Quiero decir una cosa que he estado pensando. Y no es una autoridad de la que me sienta poseedora –porque no la tengo- la que me hace hablar, sino que –como ya he sugerido en posts anteriores- es el deseo de intercambiar ideas lo que hace que “Eleutheria”, eventualmente, tome este cariz. Una cosa si es cierta, nada de lo que aquí quede plasmado podría tomar visos de absoluto por una sencilla razón –que no tiene que ver con aceptar un relativismo epistemológico, cosa que no hago, dicho sea de paso- y la razón consiste en que una cierta parte de mis disertaciones a este respecto giran en rededor de un ente vivo y dual: la sociedad y cada uno de sus miembros: nosotros, los humanos.


Y lo que quiero decir primordialmente es que no veo, ya no, que la vía “institucional” como agente radical transformador de una sociedad en vías de descomposición (percepción que no es privativa de nuestro tiempo) hacia una sociedad en la que los miasmas sean las menos (¿es éso viable? por tal razón acepto que mis disquisiciones forman parte de un pensamiento al que se ha dado por llamar utopista), sea ya posible. Hay, sin embargo, quienes tienen confianza en un potencial advenimiento de un período neoinstitucionalista mas, para poder transitar a tal estadio, en donde las reglas de lo político se renuevan y son de tal eficacia que no hay resquicio para la corrupción, es menester –primero- abandonar este paradigma o ¿dejar que el animal evolucione, arrastrando sus vicios, con la esperanza de ver a la crisálida renacer mariposa?


Pero no he hecho una aclaración y tal omisión podría convertirse en un inmenso nubarrón; la hago: el paradigma al que me refiero –y no sé si los teóricos de las instituciones utilicen algún epíteto para referirse al mismo- es uno que yo veo fuera de toda realidad: aquel que coloca a lo institucional -no su obvia existencia como modo de organizarnos, sino una ocurrencia particular- como centro y eje rector de la vida pública de las sociedades de occidente. Lo que quiero decir con ésto es que lo institucional –o las instituciones- ni siquiera son las reglas del juego político, sino el término que hemos venido utilizando, por convención, para referirnos al hecho de que los humanos tendemos a plasmar en reglas los acuerdos que permiten que las sociedades se desarrollen de una cierta forma, armónica o no tanto; esas reglas y sus convenciones, al paso del tiempo, adquieren tal vigencia y funcionalidad en determinadas regiones, que terminan por erigirse en norma, es decir, se institucionalizan. Pero con ello –es impresión que yo tengo- los acuerdos y las convenciones corren el riesgo de anquilosarse salvo porque, la sociedad, participe activamente en su operacionalidad.


Así, si permitimos que la dinámica de las instituciones fluya sin nuestra intervención, sin que refleje nuestra capacidad de repensar nuestros modos de organizarnos, sin que incorporemos en su funcionamiento los cambios que la sociedad exhiba, entonces, estaremos dejando que sólo una fracción de lo que como sociedad somos –por ejemplo, nuestros vicios, nuestra inclinación a corrompernos, nuestra incapacidad para construir y sólo destruir, una abulia colectiva- prevalezca en la vida pública y estaremos así, alimentando a un nuevo animal, híbrido, no necesariamente de lo mejor de que somos capaces y, quizá sí, de muchas de nuestras taras.


Yo me pregunto entonces, ¿es posible permitir, cómodamente, que la línea del tiempo fluya sin ninguna interrupción?, ¿es posible seguir dejando en manos de unos cuantos el devenir de nuestra progenie? Porque nadie podrá negar que las mentadas instituciones son operadas, controladas, administradas por sólo unos cuantos y que, muchas veces, varios de esos cuantos forman parte de una masa -pequeña, pero masa al fin- de privilegiados.


