Dios y la música*


Al margen de mis concepciones sobre el tema, pienso que la música sacra resulta ser una de las músicas que más instantes de imperturbable belleza puede llegar a dar. No asocio a esta música con los crímenes que se hayan efectuado en el período a nombre del origen común (Dios) entre los crímenes y la composición sacra. Sería tan tonto como podría serlo odiar el saber científico solamente porque también se le ha utilizado para asesinar a hombres. Todo sistema de ideas —sean de cariz religioso, económico, político, etcétera—, parece arrastrar, adlátere, una estela de crimen y locura tras él, pero esto no es tanto por un vicio en el sistema mismo, como por un vicio en su interpretación (casi siempre excesiva en subjetivismos). Por eso la música con que inicio este escrito es música compuesta en el siglo XX por Arvo Pärt, es decir, compuesta en un siglo en donde los más grandes crímenes se suscitaron menos por fanatismo religioso que por otros fanatismos (a fin de cuentas la religión, lo mismo que otros sistemas son sólo subterfugio para el impulso, muchas veces tarado, de desmitificación del mundo por parte del hombre).

Comienzo.

Ser ateo es prescindir de la idea de Dios y no, como a veces se presume, negar su existencia. Lógicamente es imposible negar la existencia de algo estipulado a priori (es cuando se aprecia la potencia del lenguaje simbólico y, concretamente, de la palabra creadora: parece que hablar de Dios revelara la certeza misma de su ser); aunque todos sabemos que dicha imposibilidad tampoco dice algo sobre la constitución ontológica de eso que se presume existente, o que no puede decir más de lo que quiera decir nuestra esperanza.

Hay muchísima gente muy creyente a quien respeto por la belleza de su intelecto y de su alma.

La opción entre prescindir de Dios o necesitar de él, no tiene que ver con un hecho de la inteligencia o del razonamiento (con una postura epistemológica; en donde, por ejemplo, un espíritu empirista estaría rotundamente condenado a prescindir de él; en tanto que uno racionalista a defender por argumentos lógicos su veracidad). Hay muchísimos ejemplos de esto en la historia. Citaré dos ejemplos contundentes. Isaac Newton e Hipatia.

El primero no solamente creía en Dios sino que dedicó gran parte de su vida al estudio de la Biblia, del Apocalipsis y sus profecías particularmente, y pensaba que de alguna manera su Filosofía Natural, habría de dar sustento a la existencia de Dios y a la Teología Natural de su tiempo. La segunda, a pesar de ser una de las mujeres más inteligentes si se revisa la historia de las ideas, una filósofa de espíritu absolutamente revolucionario (en verdad no es un pleonasmo), etcétera, era también practicante del paganismo de su época.

La opción entre prescindir de Dios o necesitar de él, aparece ligada a un hecho que, en mi opinión, da cuenta de la singularidad del hombre frente a otras especies del planeta: lo que Max Horkheimer y Theodor W. Adorno denominan, el “desencantamiento del mundo”, o sea, el dominio de la naturaleza, el destierro de nuestros miedos.

El desencantamiento del mundo tiene sus períodos. El período arcaico, el período antiguo, el período de la modernidad ilustrada, el período de nuestra postmodernidad.

El período arcaico está plagado de una polivalencia de dioses cuya existencia está asociada a ciclos biológicos de la Tierra; se extiende hasta el origen de las tres grandes religiones monoteístas (judaísmo, cristianismo, islamismo). El segundo período compone el nacimiento y prolongación de tales religiones monoteístas. El tercero, que concretamente tiene su raíz ideológica con la reforma luterana y en el racionalismo contemporáneo de dicho movimiento, da origen después a la conciencia del hombre ilustrado que intercambia la necesidad de una entidad divina que da origen al mundo por una comprobación (la de ese hecho). Y, finalmente, la mentada postmodernidad en donde el hombre, frente a su sórdida existencia decide sustituir a Dios por sí mismo.

Vivimos ahora y con intensidad esa época. Blogs, Twitters, Facebooks, estas palestras de nuestro ego, en cierta forma dan testimonio del hecho: vivimos no solamente para reivindicar nuestras voluntades por siglos domeñadas, sino para erigir nuestra voluntad en fuerza sagrada, casi mítica; parafraseando a Adorno y a Horkheimer, si “el mito es ya Ilustración”; el mito también —yo añado— se convirtió en postmodernidad**.  El error de esta impostura tiene su origen en una malversación de las últimas tesis nitzscheanas (Así habló Zarathustra, La voluntad de poder, etc.), por un lado, y en una fundamental incomprensión de las primeras (El Origen de la Tragedia). Y enferma pensar que debamos padecer del recrudecimiento de nuestras voluntades para, después del hartazgo, vomitarnos y ser esos supuestos superhombres que estamos llamados a ser (¿no podríamos crear algún atajo?). Sobre este hecho, a veces me pregunto si los grandes criminales de la historia no serán mentes con un superávit de voluntad. O a la mejor solamente sucede que, la voluntad, situada en la capa cortical prefrontal del cerebro, llega también a enfermarse. COROLARIO. La voluntad del hombre sustituye a Dios, pero si su voluntad está enferma, entonces, el desencantamiento del mundo se convierte durante la postmodernidad en desencanto.

