Sin concreción (de una apreciación intempestiva)

(I)

“La belleza será convulsiva o será nada”, André Breton.

Por alguna razón los estetas revolucionarios son asiduos a citar con cierta periodicidad la frase de Breton con que inicia este escrito (creo que sé la razón y creo que todos aquellos que aniden en sus corazones algo de afanes revolucionarios -y convulsivos- lo sabrán también). Si se le rastrea por Internet a esta frase –la llamaré AB-, podrá verse que está incluida en un libro muy sonado de este autor surrealista francés; se llama “L’amour fou”. He querido conseguir este libro a partir de una mención que hace de él Octavio Paz en ese texto de fábula de él llamado, “La llama doble. Amor y erotismo”; principalmente porque siendo ese texto de Paz uno tan bello y decir, él, en qué medida Breton le inspirase en su erótica (la que nos cuenta allí) pues -ya sabrán- yo quise tener acceso al libro y -nada- al menos por aquí por Internet no he podido encontrarlo; a ver si un día tengo suerte y obtengo un ejemplar. Sí me gustaría.

Tal vez estas palabras me hayan conferido de una ilusión de suficiencia, suficiencia para escribir a partir de ellas. Pero no, yo creo que no es eso. Yo creo que estas palabras le retumban fuerte a cualquiera capaz de sentirse compelido al mayor arrojo -todo-, excepto dimitir a la belleza. Hablaré de mi caso. Cuando decidí estudiar matemáticas hubo varias razones para dicha elección, pero fue -ante todo- una elección estética y un acto hedonista también. Si criaturas que estudiamos carreras relacionadas con el arte, como la matemática o la pintura o la música o la filología, un día vemos satisfecho dicho deseo o un día nos parece huero dicho quehacer, ¿qué vendrá en sucedáneo, qué cosa dará satisfacción, ahora, a nuestra necesidad de goce y a nuestra afección por la belleza?. Viene la pugna axiológica. ¿La que yo soy capaz de percibir o la que existe en sí misma, allí donde esté, con independencia de mi percepción? ¿Una belleza plástica, apolínea, ideal? ¿Una belleza por lo vital, dionisíaca, voluptuosa? ¿O alguna conjunción de ambas? ¿Qué sentido utilitarista, qué falsa apreciación de la importancia de mi quehacer profesional me hará renunciar a ella, fuera de tal quehacer? (en esta última pregunta, ya se aprecia una mutilación de la realidad en la tradición más platónica posible). Obviamente, se llega por una especie de reducción al absurdo a lo que, de principio, pareciera ser un enunciado inaceptable, que la cuestión ética -y luego moral- no se circunscribe a una cuestión estética; que no es la primera subconjunto de la segunda y que esta valoración implicada en el enunciado AB es, como el otro día explicaba en otro post, una idea dicha ya por filósofos anteriores a Breton. Y todo esto, a despecho del embrollo que entraña saber que aun frente a toda valoración hay –después- una decisión y así quedar también la cuestión resuelta (lo que es decidible no se somete necesariamente a algún criterio), pero que, sin embargo, frente a toda esta aparente libertad que nos da el poder decidir, hay también límites o, más bien, necesidades. La necesidad que le hinca al hombre la naturaleza y la necesidad que el azar también nos introduce. La otra que propongo, dado que puede ser que esto sea una manifestación naturalista de nuestro inagotable idealismo, es retirarnos educadamente del mundo ante la manifiesta ausencia de razones para habitarlo (o bien, declarar que ésa es razón suficiente para persistir en él, en nombre de la obstinación).

El argumento principal se me ocurre plantearlo así.

