La estupidez y sus códigos


Hace rato mientras leía una lista de mandamientos taoístas, me estaba literalmente atacando de risa. Se me agolparon en la mente todos los actos de estupidez que hemos tenido que perpetrar la especie para aprender del mundo (echar a perder, como se dice). Ipso facto, me vino a la cabeza la imagen de algún homo sapiens sapiens de épocas pasadas acometiendo alguno de dichos crímenes —menores relativamente—, obrando desde su bruta racionalidad o desde el más puro placer. Luego, recordé cómo de niña disfrutaba con hacer a las cochinillas bola y jugar con ellas cuales balones de fútbol sin la mínima empatía ante el sufrimiento que pudiese yo estar ocasionándoles a dichas criaturas. Tuve que esperar a que muriera mi primer perro y me durara el duelo por encima de la normalidad y se llegara en casa al exceso de hablar conmigo personas adultas, puesto que pasaban y pasaban los días y yo nomás no podía dejar de llorar por mi perro muerto, y hacerme ver la situación, etcétera, tuvo que pasar ese hecho para que yo pudiera comprender el sufrimiento en los animales y sentir la más plena empatía por sus dolores (esta es la experiencia más clara que llega a mi conciencia como analogía).

En cada uno de nosotros parece repetirse la sucesión de todas las civilizaciones que nos precedieron. En algunos casos, en nuestra infancia parecen repetirse algunos rasgos y costumbres de civilizaciones prehistóricas y civilizaciones antiguas; luego, llega la primera pubertad, y los dogmatismos y etnocentrismos se apoderan plenamente de nuestros espíritus: la historia de creerse uno el ombligo del mundo y poseer esta audiencia imaginaria (no entraré en el bochornoso detalle sobre hasta cuánto se pueden llegar a extender estos síntomas). Después, llegarnos la Ilustración en plena vida preparatoriana y pretendernos ser los más sabiohondos: la razón lo puede todo y otras excentricidades. Continuar el recorrido, y avanzar en los otros estadios si bien nos va, asumiendo como naturalmente se hace a instancias de nuestra herencia positivista, que: A) el progreso existe y B) describe una trayectoria lineal como una flecha que corre hacia adelante; hasta, finalmente, llegar a hacer coincidir el día de nuestra muerte con el máximo grado de esplendor que como civilización hayamos podido alcanzar en nuestro espíritu.

[Por cierto, en este punto me horroriza pensar que esté atravesando yo en estos momentos por mi postmodernidad o que tenga que, en algún momento (forzosamente), tener que atravesarla.]

Copio el par de los mandamientos que me sumieron en el mencionado ataque de risa:

“No aplastarás con los pies, intencionalmente, a los insectos y las hormigas.”

“No te subirás a los árboles para destruir los nidos y coger los huevos.”

Un hecho quizá nimio que me confirma el sentido que personalmente confiero a la existencia de reglas, códigos, códices, reglamentaciones y normatividades en el mundo. Son la tentativa humana por intentar normalizar el destierro o disminución de dicha estupidez de nuestras vidas.

Constituyen lógicamente, la respuesta humana ante nuestra ilimitada capacidad —como necesidad— de autoaniquilación y destrucción de nuestro entorno; prueban que en el estrecho marco de su acción, el hombre ha encontrado formas de su obrar menos nocivas que otras (o más), y que existe una razón empírica a la que instintivamente se ciñe el hombre por cuanto le garantiza la conservación de la especie (pareciera que cuanto más avanza el hombre en el uso de su razón como adquisición, más se convenciera del sinsentido de dicha razón empírica; que suicidarse, por ejemplo, no tendría por qué tomarse como un acto contra ningún orden natural ¿Serán el progreso de la razón y la razón auténticas aberraciones de nuestra especie?).

Una lógica en algunos casos precaria; una lógica, en sus formas sofisticadas modernas, apabullante. Pero, a fin de cuentas, una lógica siempre insuficiente frente a la inabarcable gama de respuestas psicológicas en la criatura del homo sapiens sapiens.

Comienzo a formular una respuesta absolutamente contraria a cierto espíritu nihilista de mi época que, en realidad, es muy anterior a éste. A aceptar que, como necesidad, el hombre es lo que es en sí mismo y que, haya o no un fin intrínseco a su existencia (trascendental o no, evolutivo o no evolutivo), dicho fin es, como muchas cosas en el hombre, artificial. Abrazar esta capacidad de artífice.  

EPÍLOGO

Me alegra que a lo largo de todas las épocas de la humanidad, se hayan alzado siempre espíritus humanistas contra doctrinas nihilistas*, negadoras de la vida. En la mayoría de los casos, dicho espíritu nihilista no ha obrado con maldad ni más. E incluso, de sus doctrinas han derivado valiosas directrices éticas para el hombre.

Algunos espíritus nihilistas:

Jesucristo.
El Buda.
Algunos de los filósofos románticos.
Algunos de los filósofos de la postmodernidad.

Algunos espíritus o doctrinas no nihilistas (humanistas más bien):

La versión ética del cristianismo (el luteranismo por ejemplo).
La versión ética del budismo.
La versión ética de la mayoría de las religiones del mundo.
El humanismo mismo.
Nietzsche.
Varias de las filosofías de la existencia (Ernesto Sabato, Jean Paul Sartre, Albert Camus, Martin Heidegger).
Etc.

El problema, desde luego, de estas impugnaciones contra el nihilismo consiste en conciliar la asunción ética de la existencia con la intención soterrada (o incluso desvío no intencionado) que esta vuelta lleva al colocar a la voluntad humana demasiado encima de otros acontecimientos del mundo. Hay, pues, un intenso jaloneo entre la proclamación de la voluntad humana y el peligro de que dicha voluntad se tiranice; pasar del ego al egotismo.

*El nihilismo como lo concibió la doctrina india de la negación del mundo y de la vida y no el nihilismo activo propugnado por F. Nietzsche, una vuelta más bien contra esas negaciones del ser.

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