La muerte de Hugo Chávez ha traído de vuelta los viejos enconos entre simpatizantes y adversarios al proyecto de izquierdas. Inevitablemente en este intercambio de posturas ha tenido que salir a relucir en redes la cita a Enrique Krauze quien, por razones de todos conocidas, tiene una opinión sobre este asunto. Por los motivaciones que he expuesto con ahínco por algún tiempo en este blog, quizá sobra decir lo muy extraña que me siento a prácticamente cada una de las reivindicaciones políticas de este intelectual. Hay sin embargo algo que ha llamado mi atención últimamente en relación a su postura: el tránsito de una retórica furibundamente descalificadora —draconiana diría— a una posición que se me apetece más suave, más empática y menos disuasiva definitivamente. Debo admitir que es más curiosidad lo que me lleva a reconsiderarle (en este cambio), que ánimo de contemporizar con un temperamento y un modo de pensar el mundo al que seguramente nunca podré terminar de entender, ni menos secundar. Me di entonces a la tarea de consultar lo que se estuvo compartiendo en redes sobre su posición al chavismo, de suerte que di con una entrevista que recientemente dio para CNN (aquí), y con otra que concedió asimismo a medios venezolanos opositores al chavismo (acá). Debo decir que en su entrevista a CNN me pareció oír hablar a un hombre calmo, determinado en sus opiniones por su adscripción liberal pero intentando la comprensión a pesar de ello. Me dejó tan buen sabor de boca que decidí buscar su último estudio histórico sobre Chávez. Lo encontré.

Resultado de esa lectura escribí las siguientes impresiones y las comparto aquí en el blog.

I

No es fundamentalmente un estudio sobre el proceso revolucionario vivido en Venezuela durante las últimas dos décadas; es una descripción del líder de dicho proceso a quien Krauze cataloga de caudillo. Para Krauze el surgimiento de una figura como Chávez en Venezuela es consecuente con la tendencia mítica de su pueblo y de en general las naciones latinoamericanas a las que califica de «países católicos» muy al inicio de su disertación; la mayoría de las consecuencias que se extraen del carácter caudillista de Hugo Chávez en el texto, sumadas a la vocación mítica de los pueblos latinoamericanos, incide secundariamente en el proceso revolucionario, es decir, en la interpretación que este intelectual hace de dicho proceso. (Aquí puede consultarse el texto íntegro para su contraste).

Sin embargo, hay una contradicción entre los métodos de este historiador y la acusación que hace, pues no son pocas las conclusiones presentadas en el texto carentes de refuerzo empírico comprobable y que hieden a mitificaciones en algunos casos: la elaboración crítica sobre la figura del caudillismo —como la entiende este pensador— parece no menos mítica que la figura misma del caudillo pues se excede en momentos en inferencias a la sombra de un solo dato: hiperboliza, descontextualiza y conjetura para finalmente producir un dictamen sumario. Luego, llega un punto en donde no se sabe si se está leyendo un texto histórico o una monografía historiográfica que bien podría dar origen a una novela en el género. Debo no obstante confesar que llega a ser convincente en su exposición y que me parece se trata de un trabajo laborioso hecho por gente muy estudiosa abocada por largo tiempo a la misión de desmitificar la figura del «caudillismo» y sus prestigios. Me pareció, a este propósito, evidentísima la referencia a Eliade, sin ser explícita; esto lo pude corroborar después averiguando en una de las fuentes del texto (aquí, nota 22).

Desde luego, y al margen de lo que a mí me parece una fabulación casi tan mítica como su blanco, no es que este historiador carezca de un conocimiento serio y documentado de la historia de Venezuela y no lo presente, es que lo mezcla con una visión ideologizada y muy clasista de ella. Es claro por otra parte, que este historiador posee un conocimiento importante de los acontecimientos más recientes de la historia venezolana. Pero si es una decisión estilística este modo de narrar los hechos y presentarlos como historia, yo tendría que presentar una objeción allí: para calificar de objetivo un argumento que pretende situar a un líder revolucionario en el campo de los caudillos al amparo de los mitos, debería entonces prescindirse del mito en la argumentación. Pero yo no creo esto o no lo creo exclusivamente si se me permite ser exacta. Para mí que esta es una forma de hacer historiografía sin hacer historia pero llegando a los lectores incautos con el influjo de esta última: quizá no sea una intención expresa, pero es una confusión posible. Y si se me permite ser más honesta, achaco la poca convicción histórica de Krauze a una suerte de vacío de sus facultades hermenéuticas: una incapacidad para entender a los pueblos por un lado; y otra, para comprender la historia de la opresión social.