¿Es posible necesitar de la belleza u optar por ella en, por ejemplo, el ámbito profesional y prescindir de ella fuera de este ámbito? Si necesito de la belleza de la poesía, o de la belleza con que flagela a mi intelecto el enunciado de un teorema, o de la belleza de la música, ¿cómo puedo no necesitar de esa misma belleza fuera de esos ámbitos? ¿Cómo puede ser que la belleza del arte -que es creación- satisfaga todas mis apetencias por ella, todas mis pulsiones? La respuesta es: el que es esteta no prescindirá de la belleza doquiera se encuentre y esto es así porque la belleza se halla en todas partes ya que es inmanente a la vida de dentro del cosmos y no posee existencia fuera de ella, es decir, de la percepción que nosotros tengamos de ella. De modo que hay belleza en todo acto cotidiano; en la ida a las compras, en las compras, en no ir, en todo. Y también, por ejemplo, en la muerte, que es parte de la vida. En la vista de un cadáver o en alguna fotografía de él que, en alguna forma, diera inmortalidad al momento último en que dentro de ese cuerpo hubiese habido aún –según se intuía- algún afluente de linfa y sangre.

Así, la muerte no tendría por qué repugnarnos al ser ella misma parte de la vida; si no hay belleza en la muerte, tampoco su imagen atentaría contra ella. ¿Y qué hay de la muerte sistematizada?, ¿de los crímenes de humanidad lesa? A lo mejor sea posible conjurar aquí una estética de lo escatológico en sentido latísimo.

Los últimos dos párrafos exigirían de una asunción doble. Primera parte. Hay una componente de la belleza que yace en el sujeto. Esto es cierto; tan cierto como que un mismo objeto puede ser bello para uno y feo para el otro. Pero –parte segunda- también es cierto que hay una componente objetiva y esto es tan cierto como que hay objetos bellos para todos y objetos que no lo son en absoluto; por ejemplo, cuando se nos habla de proporciones áureas para aludir a rostros que, verificándolas, son considerados bellos.

Con esto, echamos por tierra al argumento platónico (que sólo lo bueno puede ser bello), aunque no necesariamente a su recíproco (que lo bello es bueno) y esa mutilación de parte de la realidad que prescribe dicho argumento, como decía líneas más arriba. Así, la muerte, no por necesidad proscribiría a la belleza y ver en el llamado reino del mal más que la funesta valoración idealista que liquida a parte de nuestras pulsiones. Pregunto, ¿en verdad es así? Yo digo que es al revés. Pero, antes, una consideración. Tal vez haya quien diga que, si se logra soportar la gravidez de la existencia lejos de la música o de los teoremas o de un baile –etc.-, no sea más que a razón del recuerdo que llevamos de ellos durante la realización del resto de nuestras actividades y que, debido a esa memoria, a ese no olvidar, logremos tolerar eventos que sí que son abominables (un genocidio por ejemplo), como parece hacérnoslo verificar la repulsa infligida a la vista de la imagen de una pila de cadáveres (no sé). Algo igual de idealista.

¿Cuál será?

¿Será posible que la causa por la que nos decidimos por el asesinato -o lo rechacemos-, sea una causa que deba estudiarse en terrenos irreductibles de la estética y la ética?, ¿en uno o en otro pero no en ambos, como esas maquinitas xor-exclusivas?

La verdad es que tanta fraseología ya me cansó. Todo esto no es más que nominalismo puro. A las cosas se les nombra porque se aperciben y requerimos hablar de ellas para vivir. Luego, nos metemos en el vericueto de “las cosas en sí” y los noúmenos como dando ya por hecho que, en efecto, hay una metafísica de los objetos, un reino ontológico a nosotros inaccesible.

Lo que quiero yo decir, ya sin tapujos, es que Breton introducía en su enunciado -en su pensamiento- una idea algo contraria a la naciente desesperanza de su época. La idea de la belleza como algo más que elección, es decir, la belleza como  pulsión de vida y de su necesidad. No sólo los objetos del arte como imágenes de dicha pulsión, sino dicha pulsión en sí misma vital. La belleza como necesidad y sólo, después, como elección. Atribuir a toda concepción estética -vital- el significar también una concepción ética (con todo y la infaltable cosmética que probablemente nos pierda, después, de su origen).

Podemos verlo desde el punto de vista del sujeto.

