No nada más necesidad

Es irrisorio que en la retórica privatizadora (para el convencimiento de las benevolencias del libre mercado, etc.), no se haya hecho nunca* evidente que esto de las corruptelas e ineficacias de la actividad industrial a manos del Estado, no es cosa consustancial a la figura del Estado, sino en general consustancial a toda organización humana sin que necesariamente -claro- esto vaya a ocurrir siempre. Que la solución no radica en hacerse a la derecha viniendo de la izquierda, en privatizar después de desnacionalizar, sino que esto pervive como simiente en el ser humano y que -quizá- si nos entregásemos con ese mismo fragor a tratar de entender el mecanismo podríamos concebir mejores soluciones. Que en los planteamientos, etiquetados como de izquierda, se aperciben aspiraciones más humanas, menos venales, sí holísticas, etc., puede ser que sea cierto -es cierto, de hecho-, pero eso tampoco es garante de nada, allí, en donde interviene el ser del hombre; así que no debiera de asustarnos que, por ejemplo, al socialismo soviético se le haya llamado después “capitalismo de Estado”. Que, en todo caso, el móvil debiera ser la constatación objetiva de un modelo o un modo social de organizarnos que consienta la menor ocurrencia posible de injusticia.

La pugna Estado benefactor/Estado neoliberal es la forma que toma hoy la pugna más general que se sucede entre opresores y oprimidos; entre almas que conciben libertad y dan la lucha por ella (y por otros) y las que no. Las que no, puede que actúen así azuzados por el miedo, por la inseguridad y por una esencial falta de fe en la bondad del hombre. La ausencia de acción es también una renuncia a la libertad.

Si es verdad que las cosas se hacen “buenas” o “malas” a nuestra percepción, no lo es menos que en multitud de ocasiones se da el caso en que grupos numerosos de personas parecen coincidir en un mismo punto de vista o percepción sobre lo que es necesario (bueno) para el grupo. Pienso que dicho coincidir es tanto más honesto, cuanto ocurra con espontaneidad, al margen de toda organización demasiado elaborada; el caso de la democracia -me temo- no es precisamente ése. Pero hay ocasiones en que se da el caso más espontáneo, más libre, en que multitud de humanos parecen arribar a una misma apreciación sobre lo que es conveniente para ellos. Desdichadamente, cuando así ocurre, puede ocurrir también que ésto, que es fortuna para muchos, sea infortunio para otros y, entonces, el grupo de humanos en cuestión se vea envuelto en el penoso caso según el cual deban luchar por medios violentos para el logro de su objetivo. Terrible, pero recondenadamente cierto. El caso de las poquísimas revoluciones que se sucedieron en el siglo pasado y cuyas aspiraciones y programas de acción aún se mantienen, pienso que ilustran bien esto.

Tal vez sea recalcitrante en este parecer mío o mi visión abarque muy poco, pero estoy convencida -desde la mujer alineada a la izquierda que soy- que no basta con un programa político o económico, ni -menos- con econometrías; hace falta comprensión entre nosotros. Nos está haciendo falta amor en su sentido más lato: el que arde entre dos cualesquiera seres, pero –también- el amor hacia el lugar que habitamos, amor a otras especies, la comprensión más humilde –y al mismo tiempo bien oronda– de nuestra posición en el universo. 


* Decir "nunca" es una retórica mía.

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