condiciones de normalidad (¿?), es posible que todos los hombres, arribemos a la honradez de David Páramo (de la cual no dudo), honradez que en él mutó a ceguera, y que le impedía entender, aunque contradictoriamente, que no era vacío de esa misma honradez lo que llevó al hijo de Javier Sicilia a la muerte.

Si vamos a la comparación histórica, que no exceda a la época del estado benefactor con el arribo del cardenismo (una microcomparación), al menos se podrá convenir en aceptar que algo en el camino hacia la idea “progreso democrático”, se ha torcido lo suficiente, como para descreer absolutamente de ella. La verdad es que, la idea es una parodia.


Y por supuesto lamento y lamenté esos decesos. Sucesos en los que nuestra vulnerabilidad se hace aparatosa. ¿Es verdad que vivimos en un necrocapitalismo?

*En el momento en que termino de escribir esto, me entero de esta nota; no por eximir a Páramo, pero quién sabe si por la ineficacia, o si por la insistencia de instaurar la narrativa de las drogas y del narcomenudeo en México —y criminalizar—, los hijos de David Páramo no estén siendo objetos de alguna calumnia. El mercadito del narco y del librecambismo, se acaba cuando la circulación de mercancías y bienes respondan a necesidades básicas humanas y/o de solaz, en vez de esta enfermiza acumulación de plusvalor, de valor de cambio, de vida.

En Je Suis Eleutheria: aquí

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