I

(AMAR A LA FILOSOFÍA Y EL PROYECTO DE LA POSTMODERNIDAD)

Amar a la filosofía; así, con esa libertad. Las preguntas fundamentales y las muy simples.

A veces estas reivindicaciones me son necesarias, desprestigiado, como está, el saber en nuestro tiempo y la actitud de franca repugnancia hacia él que muestran algunos (como si el amor al saber te indispusiera a otros amores, a otras pasiones; u otras asunciones de carácter ético, ¡qué estolidez!).

Incluso he llegado a pensar que en esta bien postmoderna actitud, se deja ver un nuevo oscurantismo, un nuevo período de cerrazón en la criatura humana (hay que ver toda la colección de nuevas y siempre renovadas creencias, la sustitución de dioses inventados, por otros nuevos dioses —también inventados— para apenas comprobar esto que digo, o eso creo).

Es sabido por todos quienes nos apasionamos en la historia de las ideas qué esencialmente significó la postmodernidad como proyecto epistemológico: la muerte de la razón, carpetazo al proyecto ilustrado. Y aunque su proyecto ético (la muerte de dios) haya sido un fracaso total (el incontestable cuanto raquítico dios del hombre de nuestro tiempo es él mismo), la postmodernidad avanza pujante y destructora con apenas adversarios (como la siempre molesta, marginal y resentida criatura de izquierdas) y sí, en cambio, variedad de aliados en la estupidez humana, en nuestros temores, en la falta de humildad nuestra, en nuestras ególatras voluntades. La voluntad no necesariamente está siempre emparentada con el poder; lo está más —y a veces irresolublemente— con el desprecio a todo lo que se teme.

II

(NO CREER EN LA ANTINOMIA CIENCIA VERSUS ARTE)

Hay muchas formas de abordar la vida y sería reduccionista pensar que todas ellas fueran irreductibles entre sí o que hubiera una oposición inexorable entre las mismas; estoy convencida que en todas las formas del saber (y del hacer) hay regiones comunes. Por otra parte, un poco gracias a los extremos a que llegó el positivismo, pero también por ese mal cuento conocido con el nombre de postmodernidad, ha corrido una abominable base de pensamiento que pretende confrontar saber con sentir, que pretende reservar el saber a la ciencia, y el sentir al arte. Nada más ridículo, ni más intelectualmente obsceno. No existe tal división. Ni a quien se regocija en el saber (que va desde las preguntas llamadas fundamentales hasta las muy simples) le está vedada la sensibilidad, la apreciación estética, el goce de la naturaleza etcétera; ni a quien se refugia en el arte le tienen que necesariamente fallar todas las deducciones. Es más, no concibo saber sin sentir. Raras veces he comprendido o demostrado un teorema difícil en matemáticas, sin haber experimentado, en una suerte de éxtasis, un sentimiento de belleza indescriptible.

¿Por qué se empecina el humano, a veces me pregunto, en crear cismas en donde no los hay? El hecho de reconocer que seamos más hábiles en unas actividades que en otras, ese sentimiento de insatisfacción, ¿tiene que traducirse en conjurar nuestra pequeñez y querer maquillarla desdeñando otros quehaceres, otras formas de ser y de sentir? En mi opinión, pasa esto cuando a la voluntad se la tiene exacerbada, cuando se es incapaz de humildad.

Del miedo continúa originándose material de aleación para la forja de nuestras cadenas. Como no fuera a ser que a Sísifo, lo empujara a recoger iterativamente su piedra, el miedo a prescindir de la acción.

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