Más precisamente, un historiador que carece de una comprensión antropológica de las sociedades, está condenado a ser un feligrés de su propia filosofía de la historia (cuya veracidad quedaría aún por probar) y, en el peor de los casos, a un ideólogo al servicio de una corriente de opinión. Pero si, además, infiere insistentemente a partir de rumores y eventos anecdóticos, se convierte en fabulador también y se instala en su prosa la pasión por el mito.

Cuando acusa Krauze a las naciones latinoamericanas de sacralizar incurre al menos en dos ostensibles contradicciones: 1) No advertir que él mismo ha sido víctima de esa supuesta monotonía y 2) Negar su vocación de historiador al desconocer la realidad factual —su verdadero estado— de las naciones latinoamericanas en relación a sus líderes populistas o de izquierda: a) Como alternativa al expolio de los regímenes de economía liberal (capitalistas) b) Bajo una concepción crítica, cuando cabe (filosofía marxista, escuela crítica, filosofías de la acción y de la existencia, etcétera): Una tendencia cada vez más creciente entre nuestros países es la secularización, pareciera que Krauze no ve esto.

¿Quién es, entonces, verdaderamente paternalista aquí?  ¿Quién subestima a los pueblos? ¿Los dictadores populistas latinoamericanos o los historiadores? Unos historiadores que, en el caso de Krauze, entreveran en sus relatos una visión subestimada sobre éstos: encantada, mítica y difusamente orientada. Y si hemos de creer a la elaboración de Krauze del mito caudillista, ¿cuál sería la clasificación que debiésemos dar a otanistas y aliados, o a priismos añejos?, ¿la de un corporativismo acaudillista que desde una retórica de civilidad y con los poderes mediáticos a su servicio logra encantar a las masas para hacerlas caer bajo el hechizo del liberalismo?

II

Krauze obvia. No había habido en décadas el endiosamiento que plantea su texto en relación a la figura de Simón Bolívar. Fuera de su deificación entre poetas e intelectuales, Simón Bolívar yacía durmiendo el sueño de la historia, en ese particular olvido que viven los héroes de la patria latinoamericana y que, no por contar con innúmeros monumentos, estarán más presentes mientras no se lean sus ideas, se discutan y se divulguen. De hecho Chávez es el impulsor de este retorno del bolivarismo en la región. Ésa es la nota distintiva del socialismo bolivariano; en eso se distingue del socialismo europeo. El llamado socialismo del siglo XXI es una innovación práctica por su componente nacionalista (a la usanza del cardenismo) e ideológica en la figura de sus pensadores latinoamericanos; no solamente de Simón Bolívar sino del propio educador de Bolívar: Simón Rodríguez; de Sucre y de otros en el panteón de héroes del bolivarismo. (Sobre la común confusión entre el significante y el significado en el término «nacionalismo» remito a esta entrada de hace meses; la idea de ir a los significados antes que a los significantes que allí había expuesto).

Vuelve a obviar. La izquierda hasta hace poco había sido atea, poco proclive a esas transustanciaciones que suelen ir de lo profano a lo sagrado, anticlerical y laica sustantivamente; lo mismo la ola revolucionaria. Esas descripciones, esa atribución de sacralización existe en nuestros pueblos, es cierta (y como mencioné en mi reciente entrada sobre Ratzinger, se aprecia de hecho una secularización del mito, muy pujante, en los últimos años en nuestras sociedades), pero permea no nada más en los clases bajas como opción a su indigencia, sino en las clases altas, conservadoras, retrógradas y católicas particularmente en América Latina. La versión más dura de la fe latinoamericana se halla de hecho entre estas clases. ¿Por qué estas clases no sucumben entonces al canto del embaucador? Porque omite la razón de hecho por la que sí caen los otros: la opresión, el desarraigo y la miseria. Es decir, todo mundo sabe que el cristianismo en sus fases primitivas cuando pervivía al lado del paganismo fermentó entre las castas oprimidas del imperio romano justamente porque les dotó de sentido, de propósito y de arraigo, por ejemplo. Pero aquí hay una inversión en el silogismo de Krauze; como la fe es excelente promotora a la adhesión de una ideología, luego entonces, si alguien se adscribió a alguna lo hizo por fe. Opino que entre el mundo del pensamiento y los hechos y el mundo del mito hay importantes obstáculos a derribar antes (pedir la determinación de los hechos fácticos por métodos científicos tal vez no me permita ser muy objetiva: la objetividad se convirtió en subjetivismo como asegura el juicio postmoderno).