Vislumbro un escenario, podríamos echar la moneda a rodar y dejar que el azar y las dinámicas contingentes hagan lo suyo; podríamos sentarnos a ver qué pasa y cruzar los dedos invocando a la buena voluntad con las esperanza de que ésta toque los corazones de los hombres de la política –los que están al frente de las instituciones- a modo de que ya no cometan más extravíos, pero ¿ocurrirá?, ¿podemos contar con tal certeza? Realmente no podemos asegurar nada, pero las cosas cambian diametralmente si en lugar de ser sólo observadores nos convertimos también en protagonistas. Protagonistas activos y no pasivos, exigentes y no complacientes, propositivos y no sólo quejumbrosos. Por cierto, tal escenario, lo he vislumbrado sin el más mínimo esfuerzo porque, me parece, es el escenario vigente.


Supongamos ahora un mejor escenario: que ya se dio el cambio, que la ciudadanía mutó de una actitud apática a una comprometida, ¿cómo se hizo ese cambio? y, si es resultado de un evolucionar gradual, ¿cuántos años requirió ésto y a qué costo social? Y, si no, ¿con qué tanta radicalidad tendría que actuar la ciudadanía para precipitar el rompimiento?


Yo soy de la idea de que el tránsito hacia algo mejor –dadas ciertas condiciones- quizá podría ocurrir y creo entonces que lo mejor de nosotros podría llegar a imponerse sobre lo peor y atisbarse un porvenir más amable. Pero si ésto –como ya mencioné- es resultado de un proceso paulatino, consustancial al evolucionar natural de la mente humana (trabajaré sobre el supuesto de la evolución y no de la involución, si bien ésta última es también posible: en el fondo –lo reconozco- soy pesimista y también tengo mi teoría sobre cómo nuestras fuerzas oscuras privan sobre nuestras claridades y, entonces, terminamos insertos en las catástrofe, víctimas de un mundo atroz resultado de nuestro propio ser), entonces, mientras se dé la mudanza hacia algo mejor, mucha gente –como hasta ahora- seguirá padeciendo hambre, enfermedad, guerra, etc., es decir, seguirá sufriendo más de lo que, en mi opinión, un humano debería de sufrir.


Surge así la necesidad en muchos -mi caso- de intentar concebir una vía más radical, una en donde el cambio no se suscite tan lentamente y en donde el costo humano no tome forma de agonía.


Entonces, revisas la Historia, lo que humanamente te es posible asir de ésta y te das cuenta de que las revoluciones armadas no son tampoco una opción porque conllevan también un costo humano que no es menor. Entonces empiezas a elucubrar posibilidades y te das cuenta de que varias han sido ya concebidas con anterioridad, pero ésto –te dices- no tendría por qué significar que su no consecución signifique su fracaso; tal vez el mundo de ese entonces no estaba listo aún para tal evento; tal vez ahora sí lo está. Barajas algunas posibilidades, como las siguientes:


El boicot económico


SUS PROS: Forma contundente de recordar a las corporaciones transnacionales que la vigencia de su status depende de las compras masivas de los ciudadanos que habitan las diferentes regiones del mundo. Así, podríamos hacerles supeditarse a toda clase de condicionantes que otorguen primacía a lo ecológico, a lo humano, a lo social, a lo cultural, a lo sanitario antes que a lo económico.


SUS CONTRAS: La turba consumista –nosotros- para dejar de serlo, tendríamos que, primero, idear formas de autoconsumo y autoproducción que nos permitiesen prescindir de los artículos que oferta el mercado mundial o, bien, dar un tremendo salto cualitativo que nos lleve a hallar felicidad sin necesidad de tanto cachivache (sin blackberries, pantallas planas, laptops, automóviles del año, ipads, microondas, celulares, etc., pero quizá también –tenemos que ser justos- sin libros caros de bonitas ilustraciones o discos de música clásica importados de Alemania o sin ropa bonita, zapatos negros lindos, etc.) y no buscar ya -forma extraña de llenar nuestros vacíos- el desfogue en el mall, en el centro comercial, ávidos de superfluidad. Quizá, podríamos establecer un orden de prioridades en nuestro consumo: la salud, la alimentación, la vivienda, la cultura, la ciencia, etc. y sólo después de ésto, darnos alguno que otro lujo, pero uno que no esté basado en la supresión de la dignidad de otros seres habitantes de esta tierra (pienso en las personas que coleccionan bolsos de pieles exóticas o también en este libro de Naomi Klein, “NO LOGO” en el que se nos relata cómo, los costos por mano de obra de marcas como Nike o Tommy Hilfiger, representan, cada vez más, una fracción ínfima del coste total de producción, gracias a la subcontratación de personas muy pobres del sudoeste asiático, o de maquiladoras del Norte de México, etc. que reciben salarios de miseria).


La diversificación de la oferta mediática o, de ser necesario, el boicot mediático


SUS PROS: Es liberarnos del consumismo, dejar de ser chicas totalmente palacio –léase, totalmente estúpidas- para ser chicas totalmente genuinas, auténticas, libres. Liberarnos de la baja cultura, de la opinión ésa homogeneizada que, ¿es realmente nuestra?, de la manipulación, de la mendacidad, de la imposición de valores que no son necesariamente propios y adoptar, entonces sí, valores ad hoc, consustanciales a nuestro ser. Opciones como Televisa, tendrían que ser una opción menor entre toda una gama en donde prive el pensamiento, la cultura, el saber científico, la búsqueda por la construcción de sociedades del conocimiento, etc. En donde no sólo el Internet, sino la radio comercial y las radios comunitarias, una prensa crítica e imparcial, etc. formen parte de nuestro cotidiano consumo mediático. En un lugar así imaginado, ni el “Mundial de Fútbol”, ni las “Olimpíadas” ni todos estos torneos mundiales en los que las ganancias por las entradas a los estadios rinden altos beneficios, serían ya un mero despliegue del poderío de las potencias concursantes (como en las últimas olimpíadas en las que China arrolló con el medallero), ni tampoco ocasión para enajenar a hombres y mujeres que, hastiados de su rutina, encuentran en tales programaciones un cierto asidero. El eje rector de los media ya no sería la ganancia económica, ni la alienación de personas, sino un instrumento real para propinarle al hombre no sólo de horas de sano esparcimiento, sino la posibilidad de hacer extensiva allí la sublimación de su espíritu. En este punto me brota una sonrisa algo siniestra de la cara, ya me imagino a algún lector ocasional leyéndome y diciendo cosas como ¿cómo, sublimar el espíritu en lugar de sólo entretenernos viendo, por ejemplo, “Los Simpson”? Esta posible interlocución de un lector imaginario que, por casualidad, me lee y llega aquí y mira mi construcción mental cuando él es, tan sólo, un hombre sencillo que todo lo que quiere es gozar y, entonces, se deja llevar, y ahí va él, montado en su caballo de epicureísta y llega y me rezonga unas cuantas cosas al leer ésto que escribo –ojalá un epicureísta viniera a rezongarme cosas… esta posibilidad remota, remotísima, me hace caer en la cuenta sobre algo que ya he comentado en posts anteriores (véase este post): las cosas son así porque así son, porque dentro de nosotros no sólo pervive el espíritu apolíneo, sino –y quizá con mayor fuerza- un yo dionisíaco que vive del pathos, que se regodea en él y que es el causante no sólo de nuestra tragedia, sino de nuestros mejores trances inspiradores. Como si la teatralidad a la que están unidos nuestros impulsos y ese deseo por dejar huella en el otro –un afán en sí mismo servil- sólo pudiese encauzarse por medio de un acto creador; como si engendrar algo tuviese que culminar siempre en el nacimiento de un ente cargado de nosotros mismos: de nuestros anhelos, rencores, sueños, fantasías, nostalgias, imposibilidades. Se me revela entonces una idea: pensar que las cosas pueden ser diferentes es –quizá- ir en contra de nuestra esencia misma. Pero no, ¿qué he dicho?, ¿por qué, entonces, no encuentro en mí ni en muchísima de la maravillosa gente a la que conozco nada de esas pulsiones tanatoides y beligerantes, nada de ese deseo maldito de ser por encima de otros? Creo que tengo una hipótesis: en nosotros yacen, en potencia, inclinaciones hacia el bien y hacia el mal; en determinadas condiciones, bajo determinadas circunstancias, habiendo vivido una vida con una carga de sufrimiento, decadencia y miseria que no sobrepase lo admitido por nuestras mentes, nuestra inclinación hacia el bien prevalecerá sobre aquella que se sesga hacia el mal. En un escenario antagónico, obviamente, el mal tomaría preeminencia sobre el bien.


Bueno, mi hipótesis –como se ve- no es nada novedosa; ya varios filósofos han elaborado interpretaciones similares (y mejores). Lo curioso de ésto es que toda vez que inicio a cavilar sobre cuestiones políticas termino en el camino de la moral; ésto no me extraña, los problemas de orden político que globalmente sufrimos se reducen a ser problemas morales.


SUS CONTRAS (en este caso, si se le sabe sacar ventaja, deja de ser contra): Tal cambio, para llegar a ser masivo, requiere del uso de medios electrónicos masivos; al Internet es al único que le veo con potencialidades para ser usado, por la ciudadanía, en provecho mismo de la ciudadanía: pagamos nuestra cuota mensual a nuestro ISP y podemos tener nuestro acceso “expedito” a la red y una pequeña posibilidad de difuminar ideas disidentes al sistema, pero ¿a cuántos podemos llegar? En cuanto a tener acceso a la Televisión, apenas si medianamente a la televisión pública –casi inexistente en este país- o a canales decorosos como Canal 22; tal vez a radios comunitarias (¿cuáles son sus niveles de audiencia?) o a prensa escrita (como en “El Correo Ilustrado” del diario La Jornada). Quizá por éso le viene a uno la idea del boicot mediático, pero ni el boicot, ni el cambio en los media es posible sin servirnos de los media mismos.


La desobediencia civil


SUS PROS: Contra instituciones, contra la partidocracia, contra la democracia, contra todo aquello sobra lo que se funda el supuesto progreso de las sociedades occidentales, contra la injusticia legalizada. Porque ni el IFE, ni la credencial horrorosa ésa para dizque votar, ni las elecciones, ni el congreso, ni nada de esas pajadas o, más bien, todas esas pajadas representan la democracia institucionalizada, una democracia que parece existir sólo porque lo dicen los comerciales o porque la cacarean como tarabillas los analistas políticos. Y así seremos libres. No RENAUT, no TENENCIA, no IFE, no IMPUESTOS, no nada sino hasta que haya una purga en las “instituciones” y salgan todos los congresistas y pongamos de presidente a algún filósofo enamorado de las estrellas y no se voten guerras en el consejo de seguridad de la ONU y cese la ocupación a Gaza y les devuelvan a los doce de Atenco los años que estuvieron en la cárcel –íntegros- y nos reformen la fe en los sistemas políticos, pero no, ¿qué fe? Se acabó la fe y los sistemas políticos han de ser reelaborados. A refundar la vida, a hacer un stop multitudinario, a quitar los frijoles del arroz, la mala saña. Yo sí llamo al desacato civil; no hace falta ser “hermosamente violentos”, sólo recondenadamente unidos. Dejemos de ser estos alfeñiques moviéndose a ritmos que nos son ajenos.


DIGRESIÓN: Ahora que me leo, me doy cuenta de que fue un error haber ido a votar el año pasado. Sabía –y así lo reconocí- que convalidaba con ello a cosas como el IFE; supongo que la inercia me ganó. En cuanto a 2012 –si vivo- no garantizo nada, tal vez la inercia vuelva a ganarme, pero reconozco que las elecciones ya no son una vía porque no representan –no en mi opinión- la mejor forma de hacer que el poder se instaure en el pueblo. Y, por cierto, no son pocas las veces que cometo errores, como cuando me faltó humildad en el debate que sostuve con Amílcar y no reconocí expresamente que humanos que profesan el judaísmo han sido, también, objeto de persecución a lo largo de la Historia y que si el supremacismo sionista se agarra de esa bandera para justificar sus actos, ésto no tiene por qué hacernos olvidar lo primero, sino –al contrario- desterrar dichos comportamientos. En realidad, nunca negué que ésto fuera así –porque así lo creo- pero creo el debate ameritaba que yo lo dijera con todas sus letras.


SUS CONTRAS: Se necesita haber pasado ya, mínimamente, la etapa de diversificación de la oferta mediática o de la rebeldía mediática. La desobediencia civil vendría a ser -a pesar de que Thoreau teorizó sobre ésta hace casi doscientos años- una fase que da testimonio de lo consciente que es ya el humano sobre su importancia y valor dentro del orden mundial imperante, ergo, una fase superior de nuestro ser en tanto ciudadanía. La desobediencia civil me gusta como posibilidad latente, como una herramienta siempre a ser usada cuando los gobiernos se estén portando mal y estén utilizando el poder para abusar. Con una sola desobediencia civil multitudinaria, bastaría para aquietar a los que gobiernan. No tendríamos que caer en actitudes extremas, hacer sentir nuestro poder de una vez y para siempre, y de manera inteligente, con un solo y coordinado acto.


El final de la civilización como la conocemos


SIN PROS


ASÍ: Un cataclismo, el derretimiento -de sopetón- de los casquetes polares, una situación de éstas límite como las que nos plantea Saramago, el fin, el derrumbe de la civilización: no computadoras, no telefonía móvil, no comunicación, la vuelta a las cavernas, no electricidad, lavar la ropa a mano sobre piedras en los ríos, vivir en la zozobra al no poderse uno comunicar más -en un santiamén- con las personas que amamos, no radiografía, ni tomografías, ni nada. El crepúsculo con rayones eléctricos, los antiguos crepúsculos vueltos al horizonte.


TODOS LOS CONTRAS


EXPLICACIÓN: Yo de verdad dudo que lleguemos a tal situación. La situación, inicialmente, podría ser paradisíaca para algunos (para aquellos que pueden prescindir de la tecnología y llegan a sentirse bastante satisfechos con el contacto humano, la convivencia con los animales, las flores y la naturaleza, una vida sencilla de recolector de frutas, de pastor o pescador o de seres felices preparando en la cocina alimentos), pero incluso para estos algunos –me cuento en una etapa inicial- las desventajas por haber perdido el control sobre extensas potestades de la naturaleza –como infinitésimos, pero de sorprendentes repercusiones en la vida doméstica: el dominio sobre el átomo, los grandísimos hallazgos en el campo del electromagnetismo, la decodificación del genoma humano, la mecánica cuántica y el principio de incertidumbre o la dualidad onda-partícula, los sistemas formales, el colosal avance en telecomunicaciones, etc.- terminarían por precipitarnos a una intemperie vital en donde el posible sufrimiento por enfermedad, hambre, accidentes, etc. sería tan colosal o peor que el sufrimiento que actualmente padecen ciertos grupos de personas.


El agotamiento de los recursos planetarios


Queda contenido en el apartado anterior.


El arribo de un nuevo período renacentista


No es que no pueda imaginarme un mundo lleno de Leonardos (da vincis y fibonacci´s), pero creo que el renacer del hombre, una tercera vuelta, cuarta, o váyase a saber qué ordinal, tendrá su arribo después de un período más reposado, menos agitado que el actual; aunque, quién sabe, igual y la Internet sí podría servir para tan egregios fines: la difusión sin límites del conocimiento y de nuevos afanes humanistas en donde lo humano quede situado en el centro (no a la usanza de los antropocentrismos medievales que tildaban de heresiarcas a los hombres de ciencia que se atrevían a cuestionar el modelo ptolemaico: Copérnico, Keplero, Giordano Bruno, Galileo).


Y por qué pienso que en lo institucional han quedada entroncadas nuestras taras o, dicho símilmente, por qué pienso que nuestras taras se han institucionalizado. Bueno, yo empecé a tener broncas con las instituciones –a teorizar al respecto para sonar menos egocentrista- a raíz del fraude electoral de 2006 (año de mi despertar político) porque yo notaba algo bastante enrarecido, primero, en la cuestión del desafuero y, luego, en el fraude electoral. Y frases como “tenemos que preservar nuestras instituciones, por sobre todas las cosas, el estado de derecho y blá, blá, blá” me daban una mohína de aquellas porque yo pensaba, a ver espérense, ahora resulta que la dinámica social ha de supeditarse a lo institucional (y su esclerosis) y no al revés; a ver no, la cosa tiene qué ser exactamente al revés: las instituciones han de irse renovando para ir incorporando en sus mecanismos lo nuevo acontecido en el espectro social, es decir, constantemente han de reformarse y éste ha de ser su sello más distintivo, el dispositivo que éstas ostenten a fin de irse autovalidando. Por éso, frases como “al diablo con las instituciones” antes de generarme malestar, asombro o incomprensión, me generaban simpatía porque no podía ser posible que en aras de preservar el sacro santo devenir de “nuestras instituciones” se vulnerara el voto ciudadano, la fe en esta incipiente criatura llamada “democracia”. Así es cómo, por ejemplo, te vas dando cuenta de que organismos como el Tribunal Electoral, el IFE y la Corte están llenos de huecos que dan cabida a todo tipo de prebendas, compadrazgos, canonjías, corruptelas, vaya. Y no porque hayan sido concebidos con esa finalidad –la de perpetrar la injusticia- sino porque, sencillamente, quienes interpretan la ley y normas –humanos- son o somos criaturas propensas al error. El sueño de Leibniz parece desbaratarse.


¿Y cómo hacer que las cosas funcionen, que la sociedad “avance” (si es que algo como tal existe) sin instituciones? Podríamos engañarnos, crear sistemas semejantes, suprimir la palabreja (instituciones) y usar otra más fashion; no sé.


Creo que el control de las instituciones ya no puede quedar reducido al manejo de unos cuantos; avizoro un mundo en donde lo tal institucional se derrama sobre la población en su conjunto; las cooperativas no sólo en la vida comercial, sino también en lo político. Cooperativas políticas: niños, hombres, mujeres, ancianos tomando decisiones, todos, sobre nuestro progresar. Fragmentando el poder, descentralizándolo y desconcentrándolo, lotificándolo, repartiéndolo entre la ciudadanía puede que acabemos con canonjías y mucho de la corrupción, pero –a pesar de ello- no me parece tampoco que podamos arribar al idilio porque –regreso otra vez al mismo argumento: circular, eterno-retornista- la simiente del error, la tara como posibilidad es parte de nuestra naturaleza. Pero no, a ver. Quizá podamos dividir ésto en fases, secuenciales o simultáneas -como se quiera-, es decir, en procesos. El proceso de hacer que el poder se reparta entre todas las personas; el proceso de hacer que nuestra inclinación a la estupidez se minimice (amor, educación, cultura, humanismo); el proceso de juntar o hacer confluir los dos procesos anteriores; el proceso de generar un dispositivo de constante autovalidación de lo que vamos haciendo…


Mas, anteriores a todos estos procesos, ha de brotar primero un proceso más simple: el proceso de aceptar que las cosas, si damos una ayudadita, pueden marchar de una manera no tan absurda, sórdida y desequilibrada y, después, el proceso de sustituir al confort por el compromiso, al dogmatismo por el pensamiento…


Tal vez si un ocio menos lleno de premuras me lo permitiese, podría pensar en opciones más radicales y originales. Ahora estoy cierta de muchas y cero cosas a la vez, viviendo sobre un punto de inflexión, en un período crítico, pero pienso no cejar. Me interesa mi mundo y no pienso vivir en la pasividad. No abordo estos temas para escapar de la monotonía. No estudié ciencia política y tal vez me haga falta aprender muchas cosas, sin embargo, me considero –como cualquier humano- con la inteligencia suficiente como para hacer la exégesis de lo que ocurre en mi mundo y, sí, TRANSFORMARLO.


Podrá morir mi yo, mi pathos, cualquier cosa, pero no mi interés por las personas, por lo que le ocurre al otro.


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