Si la belleza queda asociada al goce estético, entonces la belleza está también anclada al cuerpo en que se produce dicho goce. Si el cuerpo que percibe la belleza es ultrajado, entonces, su capacidad de goce estético queda interrumpida o su intensidad cambia. Cambia la intensidad porque la conciencia del goce -o su sensación- debe ahora destinar parte de sí a la conciencia del ultraje. [Pensar en prácticas sadomasoquistas no me parece constituya un contraejemplo a esto; la conciencia del dolor por amor o de la pena sexual infligida es más una anestésica que una estética (la anestesia del amor y del goce sexual). El sádico, en cambio, apasionado con el sufrimiento del otro, se promueve en la estética del dolor, y de la repulsa, cuando deviene la muerte.]. Como se ve, es pueril situarse en el sujeto estético porque ocurre en menoscabo de la apreciación del arte como proyección estética del conjunto de mores de que se hace el hombre en determinada época, frente a ciertas circunstancias. Problema según el cual, en ausencia de sujetos no hay belleza que percibir -no hay objetos- y ya, por ese simple hecho, condenar la muerte de los sujetos. Cuando, en realidad, pocas cosas hay que exalten más a la vida –o que sean un canto a ella misma- que la creación estética y la aprehensión de la belleza así creada. 

Ahora diré mi rollo autosublimador: está muy cañón que un revolucionario no sea también un esteta. Aunque lo que sí no está nada cañón es encontrarse estetas -de tiempo parcial, a mi gusto- incapaces de exhibir el más leve matiz revolucionario. Yo digo que a esa gente le pasa eso por una razón simple: son amantes de lo bello, pero no conocen, aún, el estremecimiento de lo sublime. Y sucede que a estos estetas pareciera bastarles con el ejercicio de su propagación y el consumo personal de ésta para sentirse muy satisfechos, como si la belleza fuera nada más una cosa de objetos y no de sujetos -excepto ellos mismos-, de instancias pero no de audiencias (pereza). Por fortuna, creo que esto le pasa solamente a algunos cuantos de los llamados intelectuales orgánicos, personas más bien abocadas a promover intereses de grupo a intereses colectivos. Por otra parte, estoy convencida de que a las personas que han hecho las revoluciones las mueve, entre otros varios, el siguiente motivo: no contentarse con poseer nada más ellos la percepción de la belleza o con expresar nada más ellos la vida a través del arte. Por eso no es raro que los ideólogos de las revoluciones salgan más bien de las llamadas clases medias o burguesas que de las clases bajas, estas últimas, difícilmente en condiciones de ser o estar compuestas por grupos de personas que cuenten con los medios económicos necesarios para hacerse de objetos artísticos. Por una parte, me alegra por esta razón la masificación de la cultura a través de los medios electrónicos, esto da más posibilidad a personas de acercarnos al aprecio por la vida a través del arte. También creo que por esta misma razón es también más común ver salir de ambientes rurales a espíritus revolucionarios que de ambientes urbanos. El contacto con la naturaleza, la imagen de las mesetas, el rayo y la tormenta, la mar, el cielo, etcétera, todos ellos espectáculo espléndido de la belleza que se origina en la vida, como cuadros de artistas han plasmado.

Cual sea el modo de referirse a una obra de arte y las muchas obras de arte proverbiales de la clase de objetos a los que nos referimos como bellos –el sueño apacible de la muerte o la muerte misma- son todos ellos prototipo de la vida, la razón sin la cual no nos sería posible dar una opinión y, luego, hasta agarrarnos del chongo con alguien con tal de defenderla.

Termino diciendo que escribí este conjunto de párrafos sí para desarrollar la interpretación de la frase AB –algo que a cualquiera más intrépido le habría tomado dos renglones-, pero, también, que he escrito este conjunto de párrafos como para dar un argumento, quizá típico, de por qué es importante decir ¡Ya basta!, ¡No más sangre!

(II)

Y cuando tome las cenizas de tu cuerpo inerme, y cuando junte tus manos en el color de las trombas, en el color de la lluvia sobre las estepas, en el color de los mares que yo pienso, en el color en que funden todas las aleaciones de los minerales dentro de mi cuerpo, entonces, de nuevo miraré tus manos; pues por esta potencia de la imaginación reconstruiré todo mi sentir: tu ser, tu presencia, la perenne huella de tu paso por mis senderos.

Dedicado a los muertos del sexenio.

(FIN)

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