Separándonos (a propósito del Nóbel a Vargas Llosa)

El Nóbel a Mario Vargas Llosa -el leer las enconadas posiciones frente al reconocimiento dado al escritor- me confronta a una coyuntura que, aquí en México, nos es conocida –en toda su radicalidad- desde hace poco más de cuatro años: la partición de la sociedad atendiendo a criterios ideológicos o políticos.


Uso la noción “partición” porque opera mucho como lo hace en Matemáticas: tienes un conjunto y se generan n particiones al interior del mismo, definidas –cada una- por una relación de equivalencia entre sus elementos. Los subconjuntos así generados –las particiones- son mutuamente excluyentes: ningún elemento en mi conjunto pertenece –dado el criterio establecido por la relación de equivalencia- a más de una partición.


Pues bien, parece que así es cómo funciona un poco en nuestra sociedad: la gran sociedad –este gran conjunto- se particiona, se divide en subgrupos sociales atendiendo a un criterio ideológico o a un criterio político –algunas veces reflejado en la extracción socio-económica de los sujetos que conforman al subgrupo, otras no- de tal manera que es bien difícil que los diferentes sujetos en los distintos subgrupos puedan reconocer –podamos- que es posible establecer puntos de coincidencia –lugares en donde intersecamos- justo en esas aristas –una en particular, la misma- desde las que contemplamos el mundo con perspectivas bien diferentes. Porque, de que hay temas de coincidencia los hay, y lo sabemos, pero la bronca no es ésa; la bronca es tratar de establecer-reconocer que allí en donde parecemos dividirnos diametralmente, tal vez no lo hagamos tanto.


A juzgar por las diversas opiniones que he leído en la sección cultural de algunos medios de información (lo comentado en Argenpress es paradigmático en este sentido), resulta asaz manifiesto lo controversial que resulta Vargas Llosa –no el escritor, sí el intelectual- al haber reconocido sin ambages su adscripción al pensamiento liberal. Lo llamativo de esto es que los hay, por un lado, aquellos para los que las críticas de Vargas al pensamiento de izquierda han resultado ser fundamentales en sus vidas (como reveladoras, como portadoras de una confirmación por hacer). Pero los hay también, en el otro lado, aquellos que abominan de sus palabras y de sus omisiones para con los desatinos del neoliberalismo. El quid es que en relación al Nóbel a Vargas, otra vez la sociedad se particiona: los que aprovechan la coyuntura para denostarlo y –de paso- manifestar lo cuestionable que es per se la entrega del premio Nóbel por un conservadurismo achacado a su jurado y, sí –también- aquellos a los que les es proveído su argumento de autoridad (¿hay alguien que no haga eso?): si un Nóbel de literatura simpatiza con el ultra liberalismo, puede –después de todo- que valga la pena considerar al modelo.


Que la polarización, en fin, sobre el asunto parece irreductible y que con ello mis memorias de las época del fraude resurgen renovadas y que aprovecho la cosa para retrotraer el asunto y recordar cómo la polarización de que fue presa mi sociedad, fue una polarización -y eso no hay que permitirnos nunca olvidar- resultado de una campaña mediática y cómo hasta qué punto las personas podemos llegar a ser incapaces de sustraernos a tal manipulación.


Pero antes de seguir con lo de Vargas y dar mi conclusión final sobre el asunto de los separatismos al interior de una sociedad debidos a cuestiones ideológicas, quiero mencionar algunas de las cosas que, en ese justo tenor, sucedieron antes, durante y después del fraude electoral del año 2006.