Por esto mismo, de nada serviría saber un día todos que Dios —como se conciba— en efecto fuera una creación humana y solamente eso si, por otro lado, el desencantamiento del mundo no ha llegado a ser todo lo eficaz que se pretendía. (Me pregunto, ¿será una cuestión de tiempo?). Comprobar, durante el siglo que terminó, que hemos dejado de luchar contra la naturaleza gracias a la técnica, para pasar a luchar contra nosotros mismos gracias a la voluntad, no ha hecho sino engrosar las filas de creyentes, hacer pulular estos brotes de legiones afectas a la nueva era y cosas semejantes y, particularmente, exacerbar el sentimiento de desencanto propio de la postmodernidad (cualquier aberración, cualquier tara del ser, cuando nos atrevamos a explicarla menos como un efecto que como una causa, podría llevarnos a suscribir la tesis de los estoicos según la cual el dolor es necesario. Entonces, apostarnos en el cómodo diván del ataraxia griego y vivir más indiferentes al devenir. ¿Y por qué no?). Por supuesto, el problema es que la exaltación de la voluntad de la llamada postmodernidad, es todo, menos, un despliegue de sabiduría. Por ejemplo, mucha gente confunde y piensa sus miedos superados, proclamando y haciendo efectivo que a ella nunca nadie le habrá de imponer nada que no quiera su voluntad, que su voluntad se niega a ello, que su voluntad es quien escoge y, no conformes con esto que parecería de entrada muy razonable, que ellos deciden cuándo, cómo y qué, a expensas de lo que sea y sobre quién sea (aquéllo que al mexicano promedio le lleva a sentirse un chingón, por ejemplo). Es el típico proceder basado en la opresión de la voluntad del otro, generador de desequilibrios tan monstruosos como el del capitalismo y no privativo de este período.

En su precioso ensayo Heterodoxia Ernesto Sabato afirma: “El Hombre sólo tiene fe en lo racional y abstracto, y por eso se refugia en los grandes sistemas científicos o filosóficos; de manera que cuando ese Sistema se viene abajo —como tarde o temprano sucede— se siente perdido, escéptico y suicida. La mujer confía en lo irracional, en lo mágico, y por eso difícilmente pierde la fe, porque nunca el mundo puede revelársele más absurdo de lo que a primera vista intuye. El credo quia absurdum es femenino, como toda filosofía existencialista (aunque sea hecha por hombres; por hombres, claro está, fuertemente propensos a la feminidad). Racionalizar al Universo y a Dios es empresa, en cambio, típicamente masculina, locura propia de hombres.” A estas palabras, yo me atrevo añadir que esta locura o absurdidad de empresa masculina —según Sabato— se hace valedera cuando comprobamos que es también con sobrecargo en este impulso racionalizador que el hombre asesina sistemáticamente, planea guerras para la proclamación de sus dominios, depreda la tierra como si lo ignorase, etcétera.

Qué ironía, pareciera que el origen detrás de este impulso racionalizador es el mismo que yace detrás de la creencia en dioses. Solamente que, en el segundo, el desencantamiento del mundo se logra mitificando sus encantamientos, sus misterios o, más tardíamente, por deducciones lógicas. Mientras que, en el primero, se hace a través de la precisión matemática, de la comprobación experimental y también por deducciones lógicas. O, dicho de forma equivalente, el hombre postmoderno proclama con locura el triunfo de las emociones sobre la razón aunque, para lograrlo, precise como nunca de la autoconsciencia.

Si no les molesta que recomiende una lectura, entonces quiero decirles que hay un texto esclarecedor sobre el tema religioso cuya lectura emprendí hace unos meses en consonancia a una relectura al Origen de la Tragedia de Nietzsche; ambos textos me ayudaron mucho para ordenar mejor y comprender el origen de la religión como fenómeno antropológico; el libro se llama “El crisol del cristianismo” y es un conjunto de ensayos dirigidos por el historiador Arnold Toynbee —con también ensayo de él—, en donde cada ensayo es una pequeña lección de aspectos diversos en torno al origen de la religión cristiana. Quizá a alguien le resulte útil el dato.

* Dios y la música no son el tema de este escrito; las ideas de Dios y la música son quienes lo originaron.

** Aguardar ver otras conversiones es nada más congruencia con la época.

NOTA: Yo creo que con este escrito termino una serie de escritos sobre este tema que he estado colocando en el blog de un tiempo para acá (aquí, el penúltimo).

3 comentarios:

    On 29 de agosto de 2012, 8:11 Anónimo dijo...

    Una delicia, como siempre, leerte. Otro ensayo, muy breve y muy contundente sobre el origen, desde un punto de vista histórico y psicoanalítico social, del cristianismo es El dogma de Cristo, de Erich Fromm, editado por Paidós, en español, y por Routledge, en inglés. http://www.paidos.com.mx/index.cfm/id/Producto/pid/2055
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    Gracias por la recomendación lector, yo me voy a morir en la ignorancia.

     


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