Mientras el pensador latinoamericano de cepa liberal se niegue a reconocer el proceso de dominación que nació con la colonia y que no murió con la independencia— no atinará sino a empecinarse a emular en nuestros pueblos la organización socio histórica de la nación del norte —o de experiencias forzosamente foráneas, cuyo pueblo llegó a tierras americanas prácticamente sin mezclarse y exterminando más bien todo rastro de los pueblos aborígenes o confinándolos; y que, cuando hubo de convivir con un grupo humano proveniente de otras tierras —los negros del África— instauró asimismo una relación de dominación que duraría hasta bien entrado el siglo XX. La democracia liberal es una evolución ad hoc a la historia de ese pueblo y de algunos otros europeos. Luego entonces, al menos admitir la relación dialéctica entre sacralización y dominio de una élite.

Si al dictum de Krauze, ni el socialismo europeo, ni las revoluciones latinoamericanas son los caminos adecuados para la organización de las sociedades, yo añado que la democracia liberal como brazo ideológico de la dictadura económica capitalista se ha mostrado aún más ineficaz y hasta más genocida que los primeros (algo importante de mencionar en este punto es que el chavismo no cuenta con una sola víctima mortal ni con torturados, como el mismo Krauze reconoce en su entrevista) y que, en resumidas cuentas, a los órdenes de poder y sujeción (demócratas o no), de insolidaridad de la especie, de agandalle, inevitablemente adviene el resentimiento, el odio y finalmente la violencia.

(Ojalá que el pueblo venezolano esté consciente de esto y se guarden de ceder a las provocaciones que desde muy prematuras horas ha dejado caer la derecha venezolana sobre la región. Hay que admitir que las propias revoluciones nacen al calor del resentimiento, un resentimiento alimentado por las élites y un resentimiento indeseable. Lo que pasó con la chica periodista de una televisora de la oposición y su camarógrafo ilustran esto y es un hecho lamentable. Ese enorme fervor del pueblo venezolano por Chávez, habla del desamparo a que el neocapitalismo ha sometido a comunidades enteras. Pero ese enorme fervor, aderezado del odio y de las mofas de clase, puede transmutar en aberraciones que lo invalidarían como proyecto. Hasta eso: las clases pobres de Venezuela deben reprimirse los corajes que les hace pasar la derecha para que no se les acuse de violencia, mientras que la derecha es violenta casi por definición aunque no casi en su totalidad).   

III

Que Krauze piense que a la izquierda latinoamericana le inflija un mal sueño la tirria que Marx sentía por Bolívar nada más prueba cierta medianía en las inferencias de este historiador. Primero infiere que de la crítica que Pléjanov efectuó al leninismo se puede casi con seguridad concluir que Pléjanov no habría tampoco sido chavista pues precisamente se separó de Lenin por sus rasgos dictatoriales. Pero en lugar de mirar en el socialismo bolivariano (elaboración ideológica de Chávez) un movimiento crítico al marxismo, un movimiento innovador que osa a separarse de aquel y sostener una mirada disidente a la del propio Marx sobre Bolívar, opta mejor por hacer mofa de la supuesta incómoda tirria del pensador alemán sobre las izquierdas y concluir allí su análisis. (Lo que pasa es que Chávez —como sugiere Kauze— le aprendió mal a Pléjanov).

La vigencia de Bolívar para América Latina, contra lo que Krauze pretenda inducir a partir de la referencia a Inés Quintero, no es de carácter temporal —no tiene qué ver con su vigencia en el tiempo o su caducidad—, es de carácter socio histórico y esto quiere decir que no hay contradicción entre el carácter anacrónico de ciertas posiciones marxistas y entre la validez y resonancia que los pueblos latinoamericanos encuentran en el pensamiento de Bolívar, por muy arquetípico que resulte ser de la figura del dictador como intenta elaborar Krauze. Sobre este hecho, me permito introducir la siguiente distinción:

Todo juicio moral necesita en primer término ser un juicio histórico. Juicios ahistóricos, desconectados de la experiencia —o juicios sin vigencia histórica, no pueden ser juicios morales sino llanamente prejuicios. No es suficiente, pues, ser un juicio histórico para llegar a ser un juicio moral. Por tanto, la plenitud de una idea no se determina por su fecha de emisión, ni siquiera por su validez en un momento determinado, sino por su adecuación a una circunstancia dada. Opino honestamente que eso es historicidad bien entendida y que lo que propone Krauze en dicho apartado es un prejuicio.

Por último, como he comentado en redes y aquí mismo en el blog, la democracia no solamente dista de ser el más perfecto de los sistemas políticos, sino que se ha convertido en el correlato ideológico del liberalismo económico para usufructo de unos cuantos. El despotismo ilustrado de Federico II de Prusia —por citar solo un caso— es un ejemplo de cómo regímenes de otra naturaleza no solo han existido y coexistido con sus gobernados exitosamente, sino que han mostrado ser superiores al sueño liberaldemócrata.

La apuesta no es por la concentración del poder en un solo individuo o grupo. La apuesta no es ni siquiera por la adhesión a ultranza a una ideología: la apuesta es por la no concentración práctica del poder al margen del sistema de que se trate y de los mecanismos para implementarlo. Mientras no se combatan la opresión social y sus causas, todo régimen está condenado a fenecer.

IV

No solo Carlyle ha sido un entusiasta de los elogios a la trascendencia de Fichte. Lo han sido Kierkeegard, Jaspers, Husserl y toda esta ola de pensadores de inicios del XX que han significado el andamiaje ideológico para el canto auto apoteótico de la postmodernidad: que la postmodernidad sea la forma antropológica que ha tomado el capitalismo en nuestras sociedades para desafección del hecho político no tendría por qué ser un señalamiento insólito. Es innegable que la postmodernidad tiene su encanto, y queda hacer una crítica articulada de la postmodernidad por su  adhesión al mito como intenté ensayar hace algunos meses en esta entrada. Quiero decir, lo que le pasa a Chávez con Bolívar nos pasa a casi el grueso de la postmodernidad y sus compulsiones egomaníacas. Habría que apreciar las consecuencias empíricas de ello y ponderar sobre sus repercusiones prácticas en los otros. En el caso del bolivarismo y a juzgar por este estudio publicado por la CEPAL, se ha traducido en al menos bienestar social para amplios sectores de la Venezuela chavista.

Bolívar quizá haya sido el prototipo antidemocrático de Carlyle caudillo, dictador, autócrata— como intenta sostener el autor del texto referido, pero ello no podrá invalidar la acción libertaria de los independentistas latinoamericanos por mucho que Krauze insista en desestimar esa realidad una y otra vez a lo largo de su escrito. Es decir, suponer que toda negación a la democracia es una negación de la libertad, equivale a admitir que más allá —o más acá— de las regulaciones estatales, la libertad como concepción humana no existe.

FICHA:

Krauze, Enrique; Redentores. Ideas y poder en América Latina. Editorial DEBATE; México: 2011. En «La Historia como Autobiografía».

NOTA: Quizá también sería bueno recomendar este otro texto de la pluma de Enrique Krauze a propósito de Hugo Chávez. Me pareció más virulento allí aunque también admito que lo disfruté mucho en su prosa.

Publicado en el medio de prensa alternativa "Rebelión", en su sección de Opinión, del mes de octubre de 2013.

2 comentarios:

    Chávez fue cobijado por su pueblo, que no fue toda Venezuela pero sí la mayoría, hasta su muerte. Eso es elocuente por sí sólo y cualquiera puede opinar de acuerdo a su visión personal pero me parece que la responsabilidad que recae sobre un historiador no debe estar sujeta a puntos de vista personales, que son inevitables por ser quienes la escriben pero ese, ese es precisamente el valor de su trabajo, narrar los hechos como sucedieron. Cosa aparte es que, sin saber si es cuestión antropológica o no, a la gente también le encanta oír cuentos, fábulas, anécdotas y el chisme en general, le cuesta creer lo que ve con sus propios ojos pero le encanta creer cosas que nunca ha constatado. Muy interesante Elefteria :)

     

    Jen:

    Me gusta mucho tu comentario como colofón a lo que he escrito. Me habría gustado decirlo con esa concisión con que lo expresas. No añado más en el caso de tu comentario porque creo se entiende lo que la entrada intenta ser. Es decir, un ensayo o elucidación crítica sobre otro texto, y lo que ello implica.

    Muchas gracias por tu lectura y por tu comentario.

    Abrazo.
    [ :) ]

     

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