Uno de los argumentos más fuertes y sutiles que utilizó la derecha en la campaña de desprestigio a Andrés López (aquí hay que acotar que, básicamente, la campaña de Calderón no fue una campaña de promoción a sus propuestas -sus ofertas apenas si se desviaban levemente de las ya tradicionales y muy guarras ofertas electoreras que, sexenio tras sexenio, hemos escuchado balbucear de los diversos partidos-, sino una campaña de denuesto a las propuestas de su adversario, o sea, a las propuestas de López) fue un argumento de clase; un argumento que –someramente- se resume en lo siguiente: aquel que votara por Andrés López lo iba a hacer porque era sin duda una persona con escasa instrucción, una persona –digamos- naca, haragana, afecta al populismo y sus dádivas, etc. De tal suerte que, varias personas, a fin de tener cero qué ver con los nacos que íbamos a votar por López decidieron, llanamente, votar por Calderón (la campaña mediática, en este sentido, fue tan abrumadora y subliminal que, en verdad, muchas personas se llegaron a convencer –lo están todavía- de que todos los que votamos por Obrador somos personas flojas, incultas, con pocos o nulos estudios, esperando nomás el arribo de un ser que venga y nos resuelva la vida, etc.). Esto no quiere decir, claro está, que toda la gente que votó por Calderón lo haya hecho en aras de dicho reconocimiento (que se les reconociera que no formaban parte del grupo de socio-disfuncionales). Pero sí es manifiesto –al menos para mí lo fue- que mucha de la gente perteneciente a estratos sociales no muy altos que votó por Calderón podía ser –curiosamente- fácilmente caracterizada por su baja inclinación al conocimiento, al pensamiento crítico y al acceso a medios alternativos de información. Y esto que digo del argumento de clase es tan nítidamente cierto y tiene tan poco qué ver con un mal resentimiento o algo así que, efectivamente, en 2006 –y esto es sólo un ejemplo- sucedió la difusión de un correo electrónico –que a mí nunca me lo mandaron, pero sí me platicaron de él- que recitaba –palabras más, palabras menos- lo siguiente: Andrés Manuel López Obrador es el Whiskas porque ocho de cada diez gatos lo prefieren (recordar el promocional de Whiskas y la connotación que en mi sociedad –y posiblemente en otras- tiene el enunciado “ser un gato”). Recuerdo también que los días posteriores al fraude se difundió por Televisa (esos fueron los últimos días en que llegué a sintonizar dicha televisora) un ¿reportaje? en donde una señora que estaba por abordar un automóvil más o menos costoso, comenzó a gritar –con un odio colosal, terrible en mi opinión- a gente que se manifestaba con cartulinas y pintas en contra del fraude… comenzó a gritar con un sonido desgarrante, casi onomatopéyico: “Crápulas, son una bola de crápulas, pónganse a trabajar”. Y, bueno, no sé, yo cuando vi eso pensé que los gritos de dicha señora constituían la expresión más abominable de la degradación humana, de cómo un ser humano puede ofender a otro por el ridículo hecho de ostentar un pensamiento ideológicamente divergente y, peor aún, una membresía de clase distinta.


Voy a referir ahora dos hechos que personalmente protagonicé y que son también muestra de cómo los miembros de una sociedad pueden llegar a separarse por cuestiones políticas, por debatirse entre un devenir u otro (creo que así es como empiezan las guerras civiles).


Uno. El día cuatro de julio –el día siguiente a la elección- yo estaba prácticamente paralizada por lo que estaba sucediendo, mi mundo había sido subvertido súbitamente. Yo, la otrora joven que se satisfacía con declararse apolítica (y es claro que me hallaba apenas en el camino de saber bien a bien qué realmente significaba decir eso) se vio intempestivamente confrontada con la más desnuda y descarnada realidad política, una que la colocaba a ella –y a todos los que con ella habían sido blanco del engaño- en una suerte de indefensión (gracias Pettersson), de orfandad todavía hoy difícil de describir: la orfandad de saber que aun cuando se emitieron los votos que daban el triunfo a López y, con ello, su arribo al poder y que ello, además, se había hecho por las mentadas vías institucionales (de haber sabido, nos hubiéramos largado desde el principio a sabotear al elefante blanco llamado IFE)… de saber que aun cuando el triunfo de López había sido perfectamente legal, limpio y abrumador, resulta que no, que al final –de todos modos- la cosa nomás no iba a cuajar. Que nel, que Hildebrando ya había corrido su software o de algún modo metido mano en la UNICOM del IFE, que las tropas magisteriales bajo el comando de Elba Esther ya habían hecho lo propio, que la campaña mediática, que la sujeción de Mitofsky, etcétera, etcétera, etcétera, habrían de colocar, al final, a un usurpador frente al país. Y aquí lo que se desbarató no fue la esperanza del cambio –imposible en un sexenio revertir y sanear todo lo que ha costado varios pares de sexenios destruir-, sino su posibilidad. El punto es que lo ocurrido operó en mí de tal modo, que desde el día mismo de la elección me entregué a la participación política, al actuar cívico, al ejercicio de mi responsabilidad -en la medida en que ello puede hacerse- como parte de un núcleo social. Y hete aquí que al día siguiente de la elección, me puse un pegote en la espalda con la inscripción: “No al fraude” más el moñito tricolor que mucha ciudadanía, por durante varios meses, portamos en son de protesta y rebosantes, además, de orgullo. Yo salía a la calle en una actitud muy enérgica, molesta, polarizada y escandalizada al ver que montón de ciudadanía se entregaba a sus actividades como si la cosa nada hubiera ocurrido. En mi fuero interno me decía: acaba de perpetrarse el fraude más descarado en la historia de las elecciones presidenciales en México (ni siquiera los fraudes hechos a Francisco J. Múgica y a Juan Andreu Almazán fueron tan descomunales; creo que el de 1988 sí se le equipara un poco) y las personas están como si nada. Yo me decía, ¿qué está pasando?, ¿qué le pasa a la gente?, ¿por qué no opina?, ¿por qué no se indigna?, ¿por qué no dice ni hace algo al respecto? En verdad, yo no daba crédito a la impasibilidad con la que se conducían numerosas personas. Lo que sí pasó, en cambio, es que a raíz de los letreritos que me pegaba en la espalda y de los moñitos que orgullosamente vestía, sucedió que fui objeto de variados insultos y mofas. Un día –creo que fue el primer jueves después del fraude- me dirigía al Zócalo (comencé a viajar consuetudinariamente desde Cuautitlán Izcalli al zócalo capitalino a fin de estar informada y participar en las protestas: no pocas veces me subí a uno de los templetes que la sociedad civil –y, supongo, el PRD- habían colocado allí para tal fin. Y yo tomaba el micrófono y hablaba, y hablaba y no paraba el aire de salir de mis pulmones y la timidez que usualmente visto se me quitaba toda) y recuerdo que cuando estaba a punto de pasar por los torniquetes del metro allí en “Cuatro Caminos”, una chava empezó a ofenderme, a burlarse de mí y le decía a su acompañante: “Mira, les ganamos, perdieron, perdieron” y también dijo algo como “son unos nacos” y la verdad es que la chica parecía como muy proclive a andarse gritando cosas con las gentes (cosa que ni me inmutó porque siempre he creído que todo ser es libre de hacer lo que a su pontificia gana le plazca frente a sí mismo). Yo –obvio- la escuché, pero la ignoré; en verdad no quise dar cabida a una confrontación. Recuerdo incluso que cuando llegué al torniquete, su acompañante, muy decente y muy cortés, me ofreció el paso. Yo creo que el chico se avergonzó de lo que hacía la muchacha y creo que se avergonzó particularmente porque mi actitud en lugar de ser beligerante fue –más bien- todo lo contrario, de absoluto respeto al arengar –eso sí es arengar- de una muchacha que –duele decirlo- no tenía ni idea de la magnitud de lo que estaba sucediendo y –menos- de sus palabras. Y, bueno, he allí uno de los tantos momentos en que fui víctima –y digo víctima porque, salvo que sienta MUCHA, MUCHA confianza, tiendo a replegarme frente a la agresión de terceros- del señalamiento de otras personas por yo, simplemente, simpatizar con una determinada ideología política (y eso sí hace víctimas).


Dos. No fueron pocas mis incursiones en espacios virtuales para mantener el debate sobre el fraude. Obvio –dado mi estorboso querer ser bien racional- fui también objeto de insultos, persecuciones, burlas, sarcasmos, etc. Pero aquí sí tengo que ser honesta: yo en este punto no fui lo condescendiente que fui con la fulanita del metro. En el asunto del fraude me documenté bastante y conté con diversos elementos para explicar su ocurrencia (justo el que no se reabrieran los paquetes electorales para un reconteo de votos es lo que impidió a la comunidad científica afirmar categóricamente su existencia; en todo caso, esa imposibilidad responde a una cuestión de método). En esos debates –claro- no perdí oportunidad para sutilmente hacer ver a mis interlocutores que sus opiniones se paraban sobre construcciones oligofrénicas, desinformadas y acríticas y, en fin, poner mi cerro de arena para que continuara la polarización (mea culpa). Visto en retrospectiva –ya pasaron cuatro años- no me siento nada orgullosa de mi comportamiento –aunque fue timorato, muy timorato: nunca fui soez, ni sarcástica- y sí me doy cuenta de que, afortunadamente, en ese punto he podido crecer muchísimo, madurar muchísimas cosas, darme cuenta de que los vislumbres humanistas que he adquirido a través de lecturas, del amor a la ciencia y a las artes y que –espero- pueda continuar depurando al paso del tiempo, de nada valen si no los hago efectivos en mis relaciones con otros humanos.


Y toda esta remembranza para al final decir: el premio otorgado a Vargas Llosa no ha generado, no precisamente, los separatismos que se han vivido y se siguen viviendo en México desde 2006. Pero bien que me recuerdan -por las expresiones tanto de sus detractores como de sus correligionarios- lo ocurrido en aquellas épocas. Porque parece que con Vargas Llosa y su deliberado reconocimiento como hombre liberal hay de dos guisas: o se le repudia sin tregua o se le encomia igual. Separar al hombre de su obra literaria es, sin duda, una abstracción que al menos yo no puedo hacer. No por ello -claro está- la obra se derrumba, afortunadamente, las letras no fenecen, no se derrumba tampoco la confianza en la honestidad intelectual –Llosa no ha tenido empachos en públicamente convalidar ciertos horrores del sistema ultraliberalilsta, lo mismo que en señalar los horrores de los totalitarismo de izquierda. ¿Y qué se derrumba?, ¿nada que no esté derrumbado ya?, ¿nada que no pueda volver a reconstruirse? No lo creo.


¿Y para qué me sirve todo este perorar o a qué viene? –si hago preguntas es porque tiendo a los retruécanos y al retoricismo. Porque, otra vez, comienza en México la difusión de las informaciones polarizantes (la polarización no ha parado), porque otra vez el candidato de la oligarquía quiere ser impuesto a como dé lugar, porque dicho candidato es un nefando, porque la impartición de justicia aquí es una tomada de pelo, porque sigue muriendo muchísima gente en todo el país por la novela del combate al narcotráfico, porque los derechos humanos son objeto de violación todos los días, porque la partidocracia sigue pactando y decidiendo el devenir de todos, pero SOBRE TODO, porque a pesar de que ya no es sostenible este estado de cosas, seguimos inmersos en esta histórica abulia, rumiando para nuestros adentros sin proferir ni un pío al exterior o –peor- absortos de tal forma en la interpretación de nuestro yo psíquico y tan incapaces de dejar de hacer deducciones sobre nuestro ego que, caramba, lo que ocurre allá afuera parece no inmutarnos. Convoco -otra vez- y a través de este desolado medio a la acción, a la toma de conciencia, a la participación política (entendida la política no como el negocio de unos cuantos, sino como la acción más legítima del ciudadano) y, con especial énfasis, a la unidad, a ya no ser blanco de la polarización que nuestra querida mediocracia difumina tan bien desde sus tabloides.


Y yo termino diciendo que, a pesar de mis no pocos accesos de misantropía, me he empeñado racionalmente en creer en el animal llamado hombre, a conceder que de dentro de nosotros emana -en potencia- una especie de flama, de chispa de cepa mágica que nos predispone al amor; esa cosa extraña que la ciencia no termina aún de explicar y cuya fuerza, pujanza o lo que sea, nos ha llevado a concebir y crear todo un mundo de perfección y de belleza. Si la perfección no está en nosotros, si no nos es dable alcanzar ese estado ideal, sí creo -en cambio- que somos capaces de producirla: la he palpado en otros seres, en la poesía, en la música, en las obras pictóricas, en el poema de algún bloguero que vive del otro lado del charco atlántico. No es ésta, desde luego, la primera vez que expreso esta convicción en Eleutheria; lo he hecho a lo largo de mi peregrinar en este espacio virtual y lo haré mientras algo de esa flama aún titile dentro de mí –con o sin alimento.


Me voy, escuchando a Rachmaninov me voy de aquí, creo que está mejor que esta entrada.



3 comentarios:

    Cualquier logro es, en gran parte, fruto de lo colectivo. Por ello podríamos decir que cualquier premio individual es una suerte de fraude. También hay que decir que nada hay neutro y mucho menos el lenguaje, el uso de la palabra. No obstante, qué duda cabe, Vargas Llosa es uno de los mejores en el arte de la escritura, como escritor. No así como intelectual; el intelecto puesto al servicio de unas élites que basan su primacia en el aplastamiento de la mayoría, puede ser de gran altura, pero siempre será de los peores. Y esto, en cierto modo, contamina la obra de Vargas Llosa. En todo caso, y sin dejar de tener en cuenta esa máxima de que todo premio individual no deja de ser un fraude, creo que ha recibido el Nobel, como lo podrían haber recibido otros, con todo merecimiento. Eso sí, nunca sabremos, ni él mismo probablemente llegará jamás a saberlo, cuales fueron los motivos que más pesaron a la hora de decidir, ¿literarios? ¿políticos?

    Abrazos.

     

    Es la rabia, la náusea pimigenia frente a la injusticia del atropello y de la vejación impune. Tú, por lo menos has tenido la fuerza y la inteligencia para hacer salir algo del grito aprisionado, ese que se queda dentro, empollando.
    Otros, no somos tan afortunados pero mal que bien, lo vamos sacando a pausas y a nuestro aire, segun las circunstancias de Ortega.
    Tus palabas me hacen recordar al Vasconcelos de El Desastre y El Proconsulado. Y desde luego a Martin Luther King en aquello de "no me preocupan los gritos de los malditos sino el silencio de los buenos"
    Saludos.
    ......................

    Ah, y sobre el peruano del Nóbel, qué buen comentario de El Éxodo, aquí arriba!

     

    Sí Armando, el comentario de "El Éxodo" es insuperable.

    Saludos.